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Ajuaterique, como dejar de morir todos los días

Perla Rivera Núñez /

Poeta hondureña

Siempre me preguntan, como es usual,  dónde nací. Pues mis raíces profundas están en un pequeño pueblo fundado en 1650. Ubicado en la parte nor-oeste de la ciudad de Comayagua, en el centro de Honduras. Su cabecera municipal es Ajuterique, a 87 kilómetros de Tegucigalpa, la ciudad capital de la República.

Intento escudriñar de dónde viene mi amor por el arte, encuentro algunos indicios que vienen de la rama paterna. Mi padre y mi abuelo; exquisitos calígrafos y mi abuela Ángela una amante del bordado. Cuenta una de mis tías que pasaba horas bordando hermosas mantas, aquellos lindos tapices para envolver el manjar de nuestros dioses indígenas: las tortillas.  Recuerdo sus tiernos ojos azules, si, azules y su cabello largo como una cascada amarilla y luminosa, fumaba y siempre me acariciaba la cabeza.

La casa de la abuela Ángela era pequeña pero con un patio bonito, ahí estaba el almendro, aquel imponente árbol de mis recuerdos. Ella me ofrecía un recipiente para recoger los ansiados frutos regados por todo el patio. La última vez que la vi caminaba con dificultad.

Mis abuelos maternos eran poesía pura, un amor que solo la muerte pudo separar. Nena tenía colección de novenas a todos los santos y libritos de oraciones, aquellos tesoros forrados con tela de colores llamativos que guardaba en grandes baúles de madera. Estos estaban forrados por dentro de forma maravillosa y que era la tortura a mi curiosidad. Más de una vez los abrí para escudriñar debajo de su ropa olorosa a almidón, los pequeños compendios de oraciones religiosas.

Mi abuela Nena era una lectora voraz, siempre exigía que le acompañasen en sus oraciones, con el premio de un biscocho que guardaba celosamente en la mesita cerca de su cama.

Mi abuelo Vicente, de alma libre, guapo y bien vestido no renunciaba a los placeres de una buena cerveza y un puro artesanal de la pulpería de Don Celín, que yo a escondidas de Nena le compraba. Era nuestra complicidad, y un vínculo aparte el tráfico de esas pequeñas libertades.

Llego a la conclusión que los mejores recuerdos de mi infancia están ahí, enterrados junto a mi ombligo, y digo enterrados porque cada vez que pongo un pie en mi pueblo vienen los recuerdos a rescatarme de la realidad que muchas veces nos ata.

La pequeña biblioteca que mamá formó, su búsqueda por el saber, los libros de papá y su amor por la poesía son indicios del amor que me inculcaron por esto que hago, que muchas veces me salva y que disfruto cada día; el placer de escribir.

El significado del pueblo es también poesía ´´ Cerro de las tortugas´´, curioso nombre por la ausencia de las mismas en la actualidad, pero quizás fiel reflejo de la perseverancia de este pequeño pulgarcito donde nací.

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