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La llave de Usulután

T.P. Mechín

Aquella fue una marcha triunfal! Baste saber que se trataba de un viaje presidencial…
¡Cómo aman estos pueblos a sus presidentes!
Lo que voy a referir ocurría el año de gracia de 1912.
El doctor Araujo, con lucido acompañamiento se trasladaba a San Miguel, a fin de inaugurar por la tercera o cuarta vez el famosísimo ferrocarril de La Unión. (Como cada pedazo de esa vía… CRUCIS nos cuesta un ojo de la cara, nos gastamos el otro en inaugurarlo cada cinco años. Ciegos ya, de nada nos damos cuenta y… ¡a vivir!).

Yo iba en mi calidad de Subsecretario de Fomento, con la altísima misión de pronunciar “el discurso oficial”.
El aprieto era grande. Mis dotes como orador son negativas, que ya las había tanteado en la fiesta de la entrega de los despachos, al terminar mi carrera el año 97, allá en la capital de Alcarria, cuando contesté conmovido las frases especiales que amabilísimo me dedicó el coronel a guisa de último adiós. A trompicones solté unos cuantos períodos deshilvanados, sudando a chorros a pesar del frío, y al terminar mi perorata entre aplausos desganados –por añadir palmoteados con guantes- alcancé a oír comentarios como éstos: … “Se vé que el pobre está emocionado…” ; “Sí… la falta de costumbre…”; y por último, un sota o teniente profesor, que siempre me había sido antipático y que acababa de darme la alternativa tomando una copa conmigo y llamándome de tú, dijo así: “Por lo visto la Oratoria no ha pisado todavía las tierras de la ex virgen América.
En aquel momento yo hubiera querido ser Mendieta: ¡aunque fuera Bermúdez! Juro que Morera de la Vall y Rodón –así se llamaba el Teniente- no habría dicho semejante cosa…
Pero ya me aparté mucho del viaje de mi cuento.
Aquí en la capital tracé las líneas generales de mi pieza oratoria. Apenas me quedan recuerdos muy vagos… Hablaba del progreso y de los beneficios de la Paz -¿cómo no?-; de las paralelas de acero (léase carriles); del tozudo Stephenson, el padre de esos “monstruos que vomitan humo, dragones de la noche…” Voy creyendo que sin querer había plagiado “El Tren Expreso” de Campoamor. Sin querer: entiéndase bien.
¿Quién dijo que aquí no hay oradores? ¿Morera de la Vall? ¡Infeliz!
En Apopa comenzaron los discursos. Allí esperaba el pueblo soberano, congregado de orden superior, para vitorear a su gobernante.
El gobierno llevaba un buen surtido de oradores, pero allá por Armenia, -esa Armenia de mis pecados- ya se nos habían agotado y empezó el segundo turno. No hubo estación ni apeadero sin ovación, ni ovación sin oradores: creo que hubo discursos hasta en el Malpáis.
¡Cómo aman estos pueblos a sus presidentes!
Lo peor fue que casi todos los oradores me robaban mis ideas. “Las paralelas de acero”, “el rugir del monstruo”, lo del “heraldo del progreso” y otras bellezas semejantes, todo se lo decían aquellos condenados. ¿Y qué me dejan a mí, pensaba yo desconsolado?
Compadecido el General Batres, me proporcionó un librito titulado Manual del perfecto orador, que él llevaba a buen recaudo y por si acaso, pero no salí de apuros: allí estaban también las mismas paralelas, el eterno monstruo y el consabido heraldo.
No abusaré de ti, lector discreto. Te haré gracia del embarque en Acajutla y del episodio tragicómico ocurrido en el muelle, así como de la pésima noche de abordo, pasada en vilo, sin más novedad que las bofetadas que un pasajero gringo le atizó a cierto periodista criollo, quien ya calamocano se equivocó de camarote y estaba empeñado en acostarse con la cara mitad de aquel chele descomunal y malas pulgas.
En La Unión hubo que desembarcar a cochino. Allí hubiéramos deseado a Sansón o a San Cristóbal!
Mi criado se había evaporado. Al fin lo hallé, borracho perdido, ya muy entrada la noche, y apenas pude conseguir una camilla de soldado para recostar mi venerable humanidad. A pesar de ello dormí como un tronco, gracias al sueño atrasado.

Temprano de la mañana pedí prestada una máquina de escribir y elaboré un nuevo discurso.
En el puerto no tuvimos más que un disgusto: la cuenta de Asisclo, nuestro Comodoro o Almirante, quien abandonando el puente del vapor “Santa Ana”, que se mecía inútil, feliz y empavesado sobre las plateadas ondas, se había convertido en hostelero. Este hombrecillo pretendía no sé cuantos miles de duros por una malísima comida; pero nuestro gobierno, honrado por casualidad, se negó rotundamente a quebrar y emplazó al Almirante para el día del Juicio. Como ustedes ven, nuestra honradez era relativa: completamente nacional.

¡Y San Miguel!
Después de un viaje atroz de varias horas, el que hicimos en calidad de mercancías, amontonados en unas plataformas arregladas ad hoc, llegamos a la metrópoli de Oriente, la aristocrática ciudad de los Guzmanes y Santines.

