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¿Perdón y olvido ?

“Jonathan Tempestad”
Marc Ingelbrecht

1 ¿Como te llamas compita?

-Yamileth.

¿Y cuantos años tienes?

-Trece.

Apenas se escuchaba la fina voz de la cipota. Sus ojos cafés me observaban con una mezcla de miedo y curiosidad. Intentaba sonreír, cuando una tos fuerte sacudió su delgado cuerpecito.

Fíjese compañero que la pobrecita ya tiene casi un año que le molesta esa tos.

Hice jarabe con cutucos como usted me dijo, pero nada…

La señora que acompañaba a la cipota me sacó de mi observación de la muchachita pechita y aunque morena, pálida.

Recordaba que la señora meses atrás me había pedido un remedio para una niña que tenía gripe y tos, y que entonces le había indicado preparar un jarabe con la tripa de la fruta del cutuco y miel de abeja.

¿Y que más le molesta?

-Se ha apechado bastante y caso no tiene fuerza para hacer nada.

Antes bien alzaba un cántaro sin problema.

Y ahorita apenas aguanta caminar.

Eso me ha costado traerla hasta acá.

¿Y está desganada?

-Fíjate que no… Todo lo contrario…

Y casi se me olvidaba…

También escupe sangre después de toser.

Probablemente tuberculosis, pero ¿cómo confirmarlo? Solo tenía un estetoscopio maloso y un termómetro que me ayudaban en mis diagnósticos durante las consultas…

Al acercarme a Yamileth con el estetoscopio se escondió tras la señora, que yo pensaba era su mamá.

-No tengas miedo Yamileth…

Eso no duele, no te haré daño…

-¡Ah pues, no seas babosa Yamileth!

El solo te quiere ver los pulmones…

La cipota de seguro no sabía qué eran los pulmones, ni mucho menos donde quedaban, sin embargo, se fue acercando despacito.

-Quítese la camiseta un momentito Yamileth.

Volcó la vista hacia la señora y al ver la señal afirmativa se desnudó el pecho.

Después de examinar detenidamente su pecho huesudo, no quedaba mucha duda.

Tenía ambos pulmones afectados por la tuberculosis.

La señora parecía leer mis pensamientos y preguntó:

-¿Esta picada de los pulmones verdad?

-Sí, así es..

-¿Tiene algún familiar que esta así?

-No, ella no tiene familia. Los cuilios mataron a todos en El Calabozo.

Un escalofrío me pasó por la columna. Yamileth era una de las muchas que habían perdido su familia en la masacre de agosto 1982 por el Batallón Atlacatl .

-¿Y usted es familia de ella?

Guardó silencio un rato la señora, moviendo nerviosamente la falda entre los dedos de las manos.

-No… No soy nada de ella…

Pero a mi me mataron todos los niños con una bomba…

Otro silencio durante el cual la señora quedaba con…

-Y como la pobre quedó sola, yo me hice cargo de ella…

Era la solidaridad entre los oprimidos que tantas veces había visto entre los campesinos que habitaban las zonas bajo control de la guerrilla. Muchos huérfanos habían hallado así su segunda familia.

-Fíjese compañera que Yamileth está bastante grave…

El tratamiento que necesita es bien largo.

Es mejor que quede con nosotros mientras se cura.

-¿Y no lo puedo llevar a casa y dar la medicina yo?

Me hará falta la cipota en la casa…

-No solo es dar medicina…

También necesita una dieta con huevos, leche, carne y frutas…

Para darle fuerza para vencer la enfermedad.

Se entristeció la señora y algo con vergüenza contestó:

-Para eso si no tenemos cómo…

Apenas nos ajusta la tortilla con frijoles.

Quizás mejor que quede con ustedes…

-¿Pero la puede venir a visitar?

2

Así llegó Yamileth a nuestra clínica. Pasaba días enteros observando todo, pero no hablaba con nadie. Pensábamos que le hacía falta su mamá adoptiva, pero aunque a diario le venía a visitar, tampoco ella le hacía hablar. Unas poquitas palabras, nada más.

Un mes después del ingreso de Yamileth, el plan CONARA obligó a los últimos civiles de la zona a salir a los refugios. CONARA plan hecho con base a las experiencias contrainsurgentes norteamericanas en Vietnam, para la población significaba bombardeos, mortereos, ametrallamientos, destrucción de sus viviendas y cosechas… Pero más que cualquier otra cosa, el temor a nuevos masacres como los del Río Sumpul, El Mozote y El Calabozo les hizo decidir a abandonar las tierras que les vieron nacer y crecer.

También los padres adoptivos de Yamileth se iban. Y querían llevársela. Cuando estábamos preparando a la cipota para que se fuera con ellos, ella nos miraba con los ojos llenos de lágrimas. Con voz ronca y temblorosa, soltando las lágrimas murmuró:

-¡Yo no voy! Yo quiero quedarme con los compas.

Aquí mataron a mi mamá, mi papá, mi hermana y todos mis hermanitos…

¡No puedo irme!

Sus palabras nos cayeron como un balde de agua helada. La decisión que reflejaba su voz nos asombró. Y nadie, ni nada le hizo cambiar de idea. Al preguntar por qué se quería quedar contestó firmemente:

-Yo quiero ser guerrillera…

Como el Che…

Días antes en un acto por el aniversario de la Revolución cubana, habíamos hablado del Che. Pero nadie se había percatado entonces del efecto que eso había tenido en la cipota. Insistimos que se fuera entonces, y que una vez mejor, regresara. Pero fue inútil. No la pudimos convencer.

Nos dábamos cuenta de que su silencio no había sido por melancolía. Había puesto todos sus sentidos en función de asimilar lo que hacíamos y decíamos. Y eso parecía haberle hecho decidir quedarse.

-Quiero ser guerrillera, mamá y papá.

Si me voy con ustedes me moriré allá.

Déjenme con los compas.

Por favor…

Cayó un largo y difícil silencio y las palabras de Yamileth vibraban en nuestros oídos.

Por favor, no me lleven…

Con el dolor en el alma sus padres adoptivos nos encargaban el cuido de la cipota. Y se fueron… A compartir la amarga vida de desplazados de miles de salvadoreños.

Días después ellos nos mandaron un pequeño paquete… Traía la medicina para Yamileth que hasta entonces no habíamos podido conseguir. Podíamos comenzar el largo y pesado tratamiento.

3

Curar un enfermo de tuberculosis en condiciones favorables no es cosa fácil. Se necesitaba descanso y una alimentación especial. En la situación nuestra era doblemente difícil.

