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Inconsciencia e ignorancia: causa de daños en el hombre y en la sociedad

Carlos Girón S.

La consciencia (con S intercalada) es un don maravilloso, herencia Divina para el hombre. Es la habilidad, aptitud o capacidad de reconocer que él es; que existe en sí mismo, independientemente de su entorno. Sólo él, en el reino animal, goza de esta virtud.

La consciencia es también el poder darse cuenta de todo cuanto lo rodea, aquí abajo, en la Tierra, y en los cielos. La da la intuición igualmente de Dios.

Conciencia (sin s) es el equivalente de un juez dentro de cada uno.

Tales definiciones parecen cosas elementales que los seres humanos en general más o menos conocemos. Pero no todos hacemos el uso más apropiado y conveniente de ese conocimiento para no causarnos daños a nosotros mismos, y menos a los demás. Lo peor, con frecuencia, con clara consciencia, hay quienes,  individualmente o en grupos, se proponen inferir daños, hacerle la vida imposible a sus semejantes, aparte o en colectividad. Esto en cualquier área de actividad, de los negocios, las profesiones, pero de manera particular en la política. En este campo es donde más se patentizan actuaciones muy conscientes con clara intención de despedazar al adversario, si está arriba, mucho peor. Aquí se multiplican la saña, el odio, la agresividad alevosa, falsaria, calumniosa, despiadada, hasta sangrienta. El puesto de arriba, en lo alto, en el que el adversario está, aquéllos lo creen de su única propiedad, y que éste se lo ha usurpado, se lo han escamoneado, robado, y por lo tanto se justifican el asalto, las asonadas, las trancas para impedirle el paso, el avance, el progreso, aunque el adversario no esté usufructuando para sí sino para los demás aquello que mata de rabia a los oponentes porque no lo tienen en sus manos, en su poder: sí, el poder mismo.

Es una especie de enfermedad de la que no se dan cuenta quienes la padecen. Tienen poder por un lado, grandes riquezas, pero no les basta; no están conformes; no están contentos, ni tranquilos, ni a gusto. Quieren más. Es una sed que les ahoga. Piensan que el poder que tienen está incompleto, que debe tener su contraparte: el poder político. Ejemplos de ello los hay allá como aquí. El pobre Donald Trump, al que apodan “Rey Midas”–candidato republicano para optar a la Casa Blanca en las elecciones del próximo 8 de este mes–, es un vivo ejemplo: está encarchado en oro, pero no duerme tranquilo. No disfruta lo que tiene y menos quizá piense en compartir generosamente con otros. Él no conoce la quietud ni la paz del alma. Lo quema la ambición de atrapar también todo el poder político, tener en sus manos a la Nación más poderosa del mundo y a sus habitantes, para imponerles sus caprichos y veleidades como ricachón que es, creyéndose todo-poderoso.

Ese  pobre Trump destila odio racista, un egoísmo de los más altos quilates, ignorando el desprecio del que ya se ha hecho objeto de medio mundo, particularmente la etnia hispanoamericana –que es más de la mitad de los 11 millones de inmigrantes que hay en los Estados Unidos y que contribuyen a la grandeza de esa Nación. En sus diatribas, a ratos no se le ha escapado ni el presidente Obama, a quien ha llegado a calificar de “inepto”, él, que no conoce ni la “i” de política. Pero sigue adelante. Dice que nadie lo detiene. Su inconsciencia le hace perder la noción de que todo tiene un límite. Pero la ambición también ciega.

En cierto lugar de la Mancha –como se dice—también se ven cuadros parecidos: poderosos en riquezas, que igualmente no duermen tranquilos por el escozor que les causa la ambición de querer atrapar el poder político, a como haya lugar: falseando, mintiendo, calumniando, desfigurando la realidad. En su insomnio maquinan toda suerte de estratagemas enfiladas a debilitar a quienes ejercen ese poder, sin reparar en que si éstos lo ostentan es por la voluntad de quienes realmente son los depositarios y mandantes de ese poder: el pueblo, la totalidad de ciudadanos honrados y esforzados.

Tales situaciones y actuaciones, que se dan con clara consciencia de lo que se hace –sabiéndose que no está bien, que no es nada bueno—, también son producto de la ignorancia. Y de la peor clase. Propia de gente que, aunque parezca “letrada”, no lo es, sino ignorante. Demuestran ignorar algo elemental: la operación constante en todo ámbito de una ley natural y divina, la de compensación. Todo lo que el hombre piensa, dice o hace, para sí mismo o para otros, bueno o no bueno, tiene su retribución, su paga, que recibe más temprano que tarde, a menudo sin querer entender o poder explicarse el por qué –aunque en su interior sí lo sepan. (Coincidiendo con esto, que ya estaba escrito, se produce el estallido de la bomba:  capturan a Saca, Charlaix, Rank y Funes). ¡Ah caray! Y faltan otros, muchos, del mismo jaez.

Pues si, escamonearle el salario justo al que le ayuda a generar su riqueza (ofrecer una miseria como salario mínimo); esquilmarle el diezmo al tonsurado que ora por él, u ocultarle o darle otro rumbo distante el tributo que debe pagar por sus ganancias al erario público, es demostración de una total inconsciencia y a la vez ignorancia. Y más grave es aún si en todo ello van envueltos los sagrados intereses de una gran comunidad como  lo puede ser la población de una Nación.

La ley divina de la compensación está siempre actuando, en el plano terrenal y en el divino. La Biblia ejemplifica esto con el caso del rico Epulón (que he mencionado varias veces) negándole las migajas que caían de su mesa al menesteroso, a la puerta de su casa; al morir ambos, en el otro mundo el pobre gozaba de cosas buenas mientras que el rico carecía de todo y le imploraba al pobre una ayuda… Es la rueda de la vida. Ahora estamos arriba, mañana podemos estar abajo.

Todo lo anterior parecería una alegoría; no lo es. Es para que el que tenga oídos, oiga, y el que tenga ojos, vea. La vida, con todas sus circunstancias, no es una alegoría; es una realidad palpitante.

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