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DE AZTLÁN A CUZCATLÁN

De guanaco a reptil

 

Rafael Lara-Martínez

Tecnológico de Nuevo México

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Desde Comala siempre…

El 17 de junio de 1975, F. T. salió de pequeño cuarto de azotea.  Vivía en un edificio situado al lado del metro de Chapultepec.  Sólo debía atravesar una pequeña glorieta, llena de vendedoras de comida, y un par de calles anchas para entrar al bosque.  Llegaba siempre por la calle que accedía el Kiosco del Pueblo.  Recorría a paso lento la avenida en circulo que recortaba los lagos, desde donde se observaba el Museo de Antropología a lo lejos.  Rara vez se detenía en el zoológico, ya que le disgustaba observar los animales encarcelados.  Hambrientos a la hora de la marcha.  Seguía de largo hasta la fuente Netzahualcóyotl, donde la curva regresaba hacia el tótem canadiense, el jardín infantil y, luego de una larga caminata, hacia la Quinta Colorada.  No perdía de vista el castillo en la cima del cerro que bordeaba al caminar.  Si lo recorría temprano, casi al alba, apenas escuchaba el rumor del tráfico que atravesaba Reforma, hacia el este, y Constituyentes, hacia el oeste.  Empero, ese día, la salida anticipada, antes del amanecer, le facilitó el paso ágil por el redondel, ya que sólo una señora vendiendo jugo se encontraba lista al comercio.  Le ofreció el habitual licuado de naranja con papaya que le suavizaba la molesta acidez.  Prosiguió su rutina diaria hasta llegar al lago que el camino hecho puente recortaba en dos.  Le asombró el reflejo luminoso de los astros en las aguas serenas.  No había más movimiento que una brisa sonora.  Las ramas de los ahuehuetes descendían en gran ímpetu en su deseo de rozar las leves ondas de la superficie.  Húmedas de rocío, las hojas las desbarataban sedientas.  Al levantar la vista advirtió que una barca se le acercaba, aun si a esa hora el alquiler se hallaba cerrado.  Una señora vestida de blanco la conducía como si fuese un velero, sin un remo a la mano.

—Sube, le insinuó con un gesto del brazo, en invitación cordial.

Pasmado, F. T. la rechazó de inmediato.  Le recordó una figura insigne de su país natal, aunque la hora desmentía su identidad.

—Ya sé quién eres, le respondió, ni loco me subo.

Se retiró de la orilla evitando el contacto directo, pero intrigado por la presencia.

—¿Por qué huyes de mí?, le replicó sonriente, ¿no ves por mi edad que podría ser tu abuela?

Al mirar de frente sus grandes ojos negros, recorrió el rostro estriado de arrugas que denunciaban su edad senil.  El cabello largo le rodeaba los hombros; crespo, le revivía la flor de izote en su memoria.  Acaso por el lustre blanco reverdecido en lama.

—Sí, claro, pero es que me acordé de la Sihuanaba.  A Ud. la confundí con ella.

—Es obvio que soy cihuatl, pero sin esa terminación que me atribuyes.

—Así le llaman a La Llorona hacia el sur, le aclaró F. T.

—Pero ahora vives en el valle central y te aseguro que pronto viajarás al norte.  Tu destino lo trazan las andanzas.  Sólo podrás asentarte en el lugar del origen, donde nadie reconozca tu nueva apariencia sin ese techo de tejabán.

Ante una sentencia tan drástica, F. T. evitó retroceder aún más; cambiando el tono de la voz inquirió.

—¿Cómo lo sabes; quien eres?

—Me conoces, pero mi nombre no importa.  Si consultas el Libro de las Transformaciones, hoy me toca a mí leerte el oráculo.  A ti que estudias la lengua de los ancestros.  Te anuncio que esas ideas no calan en lugares convulsos.  Vagarás —insisto— sin techo de tejabán que indica tu país natal.  Sin ese uniforme de guanaco lanudo, te remontarás hacia un origen más remoto que no señalo para animar su búsqueda.  Hacia ese lugar se dirigen todos los humanos sin saberlo.  Lo ignoran hasta descubrirse en una dualidad semejante a la mía.  Soy señora y ama de casa hacendosa por la mañana; niño recién nacido y guía hacia mundos paralelos por la tarde.  Así serás tú, camélido americano y lanudo ahora; lagartija sin ciénaga al atardecer.

Por décadas sin cambio, F. T. siguió rondando el bosque cada mañana, hasta que un día emigró.  Ya en la lejanía de otro altiplano, sin tejabán que le cubriera la cabeza, la lisura de su cráneo —árido de cáncer— le recordó la piel tersa del reptil que le auguraba la muerte.  Ese día sólo la Luna lo recordaba en el origen.

 

 Suicidio místico

Fuga en réquiem de JL (1983-2017)

Hay momentos cuando lo único que vale es rezar.  Repetir de memoria a ritmo pausado de mantra “Padre Nuestro que estás en los Cielos…”.  Sé que pronto me otorgarás tu veredicto final, pues a sorbo lento bebo el vaso de veneno que me concede tu Presencia real.  Acaso en breves instantes culmine el auténtico misticismo, en el encuentro efectivo con el Creador.  Nadie puede evadirlo.  Simplemente todos prolongan el intervalo al volverse adictos a la comida.  Su vida-adicción encubre la nueva droga del crimen culinario.  Matan animales cuyos cadáveres absorben luego en aderezo.  En paradoja, los ingieren por el mismo órgano corporal que les sirve a expresar tu Palabra.  Por esta razón se ignora cuál sea el rastro más estricto.  El de la memoria que se exhibe en indicio del pasado.  El matadero que exigen quienes organizan tales desplantes de huellas históricas.  Persiste el rastro en dúo musical: degolladero de animales y reliquia humana de la memoria.