La salida de la zona de toda la población civil hizo perder las cosechas de maíz y frijoles. El ejército sembraba terror en las zonas aledañas para evitar que nos abasteciéramos. Por varios meses las tortillas de maíz desaparecieron de nuestro menú. Tortillas de maicillo con un poquito de frijoles, pipianes o sal era nuestra dieta diaria.

Sin embargo, para Yamileth siempre lográbamos conseguir maíz, leche en polvo y a veces huevos. Los compas además cazaban garrobos, cusucos, tepezcuintles, culebras o víboras y también iban a pescar chimbolos, pepesca, cangrejos y camarones. Por lo general lográbamos mejorar suficiente la alimentación de la cipota enferma.

Después de un mes de tratamiento comenzó a manifestarse la neuritis óptica, efecto colateral de los medicamentos para la tuberculosis y que consiste en afecciones de la vista. Hacía pocos días Yamileth se había incorporado en las clases de alfabetización, pero pronto los problemas de la vista le impidieron seguir las clases. Se entristeció mucho por eso porque se había entusiasmada con aprender a leer y escribir.

Me decía a cada rato:

-Yo quiero ser brigadista, Jonathan.

Yamileth ya no era la cipota callada de antes. No hablaba mucho pero lo que decía coincidía con el dicho popular: ‘poco pelo, pero bien peinado’. En muchas ocasiones nos dejó perplejos por la decisión y la disposición que reflejaban sus palabras.

En muchas ocasiones anteriores había visto estas características en el humilde pueblo salvadoreño. Pero hasta entonces nunca en una muchachita de trece años, aunque años después me di cuenta que Yamileth no era la única, ni la excepción.

Se iba apropiando de todo lo que hablábamos sobre la Revolución, sobre nuestros héroes y mártires, sobre el Che, sobre la nueva sociedad y el hombre nuevo… Parecía una gran esponja…

Pero no solo asimilaba, también expresaba lo que ella había logrado entender de lo que hablábamos. Soñaba muchas veces en voz alta. Se entusiasmaba con la idea de un país donde todos los niños estudiarían, donde no existiría hambre, donde habría medicinas y hospitales para todos. Apenas había comenzado las clases de alfabetización, pero afirmaba sin espacio para que dudáramos:

-Iré a la Campaña de Alfabetización.

Ya no podrán engañar a nadie…

Hablaba de la necesidad de luchar, del sacrificio, de la disciplina y mística como el mejor comisario político. Se volvió la flor de la clínica con su infantil entusiasmo y sinceridad.

Días después de que comenzó a manifestarse la neuritis óptica conseguimos la vitamina B, medicina para disminuir los efectos secundarios de su tratamiento. Yamileth ya casi no podía caminar entonces por la parcial ceguera, pero no se ahuevaba por nada. Sentía que la medicina le caía bien porque se había disminuido la tos y ya no escupía sangre.

Todos nos preguntamos cómo hacer con la cipota cuando el ejército a principios de septiembre lanzó un operativo sobre la zona. Preparamos una hamaca para llevarla. Pero Yamileth no quiso que la anduviéramos así.

Tengo buenos mis pies compas.

Puedo caminar, solo que me den la mano y me digan que hacer para no caer.

Y así nos movimos con la cipota casi ciega por varios días. Esos operativos del ejército le afectaban físicamente, pero de ninguna manera anímicamente. Todo el contrario, parecía fortalecer su convicción. Nos dijo en un momento de descanso:

-Quiero luchar, Jonathan. ¿Oyes?

Ya nos han hecho sufrir demasiado.

Me atormentaba con sus palabras esa pequeña salvadoreña. Entre los conocidos en mi país pocas veces había visto una decisión de lucha como en Yamileth. Y los pocos habían pasado de los veinte años. Era un gran punto de interrogación para mí el por qué Yamileth se había apropiado tanto de la causa revolucionaria.

No podía leer, ni escribir, tenía apenas trece años, estaba jodida de salud ¡pero quería luchar como el Che!

Compartía el ideal revolucionario del Che, de Farabundo Martí, de Fidel…

Pocos adultos, universitarios, y hasta gente que se consideraban como progresistas, estaban dispuestos a luchar por el bienestar de otros como Yamileth.

Sin lugar a dudas muchas pensarán: indoctrinación, lavado de cerebro, no es posible… O se indignarán por la presencia de una cipota de 13 años en una Revolución.

Pero para Yamileth, ni las definiciones, ni la indignación eran acertadas. Desconocía entonces los motivos de ella, pero era claramente una convicción auténtica.

4

Pocas semanas después de comenzar a tomar la vitamina B, Yamileth había recuperado bastante la vista. A dos meses de comenzado el tratamiento para su tuberculosis, ya estaba mucho mejor.

Quizás era más su decisión de querer aprender a leer y escribir y aportar a la Revolución la que le iba curando. Recuperada la vista la cipota ya no dejó a nadie tranquilo en el afán de aprender a leer y escribir. Si se nos pasaba un poco la hora de iniciar la clase de alfabetización, sonaba la voz interrogante y a veces hasta con un poco de indignación:

-¿Y no nos van a dar clase hoy?

Su impaciencia para aprender no le hacía sentirse satisfecha con las dos horas diarias de clase y alguien que se desocupaba, era presa de Yamileth para que le enseñara más.

¿Verdad que esa es la ‘t’?

Y al confirmar:

‘t’ con a, ta…

‘t’ con e, te…

‘t’ con o, to…

Y así pasaba todas las letras que había aprendido ya.

Avanzaba rápido y eso le hacía ir más adelante del resto de la clase, y comenzaba a aburrirse en las clases. Regañaba a los que no ponían interés y esfuerzo en la clase.

Viendo su entusiasmo para aprender, responsabilizamos a Yamileth del estudio colectivo del grupo. Cuando le explicamos que no debía de interesarse solamente por su propia superación, sino también por los avances de sus compañeros de clase, y que debía ayudarlos se alegró y nos dijo:

-¿Voy a alfabetizar yo entonces?

Su sueño de participar en la Campaña de Alfabetización se vio realizado mucho antes de lo que ella esperaba. No era igual, pero para Yamileth no había diferencia. Resultaba ser buena estudiante y además buena profesora. Era exigente con sus alumnos, igual como con ella misma. Parte de su tiempo lo dedicaba a enseñar y otra parte a que le enseñáramos.

Después de dos meses había aprendido a leer y escribir. Aunque tenía dificultades para la lectura, no dejaba libro o folleto a su alcance sin hojearlo y descifrar su contenido.

