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El sueño de un imbécil (3)

René Martínez Pineda
Sociólogo, UES

Me están echando tierra encima y dicen una última plegaria. El cementerio queda completamente solo. Él y yo; yo y él; el utopista y el imbécil, así de solo está. No puedo mover ni el dedo izquierdo del pie derecho. En los días más cruentos tenía visiones de mi entierro, y esas visiones siempre tenían que ver con un espacio frío y húmedo. Un frío depredador que recorría mi cuerpo de arriba a abajo, desde la punta de los pies hasta la punta de las pestañas.

Estaba tendido y rendido y, cosa rara, no esperaba nada porque era, en sentido literal un muerto-viviente que aceptaba su destino sin poner peros en la lengua. Todo estaba húmedo y seco al mismo tiempo. A estas alturas no se si ha pasado un año, un día, una hora, un minuto o tan solo un segundo, eso es lo de menos bajo tierra. Sobre mi frente, apuñada por el certero desconcierto cayó una gruesa gota de miel putrefacta que había roído la tapa del sarcófago; a la primera le siguieron miles más hasta hacer naufragar mi cuerpo. Quise gritar con todo mi ser para romper la inmovilidad y romper el hechizo del sueño del imbécil, pero eso es imposible porque la utopía es un mal incurable. Pensándolo bien, no hay nada más racional que saberse muerto estando vivo, como es mi onírico caso. El ser enterrado por los detractores es su patética venganza al sentirse hundidos frente al suicidio por conciencia que busca una mejor vida ulterior para la mayoría.

El silencio unánime prolongó su imperio, lo que me hizo sospechar que todo iba a cambiar más temprano que tarde… o algún día. Los rígidos cimientos de la tumba empezaron a temblar. Sin embargo, no sabría decir si me estaban exhumando o enterrando más hondo. Abrí los ojos: la noche era densa y negra, nunca había visto tal oscuridad teniendo los ojos abiertos.

Y volvemos a lo mismo. Todos se ríen de mi por ser un utopista, un ingenuo; un imbécil para usar sus palabras. Me miran a los ojos y se ríen y me gritan que los sueños solo son sensaciones imposibles que brotan del corazón, y que el corazón es un órgano irracional, el más irracional de todos los órganos porque cree tener como arteria principal la lealtad. ¡Puta, qué risotadas desmadejan en mi propia cara! Claro que solo yo era quien estaba convencido de la materialidad de aquel sueño y de que solo en él era posible sobrevivir a la realidad de miseria que, estando despierto, se restregaba en mi rostro y en mi corazón. Hasta tal punto es una realidad el sueño del imbécil que se convierte en algo fascinante, maravilloso y tangible, tanto así que al despertarme tengo la fuerza suficiente para pregonarlo con palabras sencillas y sentimientos complejos. De forma consciente yo mismo me siento obligado después a inventar detalles, paisajes, personas, casas, y eso se debe a mi apasionado deseo de construir un país que sea el referente de la utopía aquí en la tierra como en Bolivia. ¿Cómo no voy a creer que ese sueño es una realidad después de varios siglos de pesadillas infames?, ¿podría la realidad incluso ser mucho mejor que el sueño mismo, ser mucho más diáfana y más alegre y más colectiva de lo que yo cuento una y otra vez a pesar de las burlas?

En determinadas circunstancias, como cuando me siento impotente, temo que el sueño solo sea un sueño y que nada de lo que en él veo sea realidad algún día porque eso es peligroso. Eso es. Quienes tenemos esos sueños somos un peligro para el orden y el progreso capitalista y merecemos la cárcel o el psiquiátrico, lugares estos dónde lo despiertan a uno de golpe y porrazo.

Me desperté sentando en el mismo sofá. Apenas estaba recobrando la conciencia cuando sentí el hormigueo de la soga en mi cuello, tensa y hambrienta, pero por instinto la alejé de mí, sin embargo, no pude, porque ya era parte de mí cuello. La verdad es tan revolucionaria como inexorable, aunque a veces confunda los sentidos y los pasos dados y por dar. Debo hallar las palabras adecuadas para dejar de arar en el mar y ser objeto de las burlas de los que creen que soy un imbécil… No debo, ni quiero, ni puedo creer que el mal sea una condición normal en las personas, pues eso sería ser en verdad un imbécil. ¿Quiénes son los imbéciles de la vida: los que sueñan o los que no sueñan? Y de nuevo las burlas de los que se creen iluminados. Se que muchas veces me confundiré y hasta confundiré el camino, lo se muy bien, pero seguiré soñando en la colina del imbécil, y de ser necesario hasta aprenderé a hablar con otras palabras, no importa que tarde en ello más de mil años.

Ignoro cómo se construye una utopía, pero se a la perfección cómo se viven en el infierno. No debo perder las palabras ni debo dejar que los conceptos malparidos colonicen mi exiguo intelecto y confisquen mis depredadas fuerzas. Y ahora soy yo el que se burla de aquellos que se burlan de mí. El sueño de un imbécil. ¿Qué es el sueño de un imbécil?, ¿acaso la vida en apatía crónica no es el signo inequívoco de los imbéciles?, ¿qué es más irracional: soñar con la libertad y la justicia o vivir en estado de esclavitud?, ¿acaso no es necesario perfeccionar las armas del esclavista para destruirlas después sin dejar latente la posibilidad de que resurjan bajo nuevas formas?

Quizá sólo falta algo por agregar: a lo mejor es cierto que ese sueño jamás se va a cumplir; a lo mejor la utopía ya no existe y, peor aún, a lo mejor ella misma no sienta ganas de existir… Pero, a pesar de todo, yo seguiré siendo su pregonero, su indigente, su último espectador. Y pensar que sería tan fácil: en un día, en tan solo un día con todas sus horas quemadas minuto a minuto, todo podría hacerse realidad.

Reconozco que tener conciencia de la vida es superior a la vida en sí, porque la trasciende; y reconozco, también, que el conocimiento de las leyes de la utopía rebasa a la utopía, porque es su partera empírica. ¡Eso es lo que hay que hacer! Y yo lo haré, aunque se burlen de mí unos mil años más.

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