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Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 1899- Ginebra, 1986): el escritor poeta (segunda entrega)

 Esteban Moore

Poeta argentino

 

En esta época  intensifica su trabajo en colaboración con Adolfo Bioy Casares y otros autores, unhealthy entre ellos Silvina Bullrich, con quien edita (aplicando al término el sentido anglosajón de editing) El compadrito. Su destino, sus barrios, su música (1945) una antología que no prescinde de Roberto Arlt (1900-1942) de quien se incluye un fragmento de El juguete rabioso (1926). Ésta no es la primera vez que Borges reconoce la obra de Arlt, ya había destacado sus cualidades en ‘La pampa y el suburbio son dioses’ y en su ‘Invectiva contra el arrabalero’, ambos textos pertenecientes a El tamaño de mi esperanza (1926). Este hecho nos revela su lectura de Arlt, experiencia soslayada por aquellos que intentan  diseñar una tradición  literaria alternativa que excluya a Borges, olvidando  que una tradición literaria debiera ser concebida como un prolongado proceso dialogal en el cual participan  un conjunto de voces, propias y ajenas, las que a través de la lectura, la traducción y la reescritura, actividades que constituyen un indudable acto de interpretación y apropiación, se amalgaman en una voz posterior, adquiriendo en la fusión nuevo sentido.

Las poéticas no se imponen unas a otras: interactúan, cooperan, se hibridan, como en las ciencias  se fundan en  aquello que las precede.  En el prólogo  que escribe para la Antología  poética argentina, da cuenta de este procedimiento y su relación causal:   “Teóricamente es lícito afirmar  que ‘El cencerro de cristal’  de Güiraldes  -año de 1915-  es la primer derivación importante del ‘Lunario sentimental’  de Lugones (1909); no menos  verosímil es inferir que ambos  eran lectores de Jules Laforgue…”

La editorial Sur publicaría en 1941 El jardín de los senderos que se bifurcan  con el cual se presenta al Premio Nacional de Literatura para el trienio 1939-1941. El jurado, compuesto por Álvaro Melián Lafinur, Eduardo Mallea, Enrique Banchs, Roberto Giusti, José A. Oría y Horacio Rega Molina,  con la única excepción de Eduardo Mallea, ignora el libro de Borges, premiando otros  que inevitablemente se han deslizado a la justiciera región del olvido.  La decisión del jurado fue criticada. En el número correspondiente a julio de 1942, la revista Nosotros publica una nota sin firma, atribuida posteriormente a su director Roberto Giusti, miembro del jurado de referencia, defendiendo la posición del mismo. En ella sostiene: “Si el jurado entendió que no podía ofrecer al pueblo argentino, en esta hora del mundo, con el galardón de la mayor recompensa nacional, una obra exótica  y de decadencia que oscila, respondiendo a ciertas desviadas tendencias de la literatura inglesa contemporánea, entre el cuento fantástico, la jactanciosa erudición recóndita y la narración policial, oscura hasta resultar a veces tenebrosa para cualquier lector, aún para el más culto (excluir a posibles iniciados en la misma secta), juzgamos que hizo bien”. Palabras que para Eckard Volker-Schmahl  delatan “la oposición estética entre Borges y la crítica literaria argentina conservadora. La crítica apunta a lo exótico y lo esotérico de las narraciones borgeanas y atribuye estas tendencias a la adopción de modelos de la literatura inglesa contemporánea. Giusti argumenta desde la perspectiva de la ‘popularidad’, más exactamente: representa la crítica  nacional populista a la modernidad artística y adopta los tópoi que la crítica cultural conservadora había desarrollado en Europa —tras la retórica nacional se oculta el internacionalismo conservador del siglo XX.”

La revista Sur   organiza un ‘Desagravio a Borges’  del que participan varios autores.  La vindicación de la poética borgeana no sería el único fin perseguido,  pues la ocasión se presenta como una oportunidad fuera de lo ordinario para profundizar un debate estético que se ha extendido de diversas maneras y formas hasta nuestros días.

