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El poder de la ‘Ley de Murphy’

Luis Armando González

La “Ley de Murphy” es célebre por lo recurrente de su cumplimiento en las situaciones más diversas. O sea, es una “Ley” para la que, por sobre los argumentos, abundan los ejemplos en su favor. En una de sus formulaciones, la mencionada ley dice que “si algo malo puede pasar, pasará”. En otra formulación: “que lo que está en camino de ir mal, terminará mal”. Usualmente, no toma en cuenta el, o no se le da el suficiente realce al, factor temporal implícito en ella; y es el tiempo el que marca la pauta en los procesos o acontecimientos que se encaminan hacia el desastre, el deterioro o el fracaso. Sin duda, hay sucesos de corta duración que desembocan en desastres estrepitosos, pero hay otros -y son muchos- en los cuales el desastre es resultado de una acumulación, dilatada en el tiempo, de un deterioro (fallas, errores, desgaste) de pequeñas dimensiones que, con el correr de los años o las décadas, desemboca en un descalabro de enormes proporciones.

Lo que la “Ley de Murphy” nos viene a decir es que cuando cosas malas van sucediendo lo más seguro es que les sigan otras cosas malas y así en lo sucesivo hasta que su acumulación sea tal que no haya vuelta atrás. Y “cosas malas” aquí no tiene un significado moral, sino práctico: decisiones equivocadas, errores, deterioro, y semejantes. Se trata de una formulación no solo persuasiva, sino poderosa para comprender, por ejemplo, lo difícil -imposible dirán algunos- que es, llegados a un cierto punto, reparar un daño o recuperar una relación amorosa o de amistad que se ha deteriorado.

Sospecho que la fuerza de la “Ley de Murphy” proviene, por una parte, de su cercanía con el segundo principio de la termodinámica que dice que, en un sistema aislado, la entropía (que es la medida del desorden) aumenta con el tiempo. O sea, que con el paso del tiempo el desorden (el deterioro) afecta a las estructuras físicas, químicas, biológicas y sociales, así porque sí, sólo dejando que las cosas sigan su curso. Roger Penrose lo formula de esta forma:

“La Segunda Ley de la termodinámica no es una igualdad, sino una desigualdad que afirma simplemente que cierta magnitud conocida como la entropía de un sistema aislado -que es una medida del desorden, o ‘aleatoriedad’, del sistema- es mayor (o al menos no menor) en instantes posteriores que lo era en instantes anteriores… Lo que la Segunda Ley establece realmente, hablando en términos generales, es que las cosas se hacen cada vez más ‘aleatorias’. De modo que si fijamos una situación particular y luego dejamos que evolucione hacia el futuro de acuerdo con la dinámica, el sistema evolucionará a un estado de apariencia más aleatoria a medida que pasa el tiempo. Hablando en sentido estricto… es abrumadoramente probable que evolucione hacia tal estado más aleatorio. En la práctica cabe esperar… que las cosas se hagan cada vez más y más aleatorias con el paso del tiempo, aunque esto representa simplemente una aplastante probabilidad, y no una absoluta certeza” (R. Penrose, Ciclos del tiempo. Barcelona, Debate, 2014, pp. 10-12).

El desorden acecha por doquier. El orden cuesta: requiere, por ejemplo, que las entidades biológicas utilicen energía del medio para hacerle la contra a la entropía, pero hasta cierto punto. El envejecimiento y la muerte nos recuerdan lo inexorable de la segunda ley de la termodinámica. De este conocimiento se extraen lecciones útiles para la vida práctica, entre ellas que desordenar es más fácil que ordenar (por ejemplo, los libros en un estante se desordenan de la manera más fácil; ordenarlos lleva tiempo y consume energía); también que destruir es más fácil que construir (por ejemplo, construir una vivienda requiere un ingente esfuerzo; destruirla, mucho menos). Y ni el desorden ni la destrucción requieren de la intervención humana: dejados los libros o una vivienda, sin presencia humana, durante un tiempo suficiente estarán desordenados o destruidos. Pero la intervención humana puede acelerar esos procesos de deterioro, y también lograr algún tipo de reversión o corrección del mismo.         

