Él votó

Julio César Orellana Rivera,

Escritor

Para Carlos Caravantes

Espantó su sueño el estado febril y la intensa cefalea que lo martirizaban desde hacía algunas horas. Por fin, después de las tres de la madrugada, con dos pastillas de acetaminofén MK, un paño húmedo sobre la frente y un conteo que sobrepasó el centenar de ovejas (no solamente contó ovejas sino también vacas, cabras, venados y alguno que otro animal doméstico que la vigilia y su magín le permitieron enumerar), logró conciliar el sueño, ahuyentar la fiebre y el dolor de cabeza. Antes de dormirse se encomendó al santo de su devoción y cuando despertó, el desvelo había hecho mella en su rostro.

Sabía que mañana (más bien el día de hoy) tendría que acudir a las urnas, porque el período de mandato del actual presidente estaba dando patadas de ahogado. Iría tempranito, a las siete de la mañana. Justo cuando la campana de la iglesia daba el último toque para completar la hora de apertura del centro de votación, él hacía fila y se esmeraba por entrar. La atmósfera era tensa. Mientras esperaba ingresar, gente de ambos partidos, identificados son sus respectivas camisetas se azuzaba mutuamente con palabras llenas de odio y de rencor. Algún incidente grave hubiera ocurrido de no ser porque la Policía Nacional Civil impuso el orden en tan acalorada discusión, que llegó, incluso, hasta el improperio.

Por fin entró, y a un orientador electoral le preguntó sobre  cuál de las urnas, según su apellido le estaba asignada para votar. El orientador electoral, con el documento de identidad del votante, buscó en el padrón previamente ubicado en las paredes externas de los salones de clases. En una fórmula impresa, con tinta verde y  letra garabateada escribió el nombre, apellido y número de urna dónde le correspondía emitir el  sufragio: Juan Castro, urna 5136. Preguntó al orientador electoral sobre la ubicación exacta de la urna asignada; este, con una uña roñosa, en el croquis, le mostró el lugar.

— ¡Justo, aquí es! — dijo, señalando con su uña mugrienta y afilada, que traspasó el papel.

En el ínterin iba pensando en la grave enfermedad que lo tuvo postrado y que aún  lo tenía pisando la línea fronteriza con la Muerte. Los galenos  ya le habían  dado su dictamen con un gesto sombrío:

— Usted, señor Castro, es mejor que regrese a casa; aquí, el inquilinato, ya no le sienta bien.

— ¿Qué me quiere decir con eso, doctor Martínez? ¿Es que mi familia ya no tiene fondos para seguir pagando el hospital?

— ¡No! Su familia tiene una fortuna como para pagar este y cuarenta hospitales más, señor Castro. Lo que intento decirle, es que su cuerpo ya perdió toda voluntad para salir de este trance.

Recibió la infausta noticia como una dinamita que le estalló dentro de cuerpo. Su semblante se tornó hosco y movió la cabeza con torpeza e impotencia, como diciéndose: «¡No puede ser, no puede ser!»

— ¿Me está diciendo que soy un desahuciado, doctor?

— Sí, que sus esperanzas de salir con vida de este hospital  son nulas: Lamento darle la penosa noticia de su situación, pero debo cumplir con mi obligación de informarle, la ética me lo exige.

— Descuide, sabré salir y levantarme de este abisal.

— Que pase un  buen día, señor Castro.

El médico le dio la espalda. Iba a traspasar el umbral, cuando la voz de Castro lo detuvo.

— Por lo menos, tenga la bondad de decirme cuál es la enfermedad que me humilla.

— Mis colegas y yo, aún no sabemos ni el origen ni el sustantivo de su enfermedad. Tal parece que la bacteria se multiplica a su antojo y las defensas de su cuerpo están avergonzadas de su pobre actuación.

— Lo entiendo, doctor.

— Nuevamente, aunque parezca irónico, que pase un buen día.