El rechazo y las críticas adversas que recibe de sus detractores  El jardín de los senderos que se bifurcan, producen efectos contrarios a los buscados. El pequeño escándalo que se suscita coloca a Borges en un lugar de privilegio en  la escena local, y seguramente benefició  la circulación del libro. El cuento que da título al volumen sería traducido unos años más tarde al inglés  por Anthony Boucher (William Anthony Parker White)  y publicado en una revista dedicada a la literatura de misterio en sus diversas variantes,  Ellery Queen’s Mystery Magazine,  en el número correspondiente a agosto de 1948, cuyas páginas Borges compartió con Cornell Woolrich, Georges Simenon y Gabriele D’Annunzio.

En la década de los 50 Borges es electo presidente de Sociedad Argentina de Escritores, es nombrado Director de la Biblioteca Nacional y  se le

otorga el Premio Nacional de Literatura.  Reedita algunos cuentos en La muerte y la brújula  (México, 1951), agrupa  en Otras inquisiciones (1952)  un conjunto de ensayos elaborados en el período 1937-1952 y la editorial Emecé comienza a reunir

su obra bajo el cuidado de José Edmundo Clemente.  Asimismo, trabaja con distintos colaboradores en varios proyectos: José Edmundo Clemente (El Lenguaje de Buenos Aires, 1952),  Margarita Guerrero (El Martín Fierro, 1953),  Adolfo Bioy Casares (Los orilleros. El paraíso de los creyentes, argumentos cinematográficos, 1955), Betina Edelberg (Leopoldo Lugones, 1955) y Margarita Guerrero  (Manual de zoología fantástica, 1957). René Etiemble le dedica un ensayo en Les Temps Modernes, revista dirigida por Jean Paul Sartre (París, 1952),  Leopoldo Torre Nilsson filma una versión de ‘Emma Zunz’ que titularía Días de odio (1954), César Fernández Moreno da a conocer en Ciudad Buenos Aires (números 2-3, 1955) la primera versión  de su ensayo   Esquema de Borges,    aparecen varias traducciones  en Francia, Fictions (Paul Verdevoye y Néstor Ibarra, 1951), Labyrinthes (Roger Caillois, 1953), Enquêtes  (Paul y Sylvia Bénichou, 1957) -todas realizadas para la editorial Gallimard- e Histoire de l’infamie. Histoire de l’éternité, (Roger Caillois y Laure Guille,  Editions du Rocher, 1958)  y en Italia Einaudi da a conocer La biblioteca de Babel (Ficciones, traducida por Franco Lucentini, 1955).

La atención que comienza a recibir Borges, su posición como director de la Biblioteca Nacional, las primeras traducciones, la docencia,  las conferencias, los prólogos,  la incesante  procesión de visitantes a su domicilio en la calle Maipú, los proyectos de ediciones privadas y la organización  de sus Obras  Completas,  quizás se hayan constituido en una distracción, pues en esta etapa  no agrega,  como señala César Fernández Moreno ‘… ningún libro esencial a su bibliografía…’.

No faltaron quienes cultivaron  un feroz rechazo a su trabajo y preocupaciones estéticas, hecho que seguramente lo inquietó emocionalmente, pues en más de una oportunidad se tomó el trabajo, aunque sesgadamente,  de contestar a sus detractores. Luego de hacerse cargo de  la dirección de la Biblioteca Nacional, en una entrevista dice: “Mis futuros cuentos aún cuando se desarrollen en Islandia tendrán un contacto imponderable, abstracto con los sucesos que hemos vivido. No pienso documentarme mucho. Si Homero lo hubiera hecho no sé si hubiera creado La Ilíada.”  Algunos años más tarde en una conferencia sostendría: “Aunque Flaubert llamó a Salammbó, un ‘roman cartaginois’ cualquier lector que se precie  sabrá  después de leer la primera página  que el libro no fue escrito en Cartago,  sino  que lo escribió  un francés muy inteligente del siglo XIX.”

