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El beso del escorpión (1)

René Martínez Pineda
Escuela de Ciencias Sociales, UES

La finca de café “Los Andes” –abandonada hacía cien años- seguía custodiada por un insalvable cerco de púas, el cual era espesado por todo tipo de hierbas irritantes y arbustos con espinas, tan letales como calientes, que impedían llegar hasta el casco. Pero la urgencia era tal, que mi esposa se atrevió a romper el cerco para impedir que yo muriera en la intemperie de la noche bajo el efecto del veneno del escorpión, que una hora antes, había besado mi talón izquierdo. La casa grande de la finca era vista en las sombras y desde ellas, una de esas edificaciones de madera y adobe en las que se juntan la melancolía rural y el obsceno lujo oligárquico, que por demasiados años han mantenido un paradójico concubinato en el campo.

A juzgar por el estado de las paredes, muebles, fotografías y patios, la finca fue abandonada a toda prisa, era evidente, además, que nadie había puesto un pie en ella, no tanto por respeto a la propiedad privada, sino a que se corrió el rumor de que el fantasma del General Martínez deambulaba por el lugar… Fusil en mano y con los huevos al aire para infundir aún más temor. Nos acomodamos lo mejor que pudimos en el cuarto más minimalista. Estaba situado –hablo del cuarto- a un costado de la casa principal, que esa sí, despotricaba todo el lujo posible logrado con el sudor de campesinos hervidos en café de exportación; los atavíos de la casa eran arcaicos y el aire interior rústico. Calendarios viejos colgaban de las paredes, que mudas, sostenían oxidados aperos de trabajo, así como una miríada de imágenes de vírgenes tristes y santos milagrosos empotrados en las cicatrices del adobe. Los santos y vírgenes que parecían empalados en las paredes, despertaron mi instinto religioso seguramente avivado por el delirio febril, que empezaba a sufrir debido al veneno. Cierra la ventana, le pedí, a Flor, como si al hacerlo deshiciera el hielo seco de la noche. Cuando me vio tiritando, prendió las velas de un candelabro de bronce, de cuatro brazos, puesto en la mesita de noche al lado de una cama apenas cubierta con un forro de terciopelo rojo. Más que rendirme al sueño quería repasar, en orden jerárquico, los santos y vírgenes de las paredes, siguiendo el manual que encontré bajo la almohada, contenía la descripción de sus poderes y milagros.

Leí todas las páginas; las leí todas, agudamente, buscando el milagro que acabara con el veneno; apasionadamente vi todas las imágenes. Las horas caminaron de puntillas -entre los quejidos del fantasma del General Martínez que nos buscaba- hasta arribar a lo más negro de la medianoche. Las cuatro lenguas del candelabro eran tizones al rojo vivo, que quemaban mis ojos, pero, para no perturbar a mi esposa, estiré con dificultad el brazo y lo alejé hasta que su luz cayó directamente sobre la pared. El cambio de posición se concretó en una situación sorprendente. Las cuatro lenguas abrieron un punto, que el ropero colonial mexicano de cedro, había ocultado fielmente, hasta entonces, en la sombra más insondable. Sin saber si era cierto o era el delirio provocado por el beso del escorpión, vi una pintura al óleo. Era el retrato de una mujer que entraba a la madurez y de cuyo cuello colgaba una cadena con dos pétalos de jade prehispánico.

Miré fijamente el retrato, luego apreté los ojos lo más fuerte que pude, como si con eso desaparecieran las telarañas distorsionantes, porque podía ser que estuviera viendo algo que, simplemente, era producto del veneno corriendo por mis venas y recuerdos. Ese fue un acto instintivo para serenarme y pensar con claridad; para asegurarme de que mis ojos decían la verdad y nada más que la verdad; para calmar y someter mi fantasía de pre-cadáver y así tener una suave y fiable contemplación de ese retrato fascinante que inundaba el cuarto con su luz. Unos minutos después volví sobre el retrato para que mi cerebro o mi nostalgia –quien llegara primero a la cita- tomara una decisión final que me pondría en este mundo o en el otro. Mi cuerpo gritaba que no podía seguir debatiéndome en la perplejidad, porque el beso del escorpión ya iba a cumplir su perentorio objetivo. No podía seguir perdiendo el tiempo dudando de lo que estaba viendo: el retrato de la mujer hermosa que como por milagro, había hecho menos doloroso el tránsito del veneno y con alevosía y ventaja, me había detenido en la caseta migratoria del purgatorio en la que se revisan los sellos de las cavernas oscuras visitadas.

El efecto del veneno me impide recordar, sí ya les dije que se trataba del retrato de una mujer hermosa. Abarcaba la cabeza, de la que se prendían unos hombros ejemplares y unos senos divinamente geométricos, pintados con la extinta técnica denominada “l’amour de ma vie”. La sonrisa, el perfecto seno izquierdo y hasta las leves olas del cabello se mezclaban en un maremoto, que le daba un toque salvaje al fondo del retrato: un cafetal invadido por campesinos en flor. El marco era del tipo bronce dorado cornucopia, mandado a hacer, en 1917, por el dueño de la finca, según relata el libro bajo la almohada. Al menos para mí, como pieza artística nada podía ser tan adictivo y tan embrujador como ese retrato, que era depurado por las sombras, por el efecto del veneno y por la magia del amor.

Pero, lo realmente fascinante no era la maestría del pintor ni la belleza indecible de la mujer, que parecía viajar en el tiempo a su antojo. En ese momento no pasaba por mi mente febril y en agonía, que el rostro perteneciera a alguna mujer viva y cercana. Unos minutos después de estar viéndolo firmemente, noté que el tiempo acumulado en las fisuras, las líneas y los gestos culturales –tanto del rostro como del marco- eran una fulminante paradoja, porque por un lado, me indicaban que el retrato tenía unos cien años de haber sido pintado; por otro, me clavaban la absurda idea de que la hermosa mujer era alguien que yo conocía en persona. Semejante contradicción me hizo explotar la cordura, y por un instante el veneno fue algo secundario e inocuo. Me pasé al menos una hora pensando intensamente en esa paradoja; acomodaba la almohada para ajustar la visión, pero sin apartar los ojos del retrato.

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