Parecía increíble como después de tan poco tiempo lograba leer, bien despacito, los periódicos y revistas que nos llegaban. No solo los leía, bastante agarraba el contenido y nos hacía preguntas de lo que no entendía.

Ya que había aprendido a leer y escribir, ahora su interés para conocer más la hizo lanzarse sobre las matemáticas. Tampoco dejaba pasar oportunidad para fijarse de los quehaceres en la clínica. Se fijaba cómo inyectar, curar, esterilizar y de todo. Y preguntaba sin descanso.

Ya para finales de noviembre, a 5 meses de haber ingresado en la clínica, la cipota se miraba sanita. Podía leer y escribir; y sin lugar a duda, antes del fin de año iba a manejar las sumas y las restas. Tenía el temple de una revolucionaria con grandes perspectivas. En la medida que se acercaba el final de su tratamiento, se impacientaba para poder comenzar a trabajar en algo.

-¡Quiero ser brigadista, Jonathan!

¿Cuándo me vas a enseñar?

Y así pocos días después de haber aprendido a leer y escribir, se incorporó en un cursillo de brigadista hospitalaria de primer nivel. Igual como en las anteriores ocasiones aprendió rápido. Se alegraba grandemente con la idea de que pronto sería una brigadista.

El día le quedaba muy corto. Aprendía de todo a la vez y seguía enseñando. Mejorar lectura y ortografía, sumar, restar y además el cursillo de enfermería.

Mostraba también gran interés en los noticieros y en la escucha de los Radios Venceremos y Farabundo Marti. Se pegaba al radio, no para escuchar rancheras o las horribles canciones melodramáticas-tragicómicas, sino para enterarse de los acontecimientos tanto a nivel nacional, como a nivel internacional.

Hacía preguntas que muchas veces quedaban sin respuestas.

-¿Por qué hay guerra entre Irán e Irak?

¿Por qué los Estados Unidos apoyan a los contras?

¿Dónde queda Paris?

¿Quién es el bueno y quién es el malo? ¿Los Estados Unidos o la Unión Soviética?

¿Qué es la OLP?

Cosa que escuchaba y no entendía iba en la lista de preguntas.

Y, sin embargo, sus intereses y su entusiasmo poco comunes para el estudio, no le aislaban de otras cipotas de su edad. Jugaba y chingaba con ellas, y por el respeto que la tenían funcionaba muchas veces como juez en los conflictos de las cipotas.

5

Todas las tardes nos reuníamos para escuchar Radio Venceremos, y después discutir la programación. La mayoría de los compas se interesaban más que todo por los informes militares, las tomas de la guerrilla, las emboscadas, las bajas causadas al enemigo. Yamileth se interesaba más que todo por los comentarios sobre la situación general y sobresalía en la discusión de estos temas.

Así en poco tiempo manejaba bastante el por qué de la lucha y los objetivos de la Revolución. Aprovechaba al máximo la hora de la clase política diaria de Radio Venceremos.

Un día en diciembre, Radio Venceremos recordó el segundo aniversario de la masacre de El Mozote, acusando a Duarte como responsable principal y encubridor de ese horrible crimen.

Para Duarte no había habido ni muertos, ni masacres en el Río Sumpul, en el Mozote o en El Calabozo. Era propaganda…

En la discusión después Yamileth no participó, cosa bien extraña. Se notaba claramente que estaba furiosa y hasta le rechinaban los dientes. Al preguntar por su opinión, guardó un largo silencio, para terminar llorando sin poderse detener, murmurando entre llantos:

-Hay que matar a todos esos malditos…

¡Ni uno hay que dejar vivo!

Y que ese Duarte sea el primero.

Terminamos la reunión y se fueron todos a acostarse. Quedamos solos los dos.

-¿Te puedo ayudar Yamileth?

¿Me quieres contar?

No dejaba de llorar y rechinarse los dientes. Tenía bien tensa su delgado cuerpo.

Pasamos casi una hora en silencio y poco a poco se relajó y dejó de llorar.

-Se que no es correcto querer matar a todos. No estamos acá para venganza…

-¡Pero no es justo Jonathan!

No es justo que esos malditos no paguen por eso…

Y comenzó a llorar nuevamente. La cipota claramente cargaba una amarga experiencia que le había clavado un puñal en su joven corazón. Quería ayudarla. Quizás compartiendo su trauma se pudiera desclavar ese puñal.

-¿Me quieres contar porque quieres venganza Yamileth?

No había llegado todavía el momento y entre sus llantos contestó:

-No Jonathan… No puedo…

¡No puedo!

No quise insistir entonces. Era necesario ganar su confianza para ayudarla. Forzarla me parecía inconveniente y solo le dije:

-Nuestro odio al enemigo debemos convertirlo en valentía y disciplina en nuestra lucha…

No en venganza Yamileth. No podemos ser animales como ellos.

Las palabras de ‘ser animales’ parecían haberla impactado porque las repitió murmurando por varias veces. Llevaba adelante una difícil lucha interna. Aunque no con la misma decisión de siempre, me contestó:

-No quiero ser animal Jonathan…

¡Créeme Jonathan, no quiero ser como ellos!

Seré valiente y disciplinada…

¡Lo prometo!

Me sonrió y le di un abrazo para confortarla y que no dudara de mi confianza en ella. La cipota se fue a dormir. Yo me quedé con un montón de preguntas y cuestionamientos.

Conocía la política del FMLN con los soldados y los capturados. Pero a la luz de la situación concreta de Yamileth, tenía mis dudas. ¿Cuántos muchachitos y muchachitas no había en El Salvador que habían sido testigo de las bestialidades de los batallones del ejército entrenados por Estados Unidos? ¿Era justo pedirles que se olvidaran de esos hechos o más que perdonaran a los hechores y a los verdaderos culpables?

Si estuviera en su lugar, no me fuera fácil, pensé entonces. Pero como dije a Yamileth, como revolucionarios no podíamos volvernos bestias como ellos. Aunque nos costaba era un principio para nosotros.

Sin embargo, no significaba que hubiese espacio para el perdón y el olvido para los responsables de esos crímenes. Era responsabilidad de la Revolución ante los miles y miles de violadas, torturados, desaparecidos y asesinados; y ante sus familiares, si no Yamileth tendría toda la razón en considerar que no era justa.

6

A principios de febrero Yamileth terminó el tratamiento para tuberculosis y aunque no teníamos como comprobarlo, todo indicaba que había vencido la enfermedad. Ya para entonces se veía bien sana, y no solamente sana, también guapa…

Había crecido y su cuerpo de niña aún con su enfermedad se había desarrollada al de adolescente. Tenía una cara lindita con ojos de venado y abundante pelo negro entre colocho y liso. Con su agradable y decidido carácter y su belleza era obvio que Cupido no iba a perder muchas flechas con ella por mala puntería.

