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Dimensión sociológica del Monseñor Romero del pueblo (2)

@renemartinezpi
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Al beatificarlo (siendo ya el santo de la utopía) sin más protocolo que la obscena publicidad burguesa (que, treatment con la boca torcida de disgusto, cialis recurre a minimizarlo o a cosificarlo, unhealthy treinta y cinco años después de que organizó pomposas y delirantes fiestas en sus mansiones para celebrar que lo habían asesinado, para vitorear que habían asesinado al cura “comunista” siendo fieles a su propaganda: “haga patria, mate un cura”), se le convierte en sustantivo abstracto, cuando es verbo concreto. Al beatificarlo, sin más parafernalia que el cinismo impune de sus victimarios que, para salir en la foto, asistieron al acto, lo convierten en muro y él es, como imaginario colectivo, como sentido común de la justicia, puente. Muro y puente son, desde la óptica sociológica de lo cotidiano, dos metáforas para conceptuar la conciencia social y dividir las opciones ideológicas.

Decir que lo mataron por “odio irracional” o que ofrendó su vida por amor, así en abstracto, es minimizar la lucha de clases, es subjetivar la explotación y desvirtuar la que con él se convirtió (desbordando peligrosamente los textos de Medellín, o poniéndoles carne, cara y huesos humanos) en “la iglesia de los pobres”, pero de los pobres de verdad, pues lo mataron por intereses de clase (para hacer funcional lo disfuncional mediante lo que Parsons llamó “ajustes”) lo que se puede negar en un discurso demagógico o en un artículo periodístico velado y sin neuronas, sin embargo… la realidad no sabe leer.

Y es que para el Monseñor Romero de los pobres -como profeta de la rebeldía que amó sin temor y hasta la muerte a su pueblo; como dimensión sociológica del liderazgo carismático con compromiso social genuino que en lugar de mendigar el pan pregunta el porqué del hambre- no era buena fama ni un prestigio para la Iglesia estar bien con los poderosos, con los ricos, con los genocidas, y sobre eso insistió durante toda su labor pastoral: “Éste es el prestigio de la Iglesia: sentir que los pobres la sienten como suya, sentir que la Iglesia vive una dimensión en la tierra, llamando a todos, también a los ricos, a convertirse y salvarse desde el mundo de los pobres, porque sólo ellos son los bienaventurados”. “Muchos quisieran –dijo, en 1978- que el pobre siempre dijera que es voluntad de Dios vivir pobre. No es voluntad de Dios que unos tengan todo y otros no tengan nada. No puede ser de Dios. De Dios es la voluntad de que todos sus hijos sean felices”. Lo anterior es, evidentemente, un discurso de clase social (que tuvo como respuesta las primeras amenazas a muerte), una especie de sociología de la religión que hay que rescatar de sus homilías para descubrir y decodificar la dimensión sociológica de Monseñor Romero, quien usó la palabra Dios –o la de Señor- para no usar la palabra “pueblo”.

En ese sentido Monseñor Romero es dimensión sociológica y, por tanto, es mucho más que una estampa en la pared de la sala iluminada por una veladora sin conciencia ni brazos; es mucho más que una imagen impresa en una camiseta que puede ser usada, incluso, por sus victimarios o detractores y, ciertamente, deber ser mucho más que un santo inocuo al que se le pida milagros, si es que se quiere honrar la sangre derramada impunemente. La dimensión sociológica de Monseñor Romero, entonces, hay que buscarla en su doctrina social que tuvo que salir del seno de la religión; en su olor a pueblo; en su discurso pastoral de clase social; en su valentía sin fisuras, ya que sabía que tenía una muerte anunciada. La dimensión sociológica de Romero hay que decodificarla a partir de sus homilías, separándola, con una pinza, de su doctrina y giros estrictamente religiosos que no podía obviar. Al respecto, él mismo afirmó que “la religión de misa dominical, pero de semanas injustas, no le gusta al Señor”, haciendo clara alusión a la doble moral y al discurso demagógico que, sobre la base de la ignorancia del súbdito, reproduce el poder establecido. Así, el Monseñor Romero profeta en su tierra reinventa la Iglesia, reinventa al sacerdote y reinventa la homilía, y los saca de la realidad de comodidad, de mucho dinero y de complicidad con la clase dominante en la que habían subsistido, y hace de los tres un único instrumento de reclamo de las injusticias y la represión. La iglesia se vuelve hogar sin servicios básicos ni comedor; el sacerdote se vuelve militante de la utopía; y la homilía se convierte en reflejo de la conciencia porque se convierte en lenguaje inteligible y, sobre todo, movilizador de la voluntad social que fue capaz de construir, sin más trincheras que los cuerpos-sentimientos y sin más armas que las consignas, el movimiento social más impresionante de América Latina.

El Monseñor Romero de los pobres, como profeta de su propia realidad, fue capaz de verse a sí mismo y de prever la división que harían de su legado después de su muerte (que inspira tanto amor como odio, porque eso caracteriza a los liderazgos históricos) al afirmar que: “cuando se le da pan al que tiene hambre lo llaman a uno santo, pero si se pregunta por las causas de por qué el pueblo tiene hambre, lo llaman a uno comunista, ateísta”, haciendo referencia a la persecución que le había decretado, públicamente, la oligarquía salvadoreña a través de los grandes medios de comunicación social como El Diario de Hoy.

Siguiendo, frente a sus feligreses, esa línea teológico-sociológica de denuncia es que les aclaró, a propios y extraños, que: “hay un ateísmo más cercano y más peligroso para nuestra Iglesia: el ateísmo del capitalismo cuando los bienes materiales se erigen en ídolos y sustituyen a Dios… y se tiene más fe en el dinero y en sus cosas que en el Dios que construyó las cosas y el dinero”. Ese tipo de reflexiones hechas desde el púlpito sin más guardaespaldas que el amor por su gente –y que no hacen muchos científicos sociales desde el suyo: la pizarra- es que Romero se preguntó, retóricamente: “¿De qué sirven hermosas carreteras y aeropuertos, hermosos edificios de grandes pisos, si no están más que amasados con sangre de pobres que no los van a disfrutar?” ¿De qué sirven –deberíamos preguntarnos hoy- hermosos centros comerciales si en ellos se exhiben las mercancías que el pueblo no puede comprar?

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