Entre los que integran esta tendencia  al repudio y aversión a todo lo que viniera de Borges que sumará seguidores y adictos y se prolongará en el tiempo, se hallan: Jorge Abelardo Ramos (Crisis y resurrección de la literatura argentina,

1954), Arturo Jauretche  (Los profetas del odio, 1956) y José Hernández Arregui (Imperialismo y cultura, 1957). Ellos consideraban, entre muchas otras cosas, que Borges,  para decirlo en criollo ‘era poco argentino’, un imitador de lo europeo que negaba, como opina Ramos, ‘nuestra tradición’, es decir un simple ‘colonizado’, pretendiendo presentarlo,  desde sus diversas  posiciones políticas, como una figura arquetípica  del intelectual subordinado  al imperialismo.

La lectura que realizaron de su producción elude el hecho fáctico de que Borges  pobló  sus páginas de símbolos ya presentes en nuestra tradición, resignificándolos,  otorgándoles una nueva proyección;  y qué decir de su intensa, profunda y enriquecedora lectura de nuestro pasado literario. Ramón Alcalde,- fue tajante frente a la actitud del ‘antiborgismo’, respondiéndoles desde las páginas de Contorno: “Pretender demostrar, por ejemplo, que Borges sirve al imperialismo porque frecuenta y cita copiosamente a Berkeley, De Quincey, Shelley, Hegel o polvorientos cronistas alemanes, franceses o ingleses, es un simplismo infantil.”

La acedía que le dispensan a Borges y a su obra,  no sólo tiene un origen político: fundamentalmente su posición y comentarios respecto del peronismo, sino también en sus juicios acerca de la índole de ciertos rasgos de la naturaleza y cultura “del argentino”, en particular el “habitante de las ciudades”, al que expone tempranamente en el ya mencionado ‘Nuestras imposibilidades’  como un “misterioso espécimen cotidiano”, un personaje, según imagina, reñido con el cultivo del pensamiento y la apropiación del saber. Allí considera entre “los caracteres más inmediatamente afligentes del argentino”, su “fruición por el fracaso”, una “voluntad megalomaníaca”  y su rechazo por todo lo extranjero.

Acerca de esto último se extiende y afirma: “Ahora, desde que los once compadritos buenos  de Buenos Aires fueron maltratados por los once compadritos malos de Montevideo, el extranjero an sich es el uruguayo. Si se miente  y exige una diferencia con extranjeros irreconocibles ¿qué no será con los auténticos?  Esta alusión a la victoria del equipo uruguayo  en el mundial de fútbol de 1930 y sus repercusiones en nuestro país, es ilustrativa,  pues  manifiesta que ya desde aquellos días, el comienzo de la denominada ‘década infame’, el deporte de la pelota en nuestro país, ha sido y es, el  instrumento idóneo para exaltar y regular las pasiones primarias del pueblo, que ya William Shakespeare había definido como: “the ficklessness of the mob”—la inestabilidad emocional de las masas—.

La ironía, aderezada con humor, desparpajo, mordacidad y sarcasmo de la que haría gala con picardía el Borges ‘conversador’ en sus réplicas y juicios ante la reiterada consulta periodística, particularmente cuando se lo interrogaba acerca de cuestiones ligadas a nuestra historia,  política y cultura que a tantos habría de molestar, no tiene su origen en una supuesta incontinencia verbal.  Tampoco es, como sostienen  aquellos que lo malquieren, el fruto de una mente reaccionaria o pérfida.  Es simplemente una estrategia que el Borges mediático, el personaje público, utiliza y extremará en el tiempo para poner en escena lo que para él es primordial: el escritor, su escritura.

En los años 50 prepara una nueva edición de su obra poética, Poemas 1923-1953 (1954) a la que agrega algunos poemas  (entre ellos, ‘Mateo XXV, 30’,  una escéptica alusión  a la  ‘Parábola de los talentos’), y cerrará la década con una reedición en 1958 a la que le  sumará, entre otras composiciones, los emblemáticos ‘Límites’, ‘El Golem’ y ‘El tango’.

