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El “morbus terram” del virus de la desigualdad social

René Martínez Pineda

Sociólogo, UES

Se ha escrito millones de palabras afirmando que este coronavirus no entiende de límites legales ni de fronteras porque no entiende de clases sociales en el acto preciso de contagiar, aunque el peligro de contagiarse sí tiene que ver con dichas clases sociales: no es lo mismo vivir en una mansión que vivir en un mesón en condiciones de total hacinamiento; no es lo mismo viajar en bus que en automóvil; y, sin duda, no es lo mismo una cuarentena cuando se tiene dinero en el banco porque no se es parte del grandísimo grupo del “coyol quebrado, coyol comido”. Son millones de palabras que nos recuerdan lo que muchos no quieren recordar: los problemas históricos de nuestro sistema de salud pública (de todo el sistema público, más bien), los que salen a relucir únicamente en las pandemias. Pero, no sirve de nada solo hablar de lo que estamos pasando si no tenemos pensado remediarlo desde la acción ciudadana.

De entrada, se puede afirmar que las epidemias y pandemias son más problemas sociales que médicos debido a las condiciones de vida de la inmensa mayoría de la población. Y es que la salud y la enfermedad, como procesos histórico-sociales, van mucho más allá de lo sanitario. En términos estrictos, las personas no están sanas o enfermas por cómo funcionan los hospitales o por el tipo de leyes que tienen. Las personas de un país están sanas o enfermas por las condiciones de vida, por el sistema económico, por el monto de sus pensiones, por el peso de su salario, por el tipo y extensión de las prestaciones sociales, es decir, por el tipo de políticas públicas. Creer que una pandemia es algo puramente sanitario es sufrir de miopía, pues se pierden de vista lo social, cultural, económico y político. Una pandemia no se produce porque los países tengan más o menos hospitales (eso es crucial para atender a los pacientes ya cuando la enfermedad está instalada), se produce porque llevamos décadas destruyendo ecosistemas, por el modelo de turismo y de ocio o por ciudades totalmente subyugadas por el tráfico que acelera el ritmo de contagio.

Como anécdota podemos volver a los brotes de tifus del siglo XIX, en Europa, en los que algunos médicos empezaron a comprender que la solución médica era ineficaz si no se juntaba con las soluciones políticas, económicas y sociales. Eso fue un primer intento por destronar la tiranía de lo biomédico debido a su escasa capacidad comprensiva de la complejidad que implica una pandemia. La lección no fue tomada en cuenta ni aplicada. Claro que no se puede negar que los virus o bacterias son los que producen enfermedades, pero la pregunta es por qué esos microorganismos afectan más a unos que a otros. La respuesta siempre ha sido obvia: porque las condiciones políticas, sociales y económicas son distintas para unos y otros. Esa circunstancia es la que llamo “morbus terram” (territorio de la enfermedad) como un tiempo-espacio construido a imagen y semejanza de la clase dominante.

Si hablamos de que existen distintos “morbus terram” ¿entonces las epidemias y pandemias son construidas socialmente con conocimiento de causa o sin él? “Pandemias van y vienen y en los pobres se detienen”, pero es evidente que lo que vive el planeta en estos meses tiene un contexto históricamente determinado y, sin ese contexto, no se produciría como se está produciendo. Estamos frente al impacto de la intensificación de la movilidad en el mundo actual como factor precipitante-detonante de las pandemias, en tanto momento histórico con su propio territorio de la enfermedad. Y es que cada día tenemos contacto con más cosas y seres de la naturaleza como nunca antes en la historia y eso incide en la posibilidad de sufrir enfermedades nuevas porque se ponen en contacto mundos antes separados. Podemos estar más o menos preparados, pero el “morbus terram” está ahí, esperando.

Tratando de explicar lo que no se comprende, los infectólogos buscan asilo en figuras como la del supercontagiante, pero desde la perspectiva sociológica es más útil hablar de poblaciones supercontagiadoras. La diferencia en los términos se halla en la epistemología de lo cotidiano y es la misma que hay entre comprender la salud como algo individual o como algo colectivo. El discurso hegemónico neoliberal nos ubica en el ámbito de la salud del individuo como actor principal (comprador principal), y por ello alude a los derechos individuales, aunque atenten contra los derechos colectivos. Por ello, la sociología se ubica en la epistemología de la salud pública como hecho colectivo –per se- que conoce y reconoce que las poblaciones tienen distintos niveles de dependencia con ciertas prácticas socioculturales y de sobrevivencia que pueden acelerar el contagio: la informalidad y el sustento diario al menudeo que obliga, incluso en circunstancia de cuarentena y distanciamiento social, a estar en permanente contacto con: la señora que vende pan dulce; con el que vende pan francés; con el que vende las verduras; con la señora del queso; con el muchacho de la tienda de la esquina que vende budín en porciones; con quienes recogen la basura; con la muchacha que por las tardes vende empanadas de frijol y de leche; etc.

Hablar de que la desigualdad social es un factor determinante para comprender el impacto diferenciado de las pandemias es inventar de nuevo el agua hirviendo o encontrar, entre brotes y rebrotes, la orilla azul de la bacinica. No obstante, el discurso hegemónico (que se aleja más de los pobres en tiempos de pandemia), sigue negando (por aquello de que necesita explotar a diario a los trabajadores) que todos somos interdependientes porque nuestra salud depende de los están en la puerta siguiente, y siguen ocultando con dolo que la probabilidad de contagio es mucho mayor para aquellos que tienen que seguir trabajando en las cuarentenas. En ese sentido, un problema grave como este no puede tener una respuesta igual para todos, sino que debe recurrirse a una especie de realidad diferenciada: la pandemia afecta a todo el mundo, pero no afecta por igual a todo el mundo. Es precisamente en la afirmación “no afecta a todos por igual” donde la política tiene que evaluarse, ya sea porque premia la desigualdad social o porque la combate.

Si ponemos atención a lo realmente relevante, esta pandemia puede abrir las puertas para construir una realidad alejada de la exclusión social deliberada en función de acentuar la desigualdad social, una desigualdad que es más palpable cuando la reapertura de la economía va dejando como rastro rebrotes de contagio específicos que es necesario estudiar para comprender las condiciones concretas de las clases sociales mediante su indicador más fulminante: las desigualdades sociales que son producidas por un virus que ha asolado a la humanidad durante siglos y siglos; un virus letal que parece ser invencible hasta en el imaginario.

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