Mientras, Yamileth solo se interesaba en aprender y más que todo ayudar. Había terminado ya el cursillo de segundo nivel de enfermería. Ya no tenía mayor problema con la lectura, la escritura, las sumas, restas, multiplicaciones y divisiones. El mayor tiempo lo destinaba ahora al estudio de la medicina.

Parecía imposible, pero Yamileth en apenas seis meses había asimilada suficiente para hacer lo que pocos enfermeros con su formación de bachiller en enfermería hubiesen podido hacer en nuestras condiciones.

Su formación había sido más que toda práctica con poca teoría, y de forma poco científica. Pero cumplía muy concienzudamente con su papel de brigadista hospitalaria.

Yamileth había sido incorporado en el equipo de atención a los heridos graves por su entusiasmo, dedicación, iniciativa y disciplina en el trabajo.

Inyectaba, curaba, esterilizaba, tomaba los signos vitales, bañaba los heridos, preparaba su alimentación especial y muchas cosas más.

Los heridos preferían a la cipota porque según ellos tenía la mano más suave para inyectar y curar. Pero eran pretextos porque inyectaba igual que los demás y hasta con menos seguridad por la diferencia en práctica que tenía con las otras brigadistas. Y curaba quizás menos considerada que las demás, no porque le gustaba causar dolor, sino porque le habíamos enseñado que las curaciones suavecitas no servían y solamente alargaban el tiempo para que sanara la herida.

La simpatía para ella tenía sus raíces en la especial atención que brindaba a ellos. No se limitaba a la parte técnica de su tarea. Se esforzaba para que los compas se sintieran bien, les animaba, soñaba en voz alta con ellos. Con Yamileth no había herido triste y desmoralizado. Al desocuparse de sus tareas, se ponía a alfabetizar y a enseñar matemáticas, una forma de terapia ocupacional. Algunos malinterpretaban esa especial dedicación, y buscaban aprovecharse, pensando que era algo individual, pero Yamileth no les dejaba espacio alguno y de forme decidida pero respetuosa, y hasta cariñosa, les llamaba la atención.

A principios de marzo Cupido disparó un flechazo que pasó el corazón de Yamileth y de Pedro, radista de una columna guerrillera. Aunque apenas tenía 14 años, ya era toda una mujer, pero sin perder su espontaneidad y sinceridad.

Pedro tenía suerte. También Yamileth porque Pedro era muy atento y nada machista (características poco comunes en el campo). Se llevaban bien, aunque poco se veían. Para ambos la Revolución era su primer amor. No pocos celaban la Revolución por eso, pero Yamileth y Pedro no.

Yamileth me vino a ver pocos días después de acompañarse. Tenía pena y le costó para que me contara la verdadera razón de su plática.

-Jonathan… Yo… Bueno…

Yo… Yo no quiero salir embarazada…

Me disparó las palabras en ráfaga y me costó descifrarlos. Una vez entendido sus palabras, le miré sin poder esconder mi sorpresa. No estaba acostumbrado a que una compa se preocupara por no salir embarazada, al contrario. El machismo no dejaba mucho espacio a los anticonceptivos. Pensamientos como ‘dejar algo por si en caso que me maten’ prevalecían sobre el interés del aporte de la compa o del futuro del niño. Los prejuicios contra la prevención del embarazo eran grandes. Poquitas veces lográbamos convencer a una pareja de planificar. En esa luz se ubicaba mi sorpresa.

-¿Cómo Yamileth?

Quizás alteré la voz porque la cipota se puso más penosa. Guardó silencio por un rato para seguir después.

-Yo no quiero salir de la Revolución para tener hijos…

Ni quiero tener hijos mientras estamos en guerra.

Con la misma decisión y sencillez de siempre. La Revolución ante todo. Catorce años y no quería dejar las cosas a lo imprevisto. ¿Cuándo me dejaría de sorprender la cipota?, ¿de dónde sacaba su decisión y convicción? Eran pocos los que igualaban a Yamileth, y todos eran mayores.

Decidimos entonces de que iba a tomar pastillas anticonceptivas. Con Yamileth no había problemas de olvidos o irresponsabilidades. La práctica abogaba por ella. Sentí orgullo por la cipota.

7

Aunque los primeros meses de 1984 habían sido de mayor actividad de las columnas guerrilleras, no habíamos tenido muchos heridos. Así pudimos aprovechar el tiempo para cualificar más el personal de nuestro hospital. Después de la salida de la población civil de la zona, nuestra clínica se había transformado en hospital, y nuestra tarea más importante era atender a los heridos.

En el período de enero a marzo especializamos así un equipo de anestesistas, ayudantes operatorios e instrumentistas-circulantes, que todos juntos formaban el equipo de cirugía. No era gran cosa y cada equipo solo contaba con dos compañeras y solamente aprendieron lo que en nuestra práctica podía ser útil.

Yamileth fue incorporada en el equipo de ayudantes. Le faltaba agilidad en matemática y escritura para estar en el de anestesia. Además del gran sentido de responsabilidad, era importante poder calcular dosis, contar pulsos rápidos, controlar el goteo de las transfusiones e infusiones, mantener ágil control de todos los signos vitales y llevar la hoja de control del paciente. Aunque había movido montañas en los últimos seis meses no era bachiller.

En el equipo de instrumentistas-circulantes hubiéramos desaprovechado sus talentos. No porque ahí no había exigencias, sino porque Yamileth era la ideal ayudante operatorio… Calmada, decidida, disciplinada para seguir a cabalidad instrucciones, con iniciativa, creatividad, agilidad y habilidad manual.

Cualquier cirujano pegaría un grito al cielo de ‘¡que irresponsabilidad!’. Pero nuestro hospital contaba con poco personal médico ‘especializado’. Yo había cursado hasta el quinto año de medicina y llevaba dos años aprendiendo en el terreno la cirugía de guerra. Había otra médica pero con especialidad en medicina general y preventiva, y con aversión a la cirugía. Y los otros integrantes era un estudiante de séptimo grado en escuela rural con tres años de práctica de brigadista en el terreno, un estudiante de sexto grado con igual experiencia, y cuatro cipotas que acababan de aprender a leer y escribir, y apenas habían sacado unos cursillos de enfermería.

