Sino de muerte en exilio
Rafael Lara-Martínez
Tecnológico de Nuevo México
Desde Comala siempre…
Mi hermano mayor murió antes que yo naciera. Ya nadie se acuerda de él, ni creo que a nadie le importe. La memoria es la facultad humana más maleable. Por belleza o necesidad vital, los recuerdos se acomodan a defender el presente de toda irrupción indeseable. Hay tantos muertos que sólo su prominencia suscita la mención. En ciertas regiones australes, rumoran, ese resguardo de la memoria colectiva se nutre del fiasco. Sé que en este país tales afirmaciones resultan dudosas e incitan la exclusión. Mas si me acerco al sitio que protege a mi allegado, pronto mudaré mi próxima morada hacia el olvido. Esculpiendo epitafios.
Ante la doble muerte enfrento el enigma de encontrar una lengua que refiera la ausencia. En la escuela me enseñaban que sólo el subjuntivo hablaba del deseo y de lo inexistente. Empero, luego inventaron que un método certero indicaba, sin nostalgia, lo revocado y abolido siempre. Desde entonces, los cadáveres escribieron y los más vivos hablaban por los muertos. Igualmente fueron exiliados los grupos que imaginaron un ente irrepresentable en lo infinito. La misma exactitud vedó su legado. Sin imágenes, los edificios abstractos se volvieron escombros y sus legajos quedaron sin libro ni fichero. El apego cartográfico de su letra —de diestra a siniestra— lo tachó la reprimenda, por imitar la ruta del sol en sus orlas luminosas. Del levante al poniente, de la vida a la muerte. Un “viaje a la semilla” señalaría el nuevo lapso del censor. En retroceso, del occidente al oriente, se circularía hacia el pasado como antes se transitaba cara al anhelo. Alba y crepúsculo en riña de obertura.
Hacia la época se arguyeron tres hipótesis del magno deceso: 1) ataque de un perro vecino, 2) muerte natural por contagio y 3) tristeza causada por el río. Sea cual fuere la verdadera causa, un tétrico fetichismo embargó mi nombre propio el cual se desvió hacia el de mis abuelos. Sin proseguir la tradición que me otorgaría el de mi padre. Su primera inicial quedó velada por temor que en mí se repitiera el augurio fúnebre de mi hermano. El llanto de las plañideras no alteró la tonada del réquiem en acuerdo coral a la explicación más conforme. De ellas aprendí a hablar tatuado de muerte. A la sombra de un reflejo distante.
La agresión animal culpaba a un perro bravo de la acción humana. La sospecha se cernía hacia abajo de una cima invadida por la pobreza moderna. Los ladridos y mordeduras —las mascotas matonas— materializaban el temor inefable de una imagen carente de palabras. Jamás se sabría si la rabia deponía el testimonio de una mascota —en defensa de la comarca— o nombraba la ira social ante el margen hambriento al acecho. Quizás se pensaba que los animales distinguían los privilegios sociales impresos en el cuerpo vivo de los intrusos. De los caminantes curiosos en una calle solitaria en la cumbre.
Tampoco los virus reconocían jerarquías. Ya no los expandía una pareja mítica, cuyo soplo nocivo impelía los niños a un fin precoz. La muerte natural proyectaba los problemas humanos —sin vacunas ni cautela— hacia un exterior inerte. Por tradición, el dolor familiar lo mitigaba el niño difunto hecho ángel. Alado se remontaba al único sitio imaginario donde reinaba la paz. R. I. P. La guerra en vida anticipaba maras porvenir. Ofrecía la única opción de perdurar en un mundo de constante conflicto. Absorto en la armonía de los inicios, la enfermedad infantil arrojaba al recién nacido hacia ese vivero primitivo. Preludio sosegado era el semillero materno. Caducaba en el plantío conclusivo que calcaba el origen.
Por hipótesis verosímil, sólo quedaba la tercera opción. El niño había muerto al sentir la pobreza que pululaba a su lado. A los pies de la loma, el río legendario lo infectaba la ciudad. Su desarrollo sustituía el musgo por el ácido de la escoria. Escritura rocosa de la sombra. Del zanjón, recorrido de un nuevo torrente poluto, ya no emergían duendes ni cipitíos medrosos. Se poblaba de barracas improvisadas entre el cartón y la lámina. Frágiles protegían a sus habitantes sin alivio. El mundo natural y el humano empobrecidos convertían los antiguos mitos en ilusiones decrépitas. La ciudad crecía desenfrenada en firme tala de fauna y de flora. En poda de vidas humanas al desempleo. Mi hermano murió en sacrificio de mártir inútil.
En la familia, jamás se habló de ello. El silencio transcribía la vivencia del luto doméstico. Las lágrimas resecas no teñirían ninguna página en blanco. Tampoco esculpirían epitafios ni réquiems. El silencio sólo lo insinuaban los rostros cada octubre. Breve como la ventisca polvosa, desbarataba piscuchas en la anchura. Acaso en ese tropo de humedad, su afán de vuelo remedaba el gesto de vidas secretas entre la afonía y la rutina. También yo prometí guardar voto de obediencia en la mudez. En la sordera ciega ante el desmayo.
Empero, al borde del eterno retorno, inscribo el último grito hacia mi deudo. Bullicioso se empina, tal cual el gemir de La Llorona que escucho hoy arriba de mí. Al abonar mi tumba de semillas en guayabo. Mi sepulcro vacío de ceniza y olvido. Ni siquiera se asoma el espectro de mi hermano. Sólo refiero los hechos desde la última escena, ya que ningún familiar está vivo. Salvo el perulero del jardín, cuya fruta declama el recuerdo del domicilio. Quien saboree su cosecha oblonga, podrá testificar cuál de esa doble muerte resulta más verdadera. La de un niño difunto ante la violencia social. Vaticinio que “todo tiempo pasado fue peor”. El funeral retraído del migrante en el desierto. Utopía que recicla la violencia. En capullo blanco, ambos aromas difuntos quedarán vivos en el testimonio de un garabato tallado en el tronco del guayabo.

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