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Vulnerabilidad: el sinónimo geográfico de pobreza (1)

René Martínez Pineda
Sociólogo, UES

El Salvador del pueblo; el pueblo de El Salvador; mi pueblo, para decirlo con un sentido de egoísmo colectivo que va más allá del concepto que se queda mudo en la fangosa realidad del territorio; mi pueblo, mío y nuestro, son cientos, miles, millones de hombres y mujeres tirados en el tablero del “no te enojes” de la pobreza como si fueran los dados de un juego imposible de ganar por las buenas, porque esos millones carecen de un dios todopoderoso que los libre de todo mal o de una docena de dioses mundanos a los cuales recurrir para ganarse el premio de la abundancia del pan. El pueblo de El Salvador que se ha olvidado de salvarnos, son esos millones de personas arrojadas al barranco en el que rezan para que la lluvia no sea un dios desalmado que les niegue la existencia mínima porque, parafraseando a Heidegger, la existencia del ser humano es la de un “ser arrojado”, la de millones de “seres en el mundo del país” en el que la existencia mínima es una ley cruelmente autoritaria de la que toman conciencia cuando el agua les llega hasta el cuello y, entonces, la muerte es lo único que les cabe esperar.

Dios o los dioses –eso depende de la religión que profesa el fulano o la zutanita-, siempre ha sido la mejor coartada para explicar lo bueno y lo malo que nos pasa. El corrupto –de cuyo cuello cuelga un crucifijo de oro puro o la foto del pastor fornicario que, en pleno trance alucinógeno, le profetizó que sería presidente de la República- le agradece a dios la buena suerte que ha tenido estos años, o el haberlo puesto ahí, justo ahí donde hay dinero; el que ve morir soterrada a su familia o ve su casita deshecha por la correntada, lo insulta por ser un dios malo y feo, o se humilla ante él para aminorar su impotencia; la mujer que ve llorar de hambre a sus hijos, le promete firmes y placenteros milagros al dueño de la tienda; la joven hermosa que no quiere ni debe perder el empleo en el próximo recorte de personal, busca el milagro verde de los dioses paganos en las manos venéreas de hombres comunes y corrientes que tienen cuentas corrientes. Y es que, dijo Galeano, “uno busca a dios en los demás. O en la naturaleza, una bella energía del mundo, a la vez terrible y hermosa”. Eso, más que una filosofada del uruguayo entrañable, parece una amenaza que se cumple en cada invierno, en cada peste, en cada crisis económica que deja más ricos a los ricos.

Podría decir, siguiendo a otros, que dios y los dioses nos han abandonado y por eso sufrimos mil calamidades, pero si hacemos el recuento de nuestras historias y nos percatamos de que ellos nunca han estado con nosotros, entonces no hay tal abandono, lo que hay es un repentino abrir de ojos que hace que el corazón sienta todo el dolor del mundo. Los dioses y dios son la nostalgia de lo que nunca hemos tenido ni vivido, por eso no recordamos cuándo fue la última vez que descendieron a la tierra o emergieron del inframundo para beber en la boda de un devoto notorio, fiesta a la que invitan a los de arriba y a los de abajo, pero todos saben que cuando termine el bullicio cada cual regresará al lugar de donde vino. Para efectos prácticos y referencia certera, digamos que el dios que habita en las nubes, y los dioses que moran en las cuevas que están camino al centro de la tierra, nunca han compartido la mesa con nosotros porque el semen ralo que nos dio el primer apellido no merece el respeto de los que lo dominan todo. Como si fuéramos el Galeano de venas abiertas, cuando naufragamos en las correntadas de las tragedias nos preguntamos: “¿Dónde está aquel dios que tuve de chico y que era mi amigo en las misas y que un día se me cayó por un agujerito del bolsillo y nunca más lo encontré? Después sabemos que lo estamos llamando por otros nombres simples y dulcitos. Por eso la palabra dios puede definir a la bella chica que nos trae los cafés” en las tertulias (o nos alucina con sus pies perfectos caminando de puntillas a nuestra cama para aliviarnos la fiebre dejada por el huracán que siempre busca el cauce que lleva a nuestras casas).

Galeano, junto a escritores como García Márquez, Saramago y Octavio Paz, se dio a la tarea de advertirnos de la soledad en la que habitamos adorando dioses sin que éstos nos adoren a nosotros por ser pueblo descalzo. Nietzsche abordó la situación de desamparo teologal desde la reflexión oscura del existencialismo sin existencia, al igual que Dostoyevski lo hizo en “los endemoniados”, novela en la cual nos habla de las debilidades humanas ordinarias y de cómo las personas son arrastradas a un mundo de ideas destructivas a través de la ingenuidad que siempre termina en el desamparo de los escapularios inocuos. Se trata, entonces, de reconocer que el mundo –ese tablero de ajedrez de la pobreza en el que somos los peones que han sido puestos para ser sacrificados- es habitado por mortales que le alquilan deterioradas habitaciones de paso a los inmortales, y cuya trama cotidiana culmina en el centro del problema que aqueja al mundo de los pobres (los mortales): reducir la vida a escuchar nuestros propios rezos… y nada más, pues ante el infortunio ha sido históricamente recurrente pedir la ayuda o la compasión de los dioses. Pero estos no oyen.

Sin duda, los dioses y dios han cerrado las puertas de sus paraísos privados para evitar que los inmigrantes ilegales entren a ensuciarlo y, entonces, lo único que podemos hacer es rezarle a la justicia terrenal para ver si con ella tenemos suerte sin necesidad de sobornarla con el diezmo que no tenemos. Ahora bien, ¿existe realmente algo a lo que se le pueda llamar “justicia terrenal” o es otro invento de los dioses para mantenernos ocupados?, ¿sinceramente es factible o accesible el poder milagroso de suplicarle a un vecino o conocido para que actúe con altruismo desinteresado y con un sentido profundo y mundano de lo justo?

Las tragedias nos hacen pensar en nuestra ingenuidad e impotencia cuando no queda más remedio que ponernos en las manos de otros sin saber si estos oirán nuestras súplicas. En esas tragedias suplicantes que nos muestran lo vulnerables que somos, nos convertimos en el Gregorio Samsa que sufrió una metamorfosis terrible en su habitación; o somos el capitán Ahab cuando estaba frente a frente a la ballena blanca que le arrancó la pierna izquierda y el alma; o somos la réplica de las víctimas de “las uvas de la ira” de Steinbeck, o los protagonistas funerarios de “la boca de la tormenta” de Eugenia Almeida… y somos ellos en nuestras propias tragedias porque, como ellos, imploramos la presencia inmediata de dios sin ser escuchados.

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