Y, sin embargo, nuestra tarea era atender cualquier tipo de herido. Que fuera de pecho, abdomen, fracturas o quemaduras no importaba. No teníamos a donde referir casos difíciles. Y entonces… ¿Qué hacíamos? Nuestra Revolución y muchas otras nos habían enseñado a remar con cucharitas cuando fuera necesario. Las dificultades no podían detener el avance.

Quizás no se daba cuenta la cipota para que servían todos los órganos en nuestra barriga y el resto del cuerpo, pero si tenía una idea básica de anatomía, suficiente para cumplir su tarea.

Y le gustaba el trabajo asignado. No me podía acercar a ella sin caer como víctima de su ansiedad para aprender. Pedía explicaciones de cualquier tema.

Durante el período de aprendizaje tuvimos un herido de abdomen y otro con fractura de fémur que nos sirvieron como práctica y como prueba.

El herido de abdomen tenía varias perforaciones de intestino delgado y dañado el riñón izquierdo a causa de una esquirla de bomba. Tuvimos nueve horas de cirugía y el equipo completo salió con un ‘excelente’. También el herido salió bien.

El segundo herido había perdido como diez centímetros de fémur, tercio medial. De milagro no tenía daño vascular mayor, ni nervioso, pero había perdido mucha sangre y seguía perdiendo sangre cuando llegó al hospital. Estaba en estado de colapso vascular y no teníamos cómo averiguar su grupo sanguíneo y tampoco teníamos equipo para transfusión. Solo sueros.

Era necesario operar para estancar la hemorragia, para quitar la causa del colapso vascular y para poderlo tratar mejor con los pocos medios. No teníamos cómo hacer una anestesia regional por bloqueo a nivel de los miembros inferiores y era necesario anestesia general. En estas condiciones era riesgoso administrar anestesia general, pero no había otra alternativa.

Y para colmo de males, solo estábamos cuatro del equipo de cirugía, el resto había salido con la otra médica a dar consultas. No estaba nadie del equipo de anestesistas. Y no podíamos esperar su regreso. Teníamos que operar con los que estábamos. No podía dejar la anestesia a una compa sin experiencia, ni capacitación. Yo tenía que administrar y controlarlo.

¿Pero quién haría entonces la operación? Solo Yamileth podía teóricamente. Le faltaba práctica. Esta iba ser la prueba final del cursillo.

-Bueno Yamileth, prepárate…

Tú tienes que hacer la operación.

Yo daré la anestesia.

Se me quedó viendo la cipota para averiguar si estaba hablando en serio. Notó que estaba no solamente serio, sino también preocupado.

-¿Y qué tengo que hacer Jonathan?

Lo dijo tan tranquila que al instante sentí un gran alivio y apoyo.

-Bueno Yamileth. Lo más importante es detener el sangrado.

¿Te recuerdas cómo pinzar y ligar vasos?

Movió afirmativa la cabeza.

-¿Y si no puedes hallar o ligar?

Pensó por un momento.

-¿Llenar bien la herida con gasas?

No se había olvidado. Solo sonreí y ella también sonrió por haber salida bien de esa pequeña prueba. Faltaba la mayor prueba.

Las otras cipotas te ayudarán en pasar los materiales y echarte agua y jabón.

Prepárense todas en media hora estará listo el compa para que comiencen.

Mientras que estabilizaba al herido en lo posible y administraba la premedicación, observaba a las tres cipotas en sus preparativos. Primero prepararon todo el material siguiendo las instrucciones de Yamileth. Después me vino a consultar para averiguar si no había olvidado nada. Ya para iniciar la operación se puso a lavarse las manos y antebrazos como un verdadero cirujano. Se puso los guantes sin cometer error y con las manos por arriba para no tocar nada se acercó a la mesa de operación.

-¿Estamos listos Jonathan?

¿Ya puedo comenzar?

Estaba algo mejor el herido, pero no había salido del colapso vascular por el sangrado difuso. Era necesario trabajar rápido, sino se nos iba morir el compa.

-Bueno Yamileth, veamos…

¿Quién va quitar las vendas y las compresas y lavar los alrededores?

Sin dudar un momento contestó:

-Sonia, porque yo no puedo tocar nada para no infectar los guantes.

Me dio risa la idea de guantes infectados, y le dije:

-Bueno, ya está dormido

No más quitando las vendas y compresas, comenzó a salir sangre oscura de forma continua. Mientras que Sonia limpiaba bien los alrededores de la herida, Yamileth me preguntó:

-Jonathan, ¿no crees que sea sangrado venoso?

Mira cómo está de oscura la sangre y no sale pitando.

Estaba ganando puntos de forma acelerado.

-Sí Yamileth. Quizás será difícil ligar.

Probablemente que es sangrado del hueso.

Solamente pegas una buena limpieza y después rellenas la herida con gasas empapadas en Furacina .

Concienzudamente cumplió cada una de las normas enseñadas. Quitó cuerpos extraños y tejidos desvitalizados, pegó una buena cepillada al hueso, sacó las astillas óseas, pinzó los vasos cortados y los ligó, y para finalizar rellenó la herida con gasas con Furacina, colocó las compresas y el vendaje, entablilló la pierna y colocó el aparato de tracción.

Había sacado un sobresaliente y sin dudar o ponerse nerviosa. Y no se despegó del herido hasta que salió del colapso vascular, diez horas después de finalizar la operación.

Esta experiencia le dio confianza y seguridad en sus propias capacidades. Igual como en la alfabetización, aprovechaba lo aprendido para enseñar a las otras cipotas.

¿Irresponsable? Pero ambos heridos se salvaron y el equipo de cirugía estaba listo para cualquier cosa.

8

¿Listo para cualquier cosa? Pronto nos dimos cuenta que en una guerra nunca se está listo para cualquier cosa.

Una mañana a mediados de abril, una columna guerrillera emboscó en la Panamericana un vehículo militar repleto de soldados, aniquilando a todos a excepción de un soldado herido que se rindió.

Todo el mundo se contentó con esa victoria porque los compas, además, recuperaron 21 fusiles.

También nosotros fuimos avisados de los resultados. Pero al mismo tiempo nos indicaron prepararnos para atender cuatro heridos graves. Qué tipo de heridos no decían.

Para el personal del hospital no había mucha razón para alegrarse. Compartimos la victoria, pero a nosotros nos tocó la parte más desagradable. Estábamos conscientes de que liberar al pueblo salvadoreño significaba también muertos y heridos. No podíamos claudicar ante esa realidad. Sin embargo, no dejaba de afectarnos por ratos.

Contábamos con un solo equipo de cirugía, tomando en cuenta personal y material. La idea de tener que atender cuatro heridos graves no era muy alentadora.