El hecho de que Borges, desde la publicación de Cuaderno San Martín (1929), no haya dado a conocer un nuevo libro de poemas,  podría llevarnos a pensar que el género ya no despertaba su interés o que éste ya no era una prioridad en su labor. Sin embargo en 1960,  próximo a su cumpleaños número 61,  prepara para sus lectores una sorpresa. Hacia fin de año se distribuirá  El hacedor, en el que presenta una serie  de textos breves en prosa  acompañados de un número significativo de  poemas inéditos,  que luego en la reunión de su obra poética  formarían un volumen individual.

El Hacedor, como lo fueron  en la década de los 30 sus  ensayos, en los que anticipa su concepción de la narrativa,  y El jardín de los senderos que se bifurcan (1941), es un nuevo punto de inflexión en su obra, una puesta a punto de su poética. Asimismo, es el libro que inaugura uno de los períodos  más intensos y productivos de su vida.

En poco más de un cuarto de siglo dará a la imprenta nueve volúmenes de poesía, dos libros de cuentos: El informe de Brodie (1970) y  El libro de arena (1975);  y los cuentos publicados en  diferentes medios (incluidos en el volumen III de sus Obras Completas) luego reeditados póstumamente como   La memoria de Shakespeare (2004), a los que se deben sumar sus colaboraciones con Adolfo Bioy Casares,  artículos, antologías, la edición en libro de conferencias; y,  ‘last but not least’, un importante número de  prólogos,  entrevistas y conversaciones,  en su mayoría  fruto de su generosidad y  bonhomía criolla.

El  prólogo a El  Hacedor supera la noción  y alcance de un texto introductorio.  En realidad es una ficción, el breve relato de un sueño en el que narra un encuentro imaginario con Leopoldo Lugones, a quien  le está dedicado el libro. En esta  instancia el autor de las Odas seculares y Romances del Río Seco, pareciera ser un espejo en el que Borges vislumbra o calibra su propia  obra dentro del corpus de la tradición literaria argentina.

En el pasado han quedado las chanzas dirigidas a la figura y obra de Leopoldo Lugones. Ya en 1938, año en que se suicida nuestro poeta, lo despide con un sentido homenaje: “…acaba de morir el primer escritor de nuestro idioma”  Agregando: “…las ideas de Lugones —mejor, las opiniones de Lugones— fueron siempre menos interesantes que la retórica espléndida que éste les dedicó.” Su Lunario sentimental es  “…el inconfesado arquetipo de toda la poesía profesionalmente “nueva” del continente…”.   En páginas posteriores  recordará  que en dos ocasiones, durante los 60, dictó seminarios de literatura argentina en universidades norteamericanas, y que en ambas  el tema central fue Lugones, pues en su obra “cabe cifrar todo el proceso de la literatura argentina.”   La reconsideración de Lugones lo es también del modernismo  y en cierta medida de                                                                                                                                                     Darío, a quien define en el ensayo   que le dedicó a Lugones, como ‘un gran poeta’. Podríamos  conjeturar entonces, sin prevenciones o temor,  que Borges no objetaría  la opinión de Octavio Paz: “Como siempre, Darío es el primero. El verdadero maestro, sin embargo, es Leopoldo Lugones, uno de los más grandes poetas de nuestra lengua (o quizá habría que decir: uno de nuestros más grandes escritores). ”

Las opiniones de Borges respecto de Lugones y su obra no son el fruto de sus buenos modales ni están gobernadas por las circunstancias. Lugones integra la

lista de aquellos  autores con quienes Borges entablará un fecundo diálogo,

protagonizando  un contrapunto  que en ocasiones prescindirá del acuerdo,  particularmente cuando el asunto refiere a sus respectivas lecturas del Martín Fierro, al que Borges se propuso agregarle alguna página.

