Omar Salinas
Ingeniero en Energía y Analista en Política Pública
Argentina reedita hoy un viejo guion económico bajo el gobierno de Javier Milei, quien impulsa la venta de activos estatales, la fragmentación de empresas públicas y la apertura total del mercado energético. Lo que el presidente presenta como un nuevo liberalismo es, en realidad, la reedición de un modelo neoliberal ya fracasado que el propio mundo capitalista abandonó por inviable. Lo que se anuncia como una revolución económica no es más que la restauración de fórmulas que históricamente demostraron su ineficacia y su costo social.
Formado en la Escuela Austríaca y en el monetarismo ortodoxo, Milei sostiene una visión de Estado mínimo: aquel que no produce, no regula y apenas recauda. Afirma que el sector privado es más eficiente que el público, pero la experiencia histórica demuestra que la eficiencia sin regulación termina en concentración, abuso y desigualdad. Con esa lógica, su gobierno ha emprendido una de las mayores operaciones de desarticulación del aparato estatal desde la década de 1990.
El punto de partida fue la Ley Bases y Puntos de Partida para la Libertad de los Argentinos (2024), aprobada por el Congreso con mayoría ajustada. La norma autoriza al Ejecutivo a privatizar más de 40 empresas estatales, entre ellas Energía Argentina S.A. (ENARSA), Aerolíneas Argentinas y AYSA, otorgándole amplios márgenes de decisión sin control parlamentario. A ello se suma el Decreto 1569/2025, que habilita la venta de las principales represas hidroeléctricas del país: Alicurá, El Chocón, Cerros Colorados y Piedra del Águila.
También se anunció la venta parcial del 44 % de Nucleoeléctrica Argentina S.A. (NASA), operadora de las centrales Atucha I, II y Embalse, mientras ENARSA será fraccionada para concesionar gasoductos y terminales de GNL. Incluso la empresa minera Río Turbio fue transformada en sociedad anónima, paso previo a su privatización. En conjunto, estas medidas configuran un hecho inequívoco: Argentina está literalmente en venta.
El discurso de Milei repite el manual neoliberal clásico: privatizar para atraer inversión, eliminar subsidios, dolarizar contratos y reducir ministerios. Pero el mundo ya cambió. Hoy, las principales potencias fortalecen la inversión pública en energía, tecnología e infraestructura. Incluso Estados Unidos, emblema del libre mercado, ha destinado más de 370 mil millones de dólares a subsidios industriales y energías limpias bajo la Inflation Reduction Act, demostrando que el Estado sigue siendo un actor central en la economía moderna.
Las economías más desarrolladas comprendieron que el dogma del mercado absoluto no garantiza desarrollo, y que sin planificación estatal no hay competitividad real.
En casi todo Occidente, el neoliberalismo perdió respaldo político y social, desplazado por modelos mixtos que equilibran mercado y Estado. Ni siquiera los países capitalistas más liberales conservan sus viejas recetas; las reemplazaron por políticas industriales y sociales adaptadas a los nuevos desafíos globales. Sin embargo, Argentina parece avanzar en sentido contrario, adoptando como novedad lo que en realidad es un anacronismo económico que el mundo ya superó.
El caso energético lo demuestra: privatizar represas, centrales nucleares o empresas estratégicas no es una simple decisión económica, sino una cesión de soberanía. La energía define la autonomía industrial y la capacidad de desarrollo de una nación. Cuando tarifas y contratos quedan bajo control privado o extranjero, la política energética deja de responder al interés público. La llamada eficiencia se traduce en tarifas dolarizadas, dependencia tecnológica y pérdida de control nacional.
El neoliberalismo ignora un principio esencial: el mercado no es moral ni equitativo. Su lógica busca maximizar la ganancia, no garantizar derechos. Cuando el Estado renuncia a su función reguladora, las empresas priorizan las zonas rentables y marginan las menos productivas. Privatizar energía, agua o transporte equivale a convertir derechos esenciales en mercancía. En su versión extrema, este modelo no promueve competencia, sino dependencia: una forma de feudalismo corporativo, donde pocos concentran poder y el resto queda subordinado a su lógica.
Los resultados de ese modelo son conocidos. Chile lo ensayó primero en la región, con crecimiento económico pero sin desarrollo real. En los años noventa, Argentina perdió soberanía económica, aumentó la desigualdad y terminó en crisis. Lo mismo ocurrió en El Salvador tras los Acuerdos de Paz de 1992, cuando el partido ARENA aplicó políticas similares: privatizó bancos, telecomunicaciones, pensiones y la distribución eléctrica. Aquella modernización prometía prosperidad, pero dejó un país dependiente de remesas, con desempleo estructural y desequilibrios sociales profundos, cuyo vacío institucional dio origen a nuevas formas de organización violenta y control social fuera del Estado.
La entrega de sectores estratégicos a intereses privados debilitó la planificación nacional y amplió la brecha entre la élite económica y la población trabajadora.
Hoy, Milei propone libertad, pero la libertad de mercado sin regulación termina siendo la libertad del más fuerte. Lo que el neoliberalismo llama eficiencia suele significar exclusión, y lo que denomina modernización se traduce en pérdida de soberanía. Con este enfoque, Milei no está construyendo un nuevo modelo liberal, sino debilitando las bases de las propias derechas modernas, aquellas que combinan libertad económica con pragmatismo social.
Es un error creer que lo social sea patrimonio exclusivo de la izquierda o del comunismo, modelos que también demostraron su fracaso. El equilibrio entre crecimiento y justicia distingue a los Estados modernos de cualquier dogma ideológico. La verdadera fortaleza de una nación no depende de su etiqueta política, sino de su capacidad para armonizar libertad y equidad. Y cuando un gobierno confunde ideología con gestión, lo que pone en riesgo no es su identidad, sino el porvenir mismo de su país.
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