Sin embargo, todos nos fuimos preparando sicológicamente y materialmente. Preparamos la sala de operación bajo un palo de amate. Aunque todos estábamos nerviosos e inseguros de cómo nos saldría esta tarea, nadie lo demostraba.

En la tarde, dos aviones y un helicóptero vinieron a bombardear. Interrumpimos un rato los preparativos. Pero ya estábamos acostumbrados a bombardeos, mortereos y ametrallamientos. Al ejército le importaba un pepino atacar hospitales, aunque El Salvador había firmado los Convenios de Ginebra.

A las siete de la noche, doce horas después de salir herido, llegó el primer compa. Estaba grave. Tenía un balazo en el abdomen y tenía una peritonitis.

El equipo de anestesistas me informó de los signos vitales:

Tensión arterial: 110/70

Pulso: 104

Respiración: 18

Temperatura: 38,5° C

Conciencia: normal

Por lo menos no tenía colapso vascular. Los compas que trajeron el herido nos informaron que los otros baleados por lo menos tardarían otras dos horas en llegar.

Teníamos que aprovechar el tiempo.

-¡Alistarse para cirugía!

Tenemos que trabajar rápido porque vienen otros compas graves.

Todos trabajaron excelentes. El compa tenía tres perforaciones de intestino delgado y una en el colón. Los tejidos ya estaban inflamados lo que nos dificultó el trabajo. A saber, como saldría el compa. La cavidad abdominal estaba contaminada con heces, lo que dificultaba enormemente la recuperación, y aumentaba el riesgo de complicaciones post-operatorias.

Después de suturar todas las perforaciones y lavar bien todo el peritoneo, colocamos varios drenes y cerramos la incisión. Hasta entonces todo nos había salido bien.

Ya eran las doce de la noche. Había llegado otro herido grave, con balazo en la espalda y que, sin lugar a duda, había seccionado la médula espinal porque no podía mover las piernas, ni sentía nada del ombligo para abajo.

No había salido la bala, así que desconocíamos el trayecto. Era posible una penetración en la cavidad abdominal, pero encubierta por la sección medular. Era necesaria una laparotomía exploratoria.

Pero ante todo teníamos que lavar y esterilizar todo el material. Por suerte contábamos con un polvo aséptico para esterilizar sin necesidad de hacer fuego. Normalmente esterilizábamos a vapor o hirviendo. Pero ahora una avioneta exploradora nos impedía hacer fuego. Hasta teníamos que apagar las lámparas que alumbraban el campo operatorio por ratos por la misma razón.

No era fácil hacer cirugía en situación de guerra. Quizás más por las condiciones, que por el tipo de heridas. Falta de materiales, poco personal y con poca calificación y experiencia, condiciones higiénicas pocas favorables (bajo un palo con moscas, zancudos, jejenes y otros insectos jodiendo en el campo operatorio, etc.). Muchos considerarían imposible operar en estas condiciones. ¡Pero no! Estaba en juego la vida de compañeros y teníamos que hacer lo imposible para salvarla.

A la una y media cada equipo tenía listo sus materiales. El herido operado y los otros que dentro de poco llegarían según nos habían avisado, quedaban bajo los cuidos de la doctora que prefería no operar. A las dos de la mañana iniciamos la laparotomía exploratoria. Todos estábamos cansados y desvelados, pero en nadie se notaba disminución en su disposición. Se veía la responsabilidad que todos sentían para salvar a todos los heridos.

Acabamos de entrar en la cavidad abdominal, cuando llegó el otro herido.

¿Signos vitales?

Aprovechamos mientras la compa tomaba pulso, presión arterial, respiración y temperatura y controlaba el estado de conciencia del herido recién llegado para explorar todos los órganos abdominales del herido en la mesa de operación. Casi habíamos terminado cuando me leyeron los signos:

Tensión arterial: 90/50

Pulso: 108

Respiración: 20

Temperatura: 38,5° C

Conciencia: normal

-¿Ubicación de la herida?

Entrada fosa ilíaca izquierda con salida de heces.

-¡Otra laparotomía!, clamaba la otra médica.

-¡No puede ser! me pasó por la mente. ¡Otro!, y ya tenía veinte horas de haber salido herido. No iba ser fácil salvar el compa.

-¿Quién es?

-P… P… Pe… Pedro.

Contestó tartamudeando. Me pasaron varios escalofríos. Busqué los ojos de Yamileth. También ella volcó la vista hacia mí. Tenía lágrimas en los ojos, pero no lloraba, aunque le costaba detenerse.

-¿Quieres salir Yamileth?

Como en la exploración no habíamos hallado ningún daño y ya podíamos cerrar, no era necesario dos ayudantes, así que Yamileth podía salir. Pero me contestó suavecita:

-No, Jonathan. Primero Portán.

Yo sola, ¿Qué voy a hacer?

Portán se llamaba el herido. Su sentido de responsabilidad no permitía a la cipota dejarse vencer por sentimientos personales.

A todos nos afectó darnos cuenta de que Pedro estaba herido y grave. No por preferencias. Todos los heridos nos importaban y con todos teníamos el mismo compromiso. Pero a Pedro lo conocíamos más por las visitas que hacía al hospital para ver a Yamileth. Pero lo que más nos dolió era el golpe que eso significaba para Yamileth. Todos queríamos a la cipota y compartíamos en ese momento su dolor. Yamileth, sin embargo, no aflojó su atención y disposición en lo que estaba haciendo.

A las cuatro y medio de la madrugada salimos de la segunda laparotomía. Portán estaba ‘bien’, aunque es difícil dar tal calificación a un herido con sección de médula espinal.

Sin esperar órdenes e indicaciones todo el personal se puso nuevamente a preparar todo. Yamileth quedó cuidando a Pedro. Intentaba animarle. Pero Pedro ya se había conformado con su muerte.

-Yo no tengo vida ya, amorcito…

No saldré de este pijazo…

Yamileth hacía esfuerzos para tragar sus lágrimas. Sin lugar a dudas se recordaba de la importancia de confortar, animar y dar confianza al herido.

-Como no, Pedro, ya verás.

Los otros dos compas ya están bien.

-Tú también saldrás bien.

Pero quizás Pedro sentía la presencia de la muerte que le venía a buscar.

-No, Yami… No… Siento que no…

-Pero así es la guerra, amorcito…

Ambos guardaron un difícil silencio.

-¿Te recuerdas la canción de la Venceremos, Yamileth?