En el epílogo de El Hacedor aclara la organización y génesis del mismo: “…esta miscelánea  (que el tiempo  ha compilado, no yo,  y  que admite piezas pretéritas que no me he atrevido a enmendar…”, una afirmación  poco creíble: el que haya dejado librada la selección de los textos  al paso de los años, como si éstos se hubieran ido acumulando sucesivamente en su mesa de trabajo y él simplemente se hubiera limitado a su acopio final. Pero, mucho más difícil aún es dar por ciertas sus palabras cuando dice que no fueron sujetos a revisión.  Pues si algo hizo Borges en su vida, fue someter su producción  a una constante –obsesiva- reescritura a la cual no le puso ningún freno o límite. Nos lo recuerda en Discusión (1957), que abre citando a Alfonso Reyes: “Esto es lo malo de no hacer imprimir las obras: que se va la vida en rehacerlas.” Asimismo, no podemos olvidar que la mayor parte de  El Hacedor estuvo  largo tiempo en barbecho.

En su Autobiografía  Borges insiste con aquella idea de acumulación casual a través de los años.  Sin embargo, en  la misma  se contradice cuando afirma  que

estos materiales dispersos, escritos a partir de los años 30 cuando aún colaboraba en el suplemento del diario Crítica,  fueron organizados y ordenados, agregando que en esta selección no había “…ningún relleno. Cada pieza fue escrita porque sí, respondiendo a una necesidad interior. Al preparar ese libro ya había comprendido que escribir de manera grandilocuente no sólo es un error sino un error que nace de la vanidad. Creo con firmeza que para escribir bien hay que ser discreto.”

Sin embargo, lo más llamativo en el  epílogo de El Hacedor es cuando Borges, el gran simulador, dice que no tuvo el atrevimiento de corregirlas pues: “… las escribí con otro concepto de la literatura,” sugiriendo que este libro  no es sólo un nuevo título en su extensa  bibliografía, sino  la afirmación  de una voz, la definitiva  puesta a punto de su estilo, en el que todo énfasis será limado, y cuya complejidad afirmará: “su profunda capacidad de identificarse con la literatura, entendiendo por tal aquello que hace que una determinada combinación de palabras o sintagmas  adquiera  la entidad de un objeto verbal irrefutable…”

En lo que respecta a sus detractores, a partir de la publicación de El Hacedor

hallan una nueva manera de incomodarlo  poniendo en duda su condición de

poeta. Entre ellos Luis Harss quien llega al paroxismo cuando escribe: “Algunos dudosos admiradores  lo han piropeado por su poesía, que es relativamente

insignificante.”   No nos brinda sus nombres, pero si lo hubiera hecho,  en la lista  habrían figurado— para muestra, un botón—: Ramón Xirau, Seamus Heaney, César

Fernández Moreno, Juan Calzadilla, Alberto Girri,  J.M. Cohen, Horacio Verzi, Rubén Tizziani, Paul De Man, Alfredo Veiravé, Sam Hamill, Guillermo Sucre, Carlos Mastronardi, Mario Luzzi, José Emilio Pacheco y Rafael Felipe Oteriño.

Una de las opiniones que ‘hicieron carrera’ en esa década, como le gusta decir al poeta  Fernando Rendón, es aquella que sostiene que Borges, a partir de este libro y afectado por su ceguera, se decidió por la prosa breve y la regularidad métrica, criterio  que sería refutado por el propio Borges, silenciosamente, recurriendo alternativamente al verso libre y al cuento de cierta extensión.

En  El Hacedor  Borges reúne  una serie de  prosas breves, que acompaña con una selección de poemas.  Es quizás su más logrado cruce entre ambos géneros, sostenido en el concepto expuesto en —This Craft of Verse -Arte Poética— : “…los antiguos, cuando hablaban de un poeta –‘un hacedor’-, no lo consideraban únicamente como el emisor de elevadas notas líricas, sino como narrador de

historias. Historias en las que podíamos encontrar todas las voces de la humanidad: no sólo lo lírico, lo meditativo, la melancolía, sino también todas las voces del coraje y la esperanza.”

