Omar Salinas
Ingeniero en Energía y Analista en Política Pública
Vivimos en un tiempo donde la información abunda, pero la comprensión escasea. Aunque el acceso al conocimiento nunca ha sido tan amplio, la capacidad de pensar con verdadera profundidad parece disminuir, como si la velocidad del mundo comenzara a erosionar la paciencia necesaria para entenderlo.
Este cambio silencioso se origina en la saturación digital, la rapidez con que consumimos contenido y la facilidad para obtener respuestas ya elaboradas: es el pensamiento inducido. Una forma de razonamiento que no nace de la reflexión personal, sino de la influencia externa; ideas que adoptamos sin saber de dónde vienen ni por qué las aceptamos. Es el reemplazo gradual del criterio propio por la comodidad de recibir conclusiones listas.
En este contexto, la superficialidad ha desplazado a la reflexión. Cada vez es más común que un contenido breve, una frase llamativa o una respuesta automática nos dé la impresión de haber entendido un tema. Pero esa impresión es engañosa. La comprensión real requiere tiempo, análisis y esfuerzo. Cuando aprender se vuelve un acto rápido y ligero, el pensamiento pierde solidez y la mente se acostumbra a lo inmediato. Una idea elaborada por otros no exige razonamiento; solo ser recibida. Y en esa pasividad se abre la puerta al pensamiento inducido.
Uno de sus efectos más silenciosos es que la mente deja de cuestionar. La curiosidad se debilita y la duda, base del pensamiento crítico, comienza a verse como un estorbo. Quien deja de preguntarse por qué, termina aceptando como cierto lo que le resulta fácil, conveniente o emocionalmente atractivo. Así, las explicaciones rápidas sustituyen los procesos profundos. Lo que se induce no es únicamente información, sino una forma de interpretar la realidad.
El historiador Carlo M. Cipolla lo señaló con claridad al describir a quien actúa sin comprender las consecuencias de sus actos. No se trata de maldad, sino de ignorancia activa: personas que opinan sin entender, repiten sin examinar y defienden ideas que no han pensado. El pensamiento inducido amplifica esta conducta. La persona deja de analizar para reaccionar. No desarrolla criterios; adopta los ajenos. No busca causas; acepta conclusiones. Y este patrón, repetido en amplios grupos, debilita la capacidad de la sociedad para razonar.
La falta de pensamiento profundo hace que muchas personas sean más fáciles de influenciar emocionalmente. Se acepta más la forma que el contenido, más el tono que los argumentos, más la emoción que la evidencia. En este ambiente, cualquier idea bien presentada puede convertirse en una “verdad aceptada”. No hace falta imponerla; basta con repetirla hasta que se perciba como familiar.
También se debilita la autonomía intelectual. Cuando el pensamiento externo se vuelve la norma, el propio se vuelve excepción. La persona deja de ser autora de sus ideas para convertirse en receptora de las de otros. La dependencia de herramientas digitales para interpretar la realidad acelera esta renuncia. La tecnología no es el problema; el riesgo surge cuando sustituye el juicio personal. Una sociedad que entrega su pensamiento termina adoptando sin resistencia lo que otros diseñan.
El debate público también se resiente. Las conversaciones se vuelven más impulsivas y menos razonadas. Los argumentos pierden espacio frente a reacciones inmediatas. Se habla para responder, no para comprender. El desacuerdo deja de ser una oportunidad de análisis y se convierte en una confrontación emocional. En ese ambiente, la manipulación encuentra un terreno ideal: la complejidad se reduce, los matices desaparecen y la verdad se simplifica hasta volverse un eslogan.
Aun así, el pensamiento profundo sigue siendo posible. Exige una decisión consciente: detenerse, analizar, dudar, preguntar. Pensar es recuperar un proceso que hemos ido cediendo. La reflexión no es un lujo intelectual, sino una protección frente a la manipulación y la pérdida del criterio. Implica comprender antes de opinar, examinar antes de aceptar, razonar antes de reaccionar.
La libertad intelectual no se pierde de golpe; se va desgastando en pequeñas renuncias diarias al esfuerzo de pensar. Por eso, preservar la profundidad en tiempos de saturación es esencial. La información puede orientarnos, pero no debe reemplazarnos. Una sociedad que no piensa por sí misma no necesita ser manipulada: basta con que otros piensen en su lugar.
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