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La pesadilla

René Martínez Pineda

Sociólogo

Era un día paradójico, aunque hermoso en su minutero independentista, y Don Fracasio –a quien los vecinos hoy veían como un espectro patético y sucio- quería salir a caminar para digerir el bocado más amargo y prolongado de su vida, el que le fue dado unos cinco meses atrás. No había dado ni seis pasos cuando, para su sorpresa, estaba entrando en el viejo cementerio de la ciudad. Enfrente de él había tres sendas sinuosas, dos de las cuales –la de la izquierda y la de la derecha- se unían de forma abrupta treinta metros más adelante. Fracasio tomó, por instinto puro, la senda derecha, y se deslizó por sus callosidades como por los rápidos de un río furioso, y lo hizo con tal maestría imperturbable que parecía que conocía de antemano sus caprichos y sobresaltos. En el punto en el que las dos sendas mortuorias se unen, descubrió un bulto reciente y, sin pensarlo, se detuvo justo a la par. Ese bulto de tierra recién hecho ejercía un embrujo indecible sobre él y parecía una imagen intermitente. En un minuto podía verlo con toda claridad y, al minuto siguiente, era algo irreal, intangible, leve, sólo deducido por las coronas fúnebres que jugaban tripa-chuca en la tierra. No podía saber, por el momento, quién era el infeliz inquilino porque no tenía una lápida que certificara la posesión del lugar a perpetuidad.

Confundido, más que asustado, tiraba la red de los ojos hacia el horizonte de las otras tumbas que, opacas, tiritaban a lo lejos… y fue entonces que, a unos pocos metros de él, vio una muy particular: inexplicablemente, brillaba con luz propia y, más inexplicable aún, ya no estaba a unos pocos metros de él, sino que ya estaba parado sobre ella. Imitando a un gato que se topa con una culebra venenosa, saltó del bulto de tierra como si tuviera resortes en las piernas. Sin embargo, el terreno era demasiado irregular y aceitoso y terminó en el punto de partida, terminó besando la tumba de la que quería huir, terminó de rodillas. Su corazón empezó a cabalgar como potro salvaje cuando vio que en la cabecera de la tumba dos hombres se disponían a colocar una enorme y austera lápida de cemento barato. Al verlo, los hombres la dejaron caer y, sin decir nada, cruzaron las miradas los tres. Fracasio no pudo soportar la guerra de ojos –el serio, le decía a ese juego, cuando niño- y empezó a sentir que le faltaba el aire como si estuviera encerrado en un lugar hermético.

Llegó un hombre más a la tumba y Fracasio lo reconoció de golpe. Vestía de forma bohemia y llevaba en la mano derecha un mojito cubano y en la izquierda un poema de amor azul que, por embrujo, se iba escribiendo con las graves y esdrújulas que, tétricamente, salían de las fosas comunes de la sección 18, senda 21. Sin soltar el mojito, estiró el brazo para poner el poema sobre la parte superior de la lápida sin pararse sobre la tumba, no sabemos si por respeto o por miedo. Manteniendo con dificultad temblona el equilibrio -cual funambulista principiante- el tercer hombre –dándole la espalda a Fracasio- se encorvó sobre la lápida sin nombre y, usando las puntas de los pies como contrapeso para no caerse, escribió lo que parecía ser el último verso del poema de amor azul que recién había colocado. Escribió con letra Palmer: “la ciudad es de hielo cuando mueres en mis palabras bicentenarias para no pronunciar traiciones perentorias”. Puso un recio “punto y aparte” y luego agregó: “en este lugar olvidado descansa en paz para que el pueblo lo olvide:”. Cada letra perfectamente dibujada; cada sentimiento perfectamente intuido y perfectamente hermoso.

Al terminar de escribir ese que parecía ser el último verso y de sugerir el nombre en la lápida (porque eso suponemos que seguía después de “los dos puntos”), se dio la vuelta suavemente y –haciéndose a un lado- permitió que Fracasio leyera el verso y leyera el nombre recién puestos. Sin tener conciencia del tiempo, Fracasio mantuvo fija la mirada en el nombre que del papel saltaba a la lápida. Era su nombre… ¡su nombre! Es terrible darse cuenta de que nos damos cuenta de lo perverso que hemos hecho hasta que ya es demasiado tarde ¿verdad? Y es que una vez puesto el nombre en la lápida ya no hay marcha atrás, no importa cuánto tiembles o cuántos perdones pidas, cabrón -le dijo, con tono herrumbroso-. Los otros dos sepultureros (porque esa es la profesión de los que, por un pago casi tan miserable como alguno de los miserables que ahí duermen, colocan en su sitio las lápidas y las dejan firmes) contemplaban en silencio el espectáculo. El tercer hombre tomó el poema de amor azul que acababa de finalizar y le dio la espalda a Fracasio que temblaba y lloraba y convulsionaba y aflojaba los esfínteres de forma asquerosa. Los pocos pasos que había dado y que lo habían llevado –quién sabe cómo- al viejo cementerio de la ciudad iban cobrando sentido o le daban sentido real a lo que había pasado. Las tumbas viejas y la tumba recién cerrada se acoplaron perfectamente en el infinito rompecabezas de la vida en muerte que merodeaba en su imaginario. La confusión pasó a ser –o debería pasar a ser- resignación cristiana. Intercambiaron miradas agónicas todos los presentes en ausencia. Había una confusión que ninguno de ellos podía remediar. A lo lejos se oía el traqueteo secular de las campanas de la iglesia abandonada que hacía temblar la nueva tumba. Fracasio sintió la agonía propia de quien está frente al pelotón de fusilamiento oyendo el fatídico ¡fueeeego! Y, cubriéndose el rostro, comenzó a llorar. El autor del poema de amor azul recién terminado sobre la lápida (que ya tenía un nombre propio) puso su mano sobre el descompuesto hombro de Fracasio. Ese poema ya no pareció algo hermoso para el destinatario de la dedicatoria. Los versos se oían pálidos y letales; la letra era demasiado grande y no cabía ni en la página ni en la lápida. La “F” se veía inmensa y amorfa… y entonces Fracasio empezó a saltar patético sobre su tumba -porque era su tumba, sin duda alguna- hasta que la deshizo.

Ya no había tiempo para pedir perdón ni para desandar los malos pasos. El reloj de su historia personal se había detenido, insobornable. Todo estaba decidido, sentenciado, archivado. La tumba que Fracasio pretendió destruir volvió a lucir intacta, como hace algunos minutos y él, con la cabeza rendida y el cuerpo sin fuerzas, apartó la tierra para entrar, por su propia voluntad, en el ataúd que lo esperaba con los brazos abiertos para hacerlo parte de la impenetrable oscuridad y profundidad, y para no dejar en ridículo el nombre puesto en la lápida con letras perfectamente claras.

Acongojado por esa visión lapidaria, despertó totalmente bañado en sudor ajeno.

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