En el extenso período en que estos textos fueron escritos, Borges leyó a distintos autores con preocupaciones similares a las suyas respecto del lenguaje y la escritura, entre ellos, Whitman, Gustave Flaubert, Wilde y  Eliot. En estas lecturas nada fue dejado  en manos del azar.  En una reseña  a una antología de poesía  contemporánea inglesa  reconoce sentirse profundamente conmovido por un largo poema de Ezra Pound —con quien comparte el gusto por Browning—  ‘Homenaje a Sexto Propercio’, una paráfrasis a las elegías del poeta latino, también, un esmerado  ejercicio de versificación y antecedente  de Los Cantos.  Otro de los escritores que merecieron su interés fue Rudyard Kipling, quien en lo que concierne a la crítica vivió  circunstancias similares a las de nuestro poeta en el Río de la Plata. En la introducción a una selección de su poesía  T. S. Eliot las expone con claridad: “Cuando un hombre es conocido principalmente como un escritor de ficción en prosa nos inclinamos —usualmente, pienso, justamente— a considerar sus versos como un subproducto. Yo, confieso, abrigo siempre dudas respecto de si cualquier hombre puede dividirse a sí mismo para lograr la plenitud creativa en dos géneros de expresión tan diferentes como lo son la poesía y la prosa imaginativa. Si hago una excepción en el caso de Kipling […] es porque su prosa y su poesía son inseparables;  que debemos juzgarlo, no separadamente como un poeta y un escritor de ficción en prosa, pero como el creador de formas mixtas.  El conocimiento de su prosa es esencial para la comprensión  de su poesía, y el conocimiento de su poesía es esencial para la compresión de su prosa.”

En el caso Borges, el corrimiento  de su poesía a un segundo plano se debe en  parte a pensadores como Maurice Blanchot, Michel Foucalt, Gérard Genette y Jacques Derrida,  que deslumbrados por sus ficciones las han difundido de tal modo y colocado en un sitial tan elevado y destacado, que éstas han opacado su producción poética.  Agravado esto por la actitud de aquellos que  al referirse a su obra, no se demoran en la lectura de su poesía, eludiendo el hecho de que la temática  que desveló  a aquellos teóricos y a la vanguardia, se halla presente en su poesía.

La aludida división  del escritor en  prosista y poeta, en dos campos de acción divergentes, regidos por leyes propias,  es inconcebible en Borges. Él ante todo es poeta y no habría producido las ficciones que le dieron fama internacional, si no fuera el poeta que es. Él seguramente no negaría la opinión de Pedro Henríquez Ureña cuando como al pasar dice: “No atribuyo importancia a la romántica discusión  —que es significativo encontrar ya en Rousseau— de si la poesía reclama el verso o existe sin él. Mero conflicto verbal […]  doy el nombre de poesía a la obra cuyo contenido en emoción, imagen y  concepto, a la vez que en manera expresiva, sea de la calidad que llamamos poética, aunque esté en declarada prosa.”

La prosa borgeana indudablemente  está atravesada por su práctica poética. Ezra Pound, comentando la poesía de Ford Madox Ford (1873-1939),  observa  que este practicante de le mot just  escribe sus versos a partir de su aprendizaje y experiencia como prosista. En Borges podemos invertir los términos.  Sus textos

narrativos y ensayos son deudores de su labor como  poeta,  la que enriquece su prosa, que se distingue,  entre otras cosas, por aquella que  William Shakespeare denomina  “la verdadera armonía de sonidos bien afinados”— “…the true concord of well tuned sounds…”—   Su obra  no puede, ni debe ser considerada unilateralmente a partir de alguno de los géneros en los que se expresó, dado que,

como sostiene Jaime Rest: “Borges ha escrito el texto unitario tal vez más extenso  de la literatura argentina, que consiste en una serie de pasajes, fragmentos y composiciones aisladas que se integran en un solo argumento sostenido…”  cuya motivación central es el lenguaje.