Visto desde la entropía, la “Ley de Murphy” se hace más clara: lo que está en camino de ir hacia el desorden (deterioro), seguirá en ese camino y terminará en el desorden (deterioro). ¿Es esto inexorable o se puede detener o revertir esta tendencia al menos hasta cierto punto? Quizá sí, pero a lo mejor esto último sólo sea posible cuando el desorden o el deterioro comienzan a fraguarse o a mostrar sus destellos iniciales. Si el tiempo pasa y el deterioro se acumula será más difícil e incluso imposible cualquier reversión o corrección. Para entender mejor esto se hace necesario una referencia a la economía, que refuerza, en segundo término, el poder de la “Ley de Murphy”.

Y es que el asunto del deterioro progresivo de algo y las dificultades de revertir ese deterioro, a medida que el tiempo pasa y los “males” se acumulan, se puede ver a la luz de los costos en juego. Cuando las cosas comienzan a ir mal es poco costoso (se requiere un menor esfuerzo o menor energía) corregir la falla, pero si esa corrección no se hace y a esa falla sigue otra y otra, a partir de un determinado momento corregir las cosas será abrumadoramente costoso… y lo será menos sumar una falla más a las que se ya se tienen. La “Ley de Murphy” terminará imponiendo sus fueros. O sea, y aunque parezca tirado de los pelos, pareciera que, en las más variadas situaciones, llegados a cierto punto de deterioro resulta menos costoso seguir en el deterioro (por decisiones que se toman, por desgaste socio-natural, etc.) que intentar reparar lo dañado o que se ha erosionado. No es que sea imposible en términos absolutos, pero los costos elevados (energía, esfuerzo, tiempo, dinero, recursos, etc.) le ponen límites a las buenas intenciones e intervienen para que sea “abrumadoramente probable” que el deterioro, el desgaste y las fallas (la “aleatoriedad”) continúen.

No hay que ser muy sutiles para encontrar ejemplos de lo anterior, para el caso, en las relaciones amorosas, de amistad o familiares que se deterioran a una forma casi irreversible: cuando el deterioro (la lejanía, la frialdad, la desatención, etc.) comienza, resulta ser poco costoso contenerlo, pero no es infrecuente que esa contención no se haga… y el deterioro continúa hasta que, llegados a un punto, dar marcha atrás resulta ser de tales costos que lo menos costoso es continuar en la ruta del deterioro. Aplica también a decisiones empresariales, a las decisiones de gobierno, a las instituciones y a las relaciones sociales. Las malas decisiones, el deterioro y la erosión se pueden acumular en el tiempo, abarcando décadas (o periodos más largos de tiempo), de tal suerte que lo menos costoso sea continuar acumulando deterioro, errores y erosión.

Lo anterior no es una justificación para los desaciertos (personales, económicos, políticos o sociales), sino una manera de explicar por qué son tan frecuentes, es decir, por qué “lo que está en camino de ir mal, terminará mal”. Se puede, al menos, intentar evitar que las cosas terminen mal haciendo las correcciones en las primeras fallas (o primeros síntomas de erosión) que se detecten. El sentido común y las ciencias naturales y sociales son (o deberían ser) de gran ayuda para esos diagnósticos básicos. Y, ante fallas acumuladas con costos elevados para su atención, se las debería encarar con decisión, siempre y cuando ello sea decisivo para el bienestar de los seres humanos (lo cual debe ser respaldado, ante todo, con estudios científicos), sea a nivel mundial o a nivel de las naciones particulares. La “Ley de Murphy” no prohíbe esos cambios de marcha en los acontecimientos personales, sociales, económicos, políticos y culturales, pero es tan poderosa, aderezada con algo de termodinámica y teoría económica, que nos dice que esos cambios de marcha no suelen ser lo más frecuente.             

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