Omar Salinas
Ingeniero en Energía y Analista en Política Pública
América Latina enfrenta un dilema histórico: posee una de las mayores reservas de recursos naturales del planeta, pero continúa dependiendo de energías caras, contaminantes y tecnológicamente importadas. La paradoja es tan profunda como reveladora: los países con más potencial energético son, al mismo tiempo, los más vulnerables a la volatilidad del petróleo y al endeudamiento estructural que impone el mercado global. La transición energética, más que un asunto técnico, se ha convertido en una prueba de soberanía económica y política.
Durante décadas, el modelo energético latinoamericano se edificó sobre la exportación de materias primas como petróleo, gas y carbón, mientras los productos de valor agregado provenían del extranjero. Esta ecuación mantuvo una dependencia tecnológica que impide que los países de la región desarrollen una industria energética propia, moderna y sostenible. Los intentos de diversificación suelen quedarse en proyectos aislados o condicionados por préstamos internacionales que reproducen el mismo círculo de dependencia.
El cambio climático y la presión internacional por reducir emisiones han abierto una oportunidad única para redefinir este modelo. Sin embargo, la región avanza de manera desigual. Chile y Uruguay lideran la incorporación de energías renovables, mientras otros países siguen anclados en subsidios al combustible fósil y en la retórica del desarrollo limpio sin inversiones reales. El discurso de transición energética se ha vuelto una consigna más que una política estructural.
El desafío central no está solo en cambiar de fuente energética, sino en cambiar de paradigma. Sustituir el petróleo por el sol o el viento no basta si la tecnología, el financiamiento y la propiedad siguen concentrados fuera de la región. Una transición energética sin soberanía tecnológica equivale a cambiar de amo, no a emanciparse. América Latina necesita dominar el ciclo completo, desde la generación hasta la innovación y el control de sus redes eléctricas e infraestructuras críticas.
México, con su posición geográfica estratégica y su experiencia en producción y refinación, tiene un papel clave en este proceso. Su cercanía con América del Norte y su vínculo histórico con el resto de América Latina lo convierten en un puente natural entre dos realidades energéticas: la industrial del norte y la productora de recursos del sur. Si México fortalece su cooperación técnica y tecnológica con Centroamérica y Sudamérica, podría contribuir a un verdadero equilibrio continental basado en la complementariedad y la independencia regional.
La dependencia de capital extranjero en proyectos de energía limpia también implica riesgos geopolíticos. China, Europa y Estados Unidos compiten abiertamente por espacios de influencia en el suministro de litio, cobre y energía verde. El peligro radica en que los países latinoamericanos vuelvan a convertirse en simples proveedores de materias primas verdes, sin participar en la cadena de valor del conocimiento ni en la creación industrial que genera riqueza real. Lo que hoy se presenta como cooperación energética puede terminar siendo una nueva forma de colonización tecnológica.
Por otro lado, la energía es también una cuestión de justicia social. En gran parte del continente, millones de personas siguen sin acceso estable a electricidad o dependen de combustibles contaminantes para cocinar y calentarse. La transición no puede plantearse solo en términos macroeconómicos o ambientales, sino también como un proceso de democratización del acceso. Un sistema energético justo debe ser, ante todo, inclusivo y accesible para las mayorías.
La energía solar del norte, el viento del Cono Sur, la hidroelectricidad amazónica, la geotermia centroamericana y la fortaleza energética de México podrían articularse como los pilares de una auténtica plataforma de desarrollo para América Latina. Estos recursos, en lugar de ser tratados como mercancías exportables, deben considerarse reservas estratégicas al servicio de sus propias regiones y de la integración continental. México, con su posición geográfica y tecnológica privilegiada, puede convertirse en un puente natural entre América del Norte y el resto de América Latina, contribuyendo a la integración energética y al fortalecimiento de la soberanía regional.
América Latina no carece de recursos; carece de voluntad coordinada para convertir su energía en independencia, su tecnología en conocimiento y su diversidad en poder colectivo.
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