A partir El Hacedor (1960)  que abre la última etapa de su vida, la poesía

vuelve a ocupar el lugar central en su producción. En este volumen esencialmente poético “tanto por los poemas como las parábolas en prosa que lo integran”,  da cuenta de una poética que culmina en su poema Arte poética, que Ramón Xirau considera revolucionario por  su sencillez y que “Formalmente  parece no ofrecernos nada nuevo pero precisamente en su forma el poema es una novedad. Nada nuevo en hacer rimar, dentro de una cuarteta, el primer verso con el último y los dos intermedios entre sí. La novedad reside en que, dentro de cada  una de las cuartetas, Borges hace rimar  las mismas palabras: agua con agua, río con río  etc. […] Borges ha inventado una nueva forma a la vez sencilla, fluida y compleja. En cuanto a su contenido las  metáforas son de estirpe tradicional aunque no sea tradicional la forma en que se combinan. Variaciones sobre  metáforas antiguas, las metáforas del Arte poética resultan nuevas.”

Uno de los temas relevantes en El Hacedor  es el del doble,  ‘el otro’, el que aparece en distintas oportunidades tanto en su prosa  como en sus poemas, el que sin dudas es uno de los elementos constitutivos de su poética.   En  ‘Everything and Nothing’, presenta algunos rasgos  de esta operación, destaca que el protagonista,

William Shakespeare,  la máscara asumida por el autor: “…ya se había adiestrado en el hábito de simular que era alguien, para que no se descubriera su condición de nadie; en Londres encontró la profesión a la que estaba predestinado, la del actor, que en un escenario, juega a ser ese otro, ante un concurso de personas que juegan a tomarlo por aquel otro.”  En ‘Borges y yo’ habrá de agregar: “Al otro, a Borges es a quien le ocurren las cosas. […] Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o  la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco van cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar […]  Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy).”

A diferencia de su admirado Walt Whitman  quien fabula una existencia que es irreal y que  en todo momento se  identifica con su yo poético, Borges disuelve su yo en la persona poética, tiende a  la construcción de un arte impersonal. “Si bien es cierto que sus poemas parecen referidos a un yo, también lo es que ese yo se ve continuamente problematizado y anulado, así como la realidad misma sobre la cual el poema  discurre. Aun esos poemas parecen autoanularse en una reflexión sobre el poder o la vanidad de la poesía, del lenguaje.”

Ya en 1943  a partir del ‘Poema conjetural’, recogido en Poemas 1923-1953 (1954) y que posteriormente integrará El otro, el mismo (1969),  se decide por la  creación de personas poéticas.  Al igual que en la Odisea (XI)  en que los fantasmas de los muertos hablan a través de Homero  o en el ‘Canto I’ de Ezra Pound  (poema que comentó en sus artículos sobre literatura norteamericana ) el yo poético se enmascara en un personaje histórico o literario. En el poema de referencia, Borges,  adopta la voz de Francisco de Laprida. Sucesivamente hablará y será hablado  a través de figuras diversas: “Hoy no eres otra cosa que mi voz/ cuando revive tus palabras de hierro”;   “He encomendado esta escritura a un hombre cualquiera; / no será nunca lo que quiero decir, / no dejará de ser su reflejo.”    Advirtiendo a su lector que: “El poeta es cada uno de los hombres de su mundo ficticio, es cada soplo y cada pormenor. Una de sus tareas, no la más fácil, es ocultar o disimular

esa omnipresencia.”