Una que pasaron el día de la caída de los compas del FDR…

La cipota indicó que sí se recordaba. Agarró la mano de Pedro, y comenzaron a bajar las lágrimas, mientras que cantaba suavecito:

Los que mueren por la vida…

No deben llamarse muertos…

En ese preciso momento llegó Camilo, el responsable de la zona y me llamó aparte.

-¿Cómo esta la situación acá, Jonathan?

-Jodido, hermano. Pero hacemos lo posible.

-Le di el informe médico de cada uno. Me recordé que faltaba la llegada de otro herido y al preguntar por él, Camilo me contestó:

-No. Ya no vendrá otro.

Murió en un bombardeo en el camino por acá.

Solo les traemos un soldado herido, pero es leve.

Tenía ganas de decirle unas palabritas pocas convenientes, cuando me recordé de la plática con Yamileth. Quizás era un soldado reclutado a la fuerza…

Me sacó de mis pensamientos con una noticia más jodida todavía.

Bueno, mira Jonathan.

Lo más probable es que el enemigo lance un operativo sobre la zona.

Monterrosa esta furioso porque acabamos con un pelotón de su batallón León.

Ya están coordinando con la quinta brigada para la persecución.

Hoy mismo saldremos de la zona.

Hay que tener todo listo.

Y se fue, dejándome con más preocupaciones. Un operativo con tres heridos graves de transportar en hamaca me daba pesadillas. La recuperación post-operatoria de heridos de abdomen no era cosa fácil en condiciones tranquilas. Imagínese en un operativo enemigo.

A las seis de la mañana ya había amanecido y estábamos todos listos para operar a Pedro.

Con los manos arriba estábamos esperando que le anestesiaran para hacer la incisión de entrada.

-¿Ya está dormido?

-¡Dele, ya está!

Yamileth que había pedido participar como primer ayudante, tensionaba para facilitar la incisión.

Cabal en ese momento entró un compa en nuestra sala de operación gritando:

-¡Jonathan, alístense rápido!

Ahí vienen los cuilios…

Están como a 500 metros…

¡Rápido!

Nosotros les pararemos un ratito…

¡Apúrense!

Parecía como hubiese caído una bomba en medio de nosotros. Yamileth suspiró:

-¡Oh no! Pobre Pedro…

Y todos sentimos lo mucho.

-¡Todos alistarse!

¡Rápido!

No dejan nada.

Primero preparamos los heridos.

En cinco minutos quedó solo el amate. Los compas llevaron los heridos en hamacas, con el suero colgado en la palanca.

Por poco quedamos en medio de un tremendo tiroteo.

Nos esperaba todo un día y una noche para salir de la zona. Apenas nos daban tiempo para administrar rápido los antibióticos, sedantes, analgésicos y para arreglar el goteo de los sueros. El ejército nos perseguía. Escuchábamos varios combates para detener su avance. Por suerte no salieron más heridos.

Surgió otra situación jodida. Solo teníamos cuatro litros de suero ya. Los dos compas operados estaban terminando su Kalisal B. Pedro todavía tenía medio litro, pero tenía los signos vitales que indicaban que estaba entrando en colapso séptico. No teníamos oportunidad de conseguir más del precioso líquido hasta llegar al norte de San Miguel. Por rápido que fuéramos nos íbamos a tardar por lo menos dos días. Quizás ajustaban los cuatro sueros para mantener con perfusión los dos heridos operados. Sin suero morirían.

Era ya casi imposible salvar a Pedro. Tendríamos quizás oportunidad de operarle en veinticuatro horas más. Significaba 48 horas después de salir herido. Los intestinos estarían entonces tan infectados, inflamados y delicados que ya no sería posible suturarlos…

Ordené poner un suero a Portán y el otro compa operado a goteo lento. Y que se mantuviera el goteo lento a Pedro.

Al darse cuenta de mis instrucciones, Yamileth me llamó aparte y me dijo casi indignada:

-Pero Jonathan, Pedro está entrando en colapso.

Y tú nos enseñaste a poner entonces el suero a chorro.

No tuvo valor para verlo a los ojos. Era demasiado inhumano plantear a la cipota mi dilema.

-¿Qué pasa, Jonathan?

¡Por favor! ¿Qué pasa?

Un largo y penoso silencio siguió la reclamación de Yamileth. Ella rompió la tensa situación con una voz suave como para consolarme:

-Ya no hay suficiente suero para todos ¿Verdad?

¿Verdad que por eso es?

La cipota había memorizado bien las clases. También esta difícil situación y decisión la habíamos dibujado en el cursillo, aunque nunca pensábamos entonces que se nos presentaría tan luego.

-Sí, Yamileth…

Creo que no podemos salvar a Pedro.

Si le ponemos los sueros que necesita para salir del colapso…

Los terminaremos hoy todos…

Y entonces morirán los tres…

-No, Jonathan… No puede ser… No puede ser…

¿Y no le puedo dar sangre yo?

-No, Yamileth, no sabemos tu grupo…

Ni el de Pedro y no tenemos como saberlo.

Lo mataremos si ponemos sangre así no más.

-¿Te recuerdas?

-Sí… Me recuerdo…

¡Pero que hacemos entonces!

No le podemos dejar morir sin hacer algo…

Era un grito de impotencia y no tenía como contestarla. A ambos se nos rebalsaban las lágrimas. Yamileth lo notó y me dirigió una sonrisa débil, que significaba que había entendido.

-Entonces, es cierto que así es la guerra…

Pedro me dijo hoy en la mañanita que no tenía vida…

Y me cantó una canción de la Venceremos…

‘Los que mueren por la vida…

No pueden llamarse muertos…’

Y lloró suavecito, apoyando la cabeza en mi pecho. Puse mi brazo en su hombro como para protegerlo… Pero no podía hacer nada más por ella, ni por Pedro.

En la tarde habíamos logrado evadir la persecución. Ya se estaba terminando entonces el suero de Pedro. Se quejaba de sequía y no sabíamos cómo hacer. Solo le mojábamos los labios.

-Jonathan… Voy a morir ¿Verdad?

Siento que se me está yendo la vida.

Con su suave voz me pidió ser sincero con él.

-Dígame la verdad, Jonathan.

Tú no tienes la culpa…

-Sí Pedro, quizás no te podemos salvar…

Pero haremos hasta lo imposible.

-Gracias Jonathan.

Se que harán todo.

Trabajan de maravilla tus brigadistas…

Dame agua, hermano…

Moriré de todos modos…

Abrí la llave del suero completo y Yamileth le mojó los labios.

Estaban pasando las últimas gotas del precioso líquido cuando llegaron los dos pelotones que habían detenido el avance de las unidades del ejército y que las habían despistado.