— Gracias, doctor. Que sus buenos deseos hacia mí se reviertan en usted.

Salió el galeno más jorobado que de costumbre, pensando en cuál sería la reacción posterior que tomaría su paciente al regresar a casa. Sabía que muchos desahuciados optaban por el suicidio. «Pero en fin, ¿qué perdería Juan Castro con el suicidio, si ya todo lo tiene perdido?,» pensaba el doctor Félix Martínez. «El suicidio es un modo de demostrar el valor de enfrentarse a la Muerte, y justo cuando ella quiere arrebatarnos la vida, por dignidad, nuestra mano, se convierte en el ángel  suicida que, al final, solo al final de la gresca, nos entregamos generosamente a  sus caprichos», caviló.

Juan Castro tenía un nudo de pensamientos en su cabeza. Se bajó del catre, y frente al crucifijo, a la izquierda de la cama, se arrodilló poniendo sus manos dispuestas para la oración. Se aferró a San Antonio de Padua para que este intercediera  ante Dios y le quitara las cadenas que lo ataban a su enfermedad. Le pidió con fervor  y profunda fe, cuya inmensidad sólo era superada por el inmenso firmamento, que era la parcela de Dios Omnipotente, Omnisciente y Omnipresente en quién él creía y en quién depositaba toda su confianza. Derramó toda clase de oraciones conocidas en su infancia, unas aprendidas de memoria y otras inventadas en el momento supremo de su aflicción. Más que oraciones fue una conversación sincera en la cual le exponía a Dios lo que con antelación sobradamente  conocía desde siempre. Le pedía que le perdonara todas sus faltas por graves que fueran, incluso, aquella en la que siendo un teniente de escuela le fracturó los brazos  y la columna a uno de sus alumnos, y aquella en que habiendo hecho rehén a un guerrillero lo asesinó, porque no quiso «colaborar», y luego, a golpe de hacha  lo desmembró y lo arrojó al río. Recordó hasta la maldad más ínfima, y de todo eso le pidió perdón. No sintió cuál o cuándo fue el momento que todo su cuerpo entró en éxtasis; pero lo que sí recuerda es que varias de las enfermeras lo auxiliaron, llevándolo  a la cama porque estaba tendido sobre el piso y justo es ese momento despertó.

El restablecimiento de su quebrantada salud había sido un milagro de los Dioses, porque nació evangélico, se volvió al judaísmo, abrazó a Mahoma, a los mormones y últimamente, hablaba la lengua católica con la que se sentía muy a su gusto. Él mismo, en carne propia, sintió que había visitado los abismos del Infierno cuando la enfermedad lo volvió una piltrafa. En ese trance vio a Satanás y a la Muerte (con cuernos) juntos, que lo llamaban y lo invitaban a quedarse en ese paraíso maldito; pero siempre hay una mano amiga que no lo abandona a uno. Fue entonces cuando escuchó clara y potente una voz que decía: ¡Sé fuerte, hijo mío, Yo, Tu Salvador, no te dejaré morir!

Momento supremo fue ese en que ambas Instituciones Evangélicas tiraron con fuerza,  cada quién a su lado, logrando que el frágil lazo se rompiera, y cuando el sujeto y objeto de su lucha quedó sin aliento en el centro de aquella arena, el Hijo del Hombre se fue de bruces a una ciénaga que tras su espalda estaba. La mayor de las desgracias la llevaron La Muerte y Satán que, al recular involuntariamente  fueron a golpearse la cabeza con el tronco de un vetusto conacaste, talado con la intención que las infernales calderas se alimentarán de él. Perdieron el conocimiento y la batalla. El Hijo del Hombre, bastante asustado, creyó haber perdido un alma y con rapidez se incorporó. Húmedo, con todo el cabello en su rostro, lleno de lodo que ni la cara se le veía y sus impolutas vestiduras, ahora cochambrosas y feas negaban toda prestancia y rasgo divinos. Por sus sandalias hechas un asco sintió un gran temor, porque  eran nuevas y un regalo del Padre en su cumpleaños, y no pensaba más que en la tremenda represión que Este le haría  como premio a su descuido. Bien, así y como estaba no terminó de verse y levantó a Juan Castro. Vio que era todo un monumento a la desgracia. Si lo cargaba en sus hombros todos los congregados en el Cielo le dirían que para qué querían un costal de papas, habiendo tantas vituallas en esa región bendita. Así que dispuso, con magia, pegarle unas alitas de cucaracha, para que él solito planeara por los aires y llegaran  los dos a su destino como plumas empujadas por el viento.

