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La historia cabe en una semana

René Martínez Pineda
Sociólogo, UES

Ha sido un largo y sinuoso camino el de mi conciencia; ha sido largo el camino y será más larga la espera, porque la nostalgia es el masoquista de la memoria, de modo que nunca dejamos de esperar. Han sido muchos los años –digamos cuarenta y seis- y muchísimos los días recorridos en el imaginario fascinante del almanaque de Bristol para averiguar que la utopía es horizonte: la vemos, la dibujamos, la olemos, pero nunca llegamos a tocarla. Al menos así es hasta hoy. De miércoles a domingo la historia le cantó a la utopía “si la muerte pisa mi huerto” para saber si estaba viva. ¡Puta, cuánta nostalgia prendida del rostro como hiedra! Traicionar a los traidores es la más hermosa paradoja, la más inexorable de las misiones políticas. La historia del país contada desde el otro lado de la acera (ese lado oscuro transitado por los descalzos, los reprimidos, los pobres, los feos, los traicionados, los locos, los que en 1972 tomaron las armas ajenas para desarmar a la dictadura) cabe en una semana, en una urna electoral, en un gesto de dura desilusión y desconsuelo frente al ataúd al que estamos obligados a echarle la primera palada de tierra para consumar lo que ya estaba consumado, para cerrarle los ojos a los compañeros caídos en la lucha inconclusa; la historia cabe en una hora tremenda, porque a una hora exacta del miércoles nos nació el alma cuando un disparo rompió la calma. A las cinco de la tarde, la noche imperaba en las calles que la sangre bautizó como 30 de julio de 1975. Eran las cinco en punto de la tarde en las calles, en los cerros, en las huelgas, en las aulas, en las urnas confiscadas.

Al niño que fui le mancharon de rojo la azucena blanca de su conciencia, libélula rebelde que, sin presentirlo, emigraría del plomo a la tinta indeleble a las cinco de la tarde. Una cobija de cal mortuoria fue la profecía del lunes 15 de octubre de 1979 a las cinco de la tarde, hora fatídica en la que tomó posesión una junta revolucionaria de gobierno parida para frenar la revolución; hora en la que un foro popular sintió el vaho de la traición futura como halitosis legislativa. Las cinco de la tarde es la hora en que inicia el escrutinio final de las balas, de los votos y de los golpes de Estado sacados de la manga de la camisa de un general pedorro. El país era muerte y fraudes a las cinco de la tarde que vaticinaba lejanas traiciones en las consignas no dichas en la infinita marcha del martes 22 de enero.

La memoria traiciona cuando tiene más olvidos que recuerdos, pero ese no es mi caso, no lo es, porque pertenezco al grupo de los que no pueden olvidar. Cárcel. Partido. Voto. Bala. Bomba. Diputado. Ladrón. Amor. Hazaña. Traición gestada en los bolsillos de los tipos de la peor calaña. No olvido que no voté en las elecciones del domingo 28 de marzo de 1982, y por eso –a pesar de que ya estaba probada en la entrada de los cines para mayores de 18 años- no estrené mi cédula de identidad debido a que, entonces, la lucha social estaba lejos de la urna dominical y del escrutinio de un fraude anunciado en las magulladuras del patético aceituno; en ese entonces, lo revolucionario era impedir la solapada continuación de la dictadura a través de los partidos genocidas y sus constituciones sifilíticas. Ese día el viento se llevó las nubes blancas de las papeletas que fueron marcadas en los cuarteles para garantizar el triunfo de los diputados constituyentes de ARENA y el PCN, quienes –aún con el aroma a incienso de la misa que todavía extrañaba las homilías que monseñor Romero iniciaba a las cinco de la tarde- eligieron a Roberto d’Aubuisson como presidente del recinto legislativo y en abril eligieron como presidente de la República, a las cinco de la tarde, a un tal Álvaro Magaña. Y el plomo inoxidable que no entendía de democracias electorales sembró cipreses y cobre y privatizaciones a las cinco de la tarde de la década de los 90s. Se aparearon las hienas con los zopilotes para evadir la extinción inminente. A las cinco de la tarde –diez mil veces repetidas- hienas y zopilotes fueron igualados por el genoma de la corrupción. Y entonces el brazo de un mártir deliberadamente olvidado por los traidores del curul, ondea la bandera que concluye historias a las cinco de la tarde.

El sábado 10 de enero de 1980 y el sábado 11 de noviembre de 1989 retumbaron cien veces los tambores de la utopía a las cinco de la tarde, hora en que inician las ofensivas y finalizan las votaciones. Durante todo el siglo XX e inicios del XXI los escrutinios de arsénico y el humo blanco ejecutaron la decisión tomada a espaldas del pueblo a las cinco de la tarde. A las cinco de la tarde firmaron un acuerdo el traidor y el financista. En las esquinas sospechosas grupos de silencio armado se preparan para darle armas a la utopía a las cinco de la tarde. A las cinco de la tarde del jueves 16 de enero las armas se cambiaron por votos, lo cual asumí con disciplina, aunque la mayoría creía que debíamos terminar lo que con un balazo y treinta mil muertos habíamos iniciado. Y el chacal funesto y engreído enseñaba los colmillos y el hocico salivoso a las cinco de la tarde.

Pero el sudor de lava ardiente de la desilusión inundó los ojos a las cinco de la tarde, cuando los desempleados del parque Libertad y las láminas viejas de las comunidades olvidaron los rostros de los candidatos de sal del bipartidismo, a las cinco de la tarde; la peste de la corrupción puso sus huevos en los fétidos curules y las heridas de los votantes sangraron a las cinco de la tarde. A las cinco de la tarde es la hora en que se cierran los centros de votación en los tiempos de falsa paz. A las cinco de la tarde emitimos el voto que esperamos lo cambie todo como revolución democrática. Un féretro con alas de zompopo de mayo es la cama del monstruo de dos cabezas a las cinco de la tarde. Huesos quebrados y trompetas de júbilo suenan en los oídos del pueblo. El perro rabioso de la impunidad ladra sus últimos dolores frente a las urnas selladas. El curul del infame tirita de agonía al sentir las mordidas de la gangrena. Las heridas del pueblo ante la traición consumada por tres décadas queman como brasas ardientes en el conteo de votos; el gentío rompió las viejas papeletas a las cinco de la tarde. ¡Qué terribles y fascinantes cinco de la tarde en que el pueblo descubrió el poder de la tinta indeleble! Eran las cinco de la tarde en todos los relojes del escrutinio final; las cinco de la noche en el viernes santo de la dignidad.

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