¡Qué gentío y qué polvareda!
Bajo un sol de patente, poco antes del mediodía, empezaron los discursos de cajón. Rompió el fuego la primera autoridad del departamento. Comenzó hablándonos del capitán don Luis de Moscoso, fundador de la Ciudad.
Yo no oía bien porque a hurtadillas repasaba mi discurso, el que según mis cuentas debía de seguir. (No llevábamos Jefe del Protocolo, pero aunque lo lleváramos de nada sirviera).
De vez en cuando me parecía escuchar las palabras “paralelas”, “rugir del monstruo”, y hasta el nombre del pobre Stephenson. Me tenía sin cuidado porque ya había renunciado a todo eso: mis ideas eran nuevas y fresquitas.

Ocurrencia genial, el Gobernador había mandado hacer dos llaves de palo, doradas, por el modelo de las que le cuelgan a San Pedro, y al terminar su salutación se las entregó al Presidente, diciéndole que eran las de la ciudad. (Yo creo que el doctor Araujo habría preferido un vaso de agua).
El doctor López G. Contestó en nombre del Jefe del Estado: la moda es vieja.
¡Paciencia, Dios mío!
Pero demonio: ¿qué era aquello? ¿Cómo había hecho el doctor López para robarme mi discurso? ¡Si estaba diciendo lo mismito que yo había discurrido la víspera en La Unión! ¿Quién sería el traidor?
Ay… ¡No había robo ni traidores…! Una infeliz coincidencia nada más.
Cogí el lápiz y taché varios párrafos de mi discurso, que se redujo a la mínima expresión, con poco disgusto mío y gran regocijo del público. ¡Digo!…
Mi turno llegó. Con el sol en el zenit, cincuenta grados de calor y la tribuna bañada en luz, solté de prisa y más que corriendo los relieves del discurso oficial. Recuerdo haber dicho que “los pueblos no son grandes por su territorio sino por su amor a la Justicia, y su respeto al derecho”. (Bien).
Nadie me oyó, pero me aplaudieron. (Ventajas de la concisión, señores).
El inmenso gentío se desbandó. Sólo había un carricoche para el señor Presidente, quien imitando a Alejandro –no Gómez sino el macedonio- lo rechazó discreto, ofreciéndolo galante a las señoras más veteranas.
Y es que en San Miguel no había coches, gracias a la ocurrencia del alcalde que mandó empedrar las calles en forma de tumbos. (Al menos eso nos decían los migueleños cada cinco minutos).
No me entretendré hablando de la espléndida recepción, de aquel banquete interminable, de los agasajos y comodidades, ni de las suntuosas fiestas, como la comida con señoras –de doscientos cubiertos- ni del gran baile en el Casino, ni del archisimpático Max. Haltmayer, inmortalizado ya por Zamacois, por que tengo prisa de llegar a Usulután.
Lleguemos…
En Santa Elena, el Cura nos tenía preparado un excelente desayuno –era ya el segundo- y llegamos a Usulután bien entrada la mañana. Recepción igual, esplendida.
¡Cómo aman los pueblos a sus presidentes!
Fuimos recibidos en la mejor casa por la mejor gente del mundo. Un grupo selecto de bellas señoritas, vestidas de blanco, nos sirvió un desayuno -¡el tercero!- apetitoso fuera de toda ponderación. ¿Qué primores no había allí? Todo lo que es delicado; todo cuanto hay de rico y de exquisito; todo lo que entra por los ojos y regala el paladar…
Aquella mesa estaba cubierta de primores.

“Y de cuanta invención el arte engendra.
Como las ricas tártaras de almendra…”

¿Menospreciar aquello? ¡Imposible! Logramos hacer un rinconcito, y rendimos los honores a tanta gentileza.

“Nunca fuera caballero…
De damas tan bien servido”.
………………
Pasaré por alto otros discursos; el almuerzo, emuló lo del desayuno; la siesta, y la comida, opípara por supuesto.
Llegó la noche.

El doctor Araujo recibía en la sala los homenajes de sus conciudadanos y tomaba sorbos de café para digerir mejor tanta lisonja.
Una de las señoritas de la casa me llamó aparte, y me entregó la llave del zaguán “por si deseábamos salir y regresábamos tarde”.
La llavecita tendría como un pie de largo y pesaba alrededor de cinco libras. Rendí las gracias y traté de acomodarme aquel llavín. !Esfuerzo vano! Ni en el bolsillo del revólver, ni en los de la americana ni en parte alguna cabía aquella prenda.
Y recordando la ceremonia de San Miguel, tuve una idea.
Fui a la sala en busca del doctor Araujo, que yacía cabizbajo, prisionero entre dos “tábanos”.
-Con permiso, señores. (Me dirigía a los tábanos, que eran los dueños del presidente).
-Doctor Araujo; por una equivocación me han dado a mí esta llave. Supongo que es la de Usulután, y aquí se la entrego –le dije al par que sostenía en ambas manos la obra maestra de la cerrajería colonial.
Don Manuel celebró la broma, pero en un aparte que por pura casualidad pude tener con él a otro día, me dijo que “dejara las bromitas para cuando no hubiera gente delante”.
Con los presidentes no hay que gastar bromas…
Ni veras tampoco.

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