 

Siempre he pensado en la discrepancia tremenda entre comer y hablar.  Quizás también el besar.  El maldecir y bendecir se confunden en el mismo contrasentido del espíritu humano.  Por la boca inhala alimentos al sobrevivir en el cuerpo.  Por la misma abertura exhala nombres al perdurar fuera de sí en la palabra.  Es difícil aceptar ese triple réquiem cotidiano que llamamos desayuno, almuerzo y cena.  Al instante cato su sabor amargo en la cicuta que me salvará de este destino depredador.  La que culmina en el éxtasis Divino.  Por eso ciertas culturas prohíben la carne de animales simbólicos, mientras otras les cambien los nombres para ocultar su precedencia cruel.  Salvo en pueblos distantes, ya perdimos la noción de sacrificio, la de matar una bestia —tensa en su sentimiento— desangrarla como vampiros y destazarla, para luego venderla en tajadas suculentas.  Otro trago de veneno agrio me acerca del éxtasis Divino.  “Santificado sea tu nombre”.

 

A esta denuncia del crimen primordial —del sacrificio culinario— se añade la flacidez de mi cuerpo, cada vez más endeble.  Varios achaques graves me afecta el vestido biológico del alma.  Lo ideal sería cambiarlo de igual manera que, por el sudor, a diario mudo de camisa.  Sería un simple trasplante para el avance técnico actual.  Empero, en esta sociedad de consumo, los asuntos de salud los complica la medicina vuelta negocio.  Hemos perdido los derechos humanos elementales.  La vivienda decae entre champas y barriadas que pululan al lado de mansiones pomposas.  La educación apenas progresa, orientada hacia lo utilitario, y la salud pública no provee los medicamentos básicos para el alivio del pueblo.  Tal sería lo justo.  Por derecho de vida, todo ser humano obtendría su dote de casa, instrucción e higiene corporal.  Por mi suicidio, “hágase tu voluntad aquí en la tierra, así como en el cielo”, donde me darás “el pan nuestro de cada día” en el alma.

 

Mi vida transcurre al aceptar el dolor con amor.  Lo consentí por años.  Quistes que me corroen la columna.  A diario, me quebrantan el porte y encorvan el ánimo.  Pierdo el equilibrio físico y moral.  La decisión mengua y ya no me valgo por mí mismo.  Cojeo entre el pie izquierdo que ya no funciona y la sarna que me excava túneles bajo el espíritu marchito.  Una doble roña me autodestruye pese a las personas que aún me aman.  Pocas ya que casi nadie me entiende.  Mi suicidio puede tildarse de egoísmo, pero los años se suceden y el sufrimiento crece a mayor prontitud que la ilusión de un futuro.  Yo lo considero verdadero amor por mí mismo.  Dejar esta Tierra cuya mayor ofrenda ha sido el tormento.  Al ensimismarme y hundirme la única esperanza es vagar en nube y como la niebla rondar entre la fronda.  Humedecerla cada 3 de mayo.  Temprano, regaré los cogollos antes de florear.   Por eso, malogrado, me marcho precoz como la Estrella Matutina quien prepara el alimento íntimo de esta comarca.  Como la Vespertina que nos conduce hacia lo secreto.  “Y perdona nuestras ofensa, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”.

 

No espero piedad alguna si antes no me arrepiento de mis actos.  Toda enmienda personal antecede la clemencia Divina.  Por este lamento, líquido espeso en veneno, rectifico previo al indulto que al instante se avecina.  Los espasmos se aceleran en el estómago, mientras la baba escurre espumante de los labios entreabiertos que se entiesan.  Las manos tiemblan.  El cuerpo se estremece, mientras la sangre hierve hasta quemar la piel tatuada de cometas en ronchas de lava.  Las luces celestes me acercan al Creador y predestinan mi porvenir de celaje.  Ese deambular eterno que de lo sólido me licúa hasta volverme vapor a la deriva.  No habrá alto ni anclaje que me sujete a un sino preciso.  Regido por el giro perenne de los astros y del Tao.

 

Es cierto que mi carne carcomida de ponzoña se deteriora.  Enrojece palpitante al sumergirse en los tóxicos que me acercan al Creador.  Empero, mi navío espiritual seguirá bogando cual nube inmaculada.  Este día de la muerte despejan los Cielos para darle cabida a mi vocación aérea.  Se arraigará en el Empíreo, de igual manera que los huesos —la materia dura de mi cuerpo— persistirá enterrada por siglos en testimonio escrito de mi presencia superficial y mundana.  La única que la historia se vanagloria en recordar.  En este olvido perenne, “líbranos del mal”.  Mantén firme mi vocación de nubarrón lluvioso al ceñir la piedra y la semilla en retoño.  Bajo el atuendo de nube en llanto, abonaré de musgo la roca y la semilla de cieno.

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Salarrué contra la Iglesia Católica en 1932 (VII Final)

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