Entre 1960 y 1986, año de su muerte,  dedica mayormente su tiempo y energía a la actividad poética. Escribe en verso libre, recurriendo al versículo,  combinando lo narrativo y anecdótico; y paralelamente  produce  una cantidad importante de poemas, principalmente sonetos,  valiéndose del metro y la rima, práctica esta última que ha llevado a muchos a definirlo como un poeta neoclásico, categorización relativa,  si consideramos que  su escritura sólo en contadas ocasiones pierde el tono coloquial. Su ritmo  y pausas, se corresponden con las de un hombre que conversa, no las  de uno que canta.  En cuanto al metro, particularmente el endecasílabo castellano, en el prólogo a La moneda de hierro (1976), refiere su intención de aligerarlo mudando de posición el acento prosódico. En  ‘The Thing I Am’ (Historia de la Noche, 1977) dice: “Soy al cabo del día el resignado /que dispone de un modo algo distinto / las voces de la lengua castellana”.

En sus últimos libros de poesía:  Para las seis cuerdas –milongas criollas-(1965); Elogio de la sombra (1969); El oro de los tigres (1972); La rosa profunda (1975); La moneda de hierro (1976); Historia de la noche (1977); La cifra (1981) y   Los conjurados (1981), continuará explorando los temas que lo desvelaron desde su juventud.

En más de una ocasión Borges se refirió a la repetición de palabras, e incluso de líneas enteras, en las que incurría, y a la monotonía temática que caracterizaba su obra. Lo hacía con cierto pudor, socarronamente con esa falsa humildad –o ironía de criollo viejo-  a la que era proclive, como disculpándose. Este comentario acerca de su propia obra no debe ser interpretado literalmente, si así lo hiciéramos estaríamos cayendo  en uno de los tantos juegos o  boutades del personaje mediático. Y, además estaríamos infiriendo que Borges desconoce que el verso, como agrupación de sonidos,  responde a una ley rítmica primaria: la repetición. Tanto en los metros  tradicionales, como  en el verso libre. En el caso de este último, Borges, para lograr efectos definidos apela a este recurso, marcadamente en sus poemas catálogo y en  sus  prosas poéticas.

En realidad  aquella opinión respecto de su escritura no se propone otra cosa que destacar ciertos procedimientos de los que se sirve para afirmar su estilo, una voz con timbre propio.  La repetición de palabras de su vocabulario personal, la reiteración de versos inconfundiblemente  borgeanos, responden al propósito de imprimir en sus textos un sello distintivo. Esta operación se vincula íntimamente con la característica de la relación causal: ‘el pasar de algo a algo’; el  premeditado traslado de un verso, una frase, un concepto, de un  contexto a otro con el fin de intensificar su significado.

Esta estrategia se complementa con la reescritura  a la que se ven sometidos muchos de sus poemas. Entre ellos se pueden citar: El general Quiroga va en coche a la muerte / La tentación;  Poema de los dones / Otro poema de  los dones; Juan, I, 14 / Juan, I, 14; Buenos Aires /  Buenos Aires; Los gauchos / El gaucho; A un poeta sajón / A un poeta sajón; Buenos Aires / Buenos Aires. En estas variaciones un poema comenta a otro desde  perspectivas diversas ampliando sus posibilidades connotativas.

En muchas de sus segundas versiones –como él las denomina- respetará la métrica de las primeras, en otras optará  por el verso libre.  Los títulos que se duplican — que podrían asociarse con la mencionada monotonía temática — y,  la reutilización de ciertas líneas,  que definen su poética, ‘una música, un rumor y un símbolo’; ‘divino laberinto de los efectos y las causas’ —entre tantas otras—; no tienen otro destino que el de construir la intrincada trama de su obra, un círculo sin principio ni fin.

En ella es notoria  una característica propia de la poesía moderna, su escepticismo hacia el lenguaje, cuya materia considera inadecuada para el acto nominador, dado que  en el universo  no existe “una  cosa que no sea otra, o contraria o ninguna”.  Sus especulaciones sobre la palabra —la gastada, la  impura palabra— serán la prueba de sus intereses metapoéticos que nutren su misión  y voluntad como  poeta: restituirle a las palabras, siquiera de modo parcial, su primitiva y oculta virtud.

 

 

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