— ¿Y por quién votará usted, profesor  Castro? —  le dijo Álvaro Nóchez, un exalumno suyo del Instituto “Francisco Gavidia”.

— El voto es secreto, Álvaro.

— Pero no entre nosotros, profesor.

— Pues más entre nosotros — dijo Castro, como poniendo un tapial entre los dos.

— ¿Por qué?

— Porque…

Y no halló una justificación de peso, que sostuviera su falta de confesión.

— Porque así lo decido yo, porque así se me antoja… por boberías — dijo finalmente.

— La enfermedad lo desbarajustó. Usted no era así antes de sufrirla: era un hombre inteligente, analítico,…

Dejó suspendida la oración, porque Castro lo interrumpió.

— Es posible que sea así. Yo  mismo estoy consciente de que no soy el de antes, luego que la enfermedad abatiera a mi espíritu.

— Entonces dejémonos de rodeos y dígame por quién votará, profesor.

— No te lo puedo confesar, Álvaro. Personalmente quebrantaría mi ética si con mi boca lo publicara.

— ¡Qué ética ni que nada! Esas son boberías que los políticos han acuñado en su afán por reinventar la política, que de nada ha servido.

— Boberías o no, no te lo puedo confiar y además, la Democracia misma me da ese derecho.

— Sí, la Democracia le da ese derecho, entonces la Democracia debería darle también la libertad de decir por quién votó y por qué el sufragio lo emitió por este o por aquel partido, aunque fuere un votante de la institución política de su simpatía o de su antipatía.

— Eso es muy subjetivo, porque yo puedo decirle a alguien que voté por el partido de su preferencia, aunque en verdad haya votado por otro. La verdad sólo la sabrá Dios y mi conciencia.

— Pero, ¿por qué mentir, cuando se puede decir la verdad y la Democracia me otorga ese derecho?

— Son puntos que podemos abordar en otro momento y en otro lugar, aquí ya se acabó la mecha; la urna en que votaré está a unos pasos.

— De acuerdo, profesor. Y por favor, vote con la mano izquierda o con la derecha, como usted prefiera.

Lo que Álvaro había olvidado desde sus tiempos del Instituto, es que el profesor Juan Castro tenía habilidad para escribir con una u otra mano y que la letra era la misma si la hacía con la diestra o con la siniestra.

— Soy ambidiestro, Álvaro.

— ¡Ah, sí lo olvidaba, profesor! Es un punto en mi contra

— Desde luego que es uno en tu contra, pero eso no le resta puntos a tu inteligencia.

— Es un gusto haberle visto, profesor. Adiós.

— Adiós, y nos vemos en otra ocasión que el tiempo tenga justo la medida de nuestro tiempo.

— Sí, y que el viento no sople en contra.

La fila de la urna 5136 se había estirado como un acordeón. Los votantes estaban incómodos, porque la cola no avanzaba ni disminuía según el gusto de cada quién y el Sol  estaba violento, que sus rayos parecía lanzarlos con saña sobre la pelambre de algunos votantes y sobre la calva de otros.

Lo que se percibía era que todos los miembros de la junta receptora de votos, a excepción del presidente, eran primerizos en lides electorales.

— Entregue la papeleta, cuando el elector ya esté firmando — le decía el presidente a la secretaria; si no se nos va a hacer un solo desorden.

— Está bien, don Carlos.

— ¿Y a qué horas vamos a pasar? — se escuchó, severa y con vigor la voz anónima de un votante.

— Tenga paciencia, por favor, que si no el desorden va a primar más que el orden y la buena conciencia, y eso no lo queremos, ¿verdad? Paciencia, por favor, paciencia, todos vamos a pasar – dijo Carlos Camacho.

— ¿Más paciencia todavía? ¿Y cuándo iremos a pasar? ¿Cuándo anochezca? —  refunfuñó alguien por ahí.

Por fin, después de más de veinticinco minutos llegó el turno del profesor Castro. El procedimiento de rigor. Camacho le pidió amablemente el documento de identidad y que le mostrara sus manos para asegurarse que no había votado antes ese mismo día; corroboró que la fotografía correspondía a la del sujeto que tenía enfrente. Luego en el padrón de búsqueda encontró y verificó que a ese votante le tocaba votar en dicha urna. Puso el sello en el espacio para ello dispuesto:

VOTÓ ELECCIONES          PRESIDENCIALES 2009

— Correlativo 2513 — le indicaba Carlos Camacho a Joaquina López que, aunque pertenecieran a diferentes partidos,  la confianza había terminado por ganar una guerra ficticia que en sus mentes habían urdido.

Era una confianza obligada, porque la secretaria se sentía como huérfana sin saber qué hacer y forzosamente, tenía que apoyarse en alguien que conociera de esas labores. No había otro más que Carlos Camacho. Más que llamarle confianza, ella se sentía vulnerable.

«¡Aunque sea en este tonto me voy a apoyar!,» pensó.

Aquel aprovecho ese resquicio de vulnerabilidad. De sobra está decir que empezó con sus chanzas y flirteo a Joaquina López, que hasta con gracia la bautizó «JLo», por su distante parecido a la artista de origen puertorriqueño.

Joaquina López o «JLo»,  con anticipación había firmado la papeleta. Una firma demasiado ilegible y un sello estampado en la misma, eran un símbolo personal que la investía de autoridad.

— Diríjase al anaquel, ahí está el crayón — dijeron en coro, «JLo» y Carlos Camacho.

Así lo hizo Juan Castro. Sabía que estar frente a la papeleta lo hacía muy poderoso y que la decisión que tomara hoy lo haría responsable de cinco años duros en el ejercicio del poder.

Agachó el rostro y vio en la papeleta las dos banderas; luego lo alzó y entre su vista recortada por el anaquel y el toldo, encuadró a doña Soledad que venía presurosa a emitir su voto. Doña Sole estaba como quería. Unas caderas bien pronunciadas y firmes, y unos muslos nada ásperos que se imaginaba detrás del bluyín le daban una agilidad de gata salvaje, y más cuando en el vaivén de su marcha, los pechos generosos insinuaban querer salirse de la blusa bastante pegada a su piel. Se solazó con semejante monumento, y en ese instante recordó sus días de enfermedad, del voto hecho al santo de su devoción, de socorrer a toda viuda que quedara en el desamparo y necesitada de amores para desterrar su desconsuelo, y pensó: «Esta es mi oportunidad.»

Admirándola, tal y como era, se olvidó del asunto que lo había congregado en ese centro escolar y con el crayón dibujó una equis. Cuando bajó la vista, la equis estaba en el centro de la papeleta y tocaba, con sus líneas a ambas banderas. En el conteo de votos sería un voto nulo, de seguro, intención que él, jamás ni nunca, ni por asomo había tenido en su cabeza.

Jueves 26 de marzo – jueves 02 de abril de 2009

Ver también

«Orquídea». Fotografía de Gabriel Quintanilla. Suplemento Cultural TresMil, 20 abril 2024.