¡Y con ellos andaban tres brigadistas y normalmente cada uno por lo menos andaba un litro de suero!

Se apoderó de mí una gran alegría y rápido fui a averiguar. Conseguí así tres litros de suero.

¡Qué tesoro!

De inmediato fui a conectar uno a la perfusión de Pedro, pero Yamileth me interrumpió:

-Déjame poner el suero…

Y puso su mano en mi mano que tenía el suero, y me murmuró:

-Gracias, Jonathan…

Pero no merecía esas gracias. Era la suerte de las circunstancias. Y el suero no resolvía nada. Necesitaba cirugía.

No perdía la confianza de poderle salvar, pero tampoco me hacía ilusiones. Haríamos todo para regresarle su salud. Era demasiado joven para morir sin que combatiéramos hasta el final.

Aunque habíamos logrado evadir la persecución, era necesario salir de la zona en lo que quedaba del día y aprovechando la noche para llegar a un lugar seguro a mitad del camino al norte de San Miguel. Al día siguiente, el ejército seguramente rastrearía toda la zona.

Comenzamos la caminata a las cuatro de la tarde. Normalmente habríamos estado en el norte al amanecer del día siguiente. Pero con tres heridos en hamaca el avance en la noche era lento. Además, no podíamos encender nuestras lámparas para evitar así que el enemigo detectara nuestra columna.

Apenas logramos llegar a medio camino. A las cinco y medio de la mañana, después de otra noche de desvelo, establecimos campamento en una quebrada. La mayoría de los compas se disponían a descansar. Para ellos ya eran tres noches sin dormir y de gran tensión. Estaban exhaustos.

Con el personal del hospital revisábamos a los heridos. Ambos operados estaban sorprendentemente bien. Pedro estaba grave: en estado de colapso, con fiebre alta, y apenas consciente.

Entonces supe que Pedro no viviría. Yamileth leyó mis pensamientos.

-¿Ya no podemos salvar a Pedro, verdad?

-Creo que no, Yamileth.

Ya es demasiado tiempo y esta bien grave.

Pero construimos un quirófano improvisado, preparamos todo el material y nos alistamos para operar. No era la primera vez que salvábamos un herido de abdomen con más de 48 horas de desarrollo.

A las siete de la mañana iniciamos. Al abrir el peritoneo salió un líquido apestoso de sangre revuelto con heces que a todos nos puso a prueba nuestro estómago. Pero nadie permitió que la náusea ganara su voluntad. Quizás también el hecho de no haber comido en las últimas 36 horas, nos ayudó.

Ya no había nada qué hacer. Era suficiente tocar el intestino para romperlo. Yamileth y todos me veían con los ojos interrogantes. Y sin necesidad de palabras nos rendimos ante lo inevitable. ¡Ya no podíamos salvar a Pedro!

Diez minutos después de iniciar la operación, murió…

Odiábamos perder combates, rendirse no pertenecía al vocabulario de un revolucionario. Para todos fue una dura experiencia, pero para Yamileth era doblemente dura. Y quizás ella asimiló más fácil el golpe.

Pedro había muerto, y los otros dos heridos necesitaban nuestra atención. Yamileth fue quién nos recordó, después de unas consignas y un largo silencio.

Aunque todos los compas estaban dormidos y habíamos gritado en silencio las consignas, poco después de haber cerrado la incisión, llegaron los camaradas de combate de Pedro para acompañarle a su tumba anónima y darle tierra. Otro joven salvadoreño, lleno de valor, convicción y amor a su pueblo, había dado sus mejores años y su vida por la liberación de su patria.

Mientras que a distancia escuchábamos las consignas de despido, colocamos otro suero a ambos heridos. El estado de ambos era satisfactorio. Compartían en silencio el dolor par la pérdida de su compañero de lucha.

Después del entierro llegó Camilo.

-Hicieron lo posible, Jonathan.

Todos se pusieron las pilas…

Pero así es la guerra…

Siempre en las difíciles situaciones como esa terminábamos con esta dramática conclusión. Era una forma para expresar el odio a la guerra y el anhelo por la paz.

Pero también cargaba la decisión y disposición de enfrentar cualquier dificultad para vencer a los culpables de todo esto.

Sabía que Camilo tenía razón. Habíamos hecho todo lo posible. Pero entonces no me conformaba con esto, no me convencía ese argumento. Perdí por un buen rato la confianza en mi propia capacidad. No estaba acostumbrado a tanta impotencia para salvar una vida.

Pero la guerra no dejaba mucho lugar para crisis personales. Además, eran expresiones del típico egocentrismo capitalista, donde lo individual prevalece sobre lo colectivo. No fue hasta entender el ejemplo de Yamileth que me deshice de mi crisis egoísta. Quizás fue hasta entonces que rompí mis lazos con mi educación pequeño-burguesa y especialmente con la sobrevaloración y prepotencia enseñadas en la facultad de medicina

Un ‘Eh, Jonathan’ me sacó de mis reflexiones. El compa responsable todavía nos tenía otra sorpresa.

En otro rato les van a traer al soldado capturado para que le curen.

-¿Oíste?

Nuevamente me recordé de mi conversación con Yamileth. Aunque la cipota había pasado una muy dura experiencia, decidí responsabilizarla de la curación. Quería ser revolucionaria, entonces tenía que aprender a respetar a los soldados heridos…

Y no todos los días teníamos oportunidad para ponerle a prueba en este aspecto. Había pasado todas las otras pruebas. Quizás sólo está faltaba.

Yamileth acababa de regresar del entierro de Pedro y aunque se había desvelado y no tenía turno, no se había ido a acostar como el resto. Estaba estudiando las hojas de control de los heridos. No se rendía esa cipota.

Yamileth, -¿Puedes venir un momento?

-Si, Jonathan. ¿Qué pasa?

Vamos a curar otro herido, Yamileth.

Lo nos van a traer dentro de poco.

Hay que preparar material de pequeña cirugía.

-¿Salió otro herido?

No, es un soldado que se rindió en la emboscada y los compas le capturaron.

Tiene una herida leve.

Por primera vez la vi brava e indignada.

-¡¿Cómo?! ¿Curar un cuilio?

Jamás Jonathan… ¡Jamás, jamás y jamás!

Hay bastantes brigadistas que te pueden ayudar.

Y después de un largo silencio que no quería interrumpir para darle espacio para calmarse y reflexionar.

-No, Jonathan… No…

Quizás fue el que jodió a Pedro o a los demás.

¡¿Cómo voy a curar ese maldito?!

-Bueno, Yamileth.

Como brigadistas estamos obligados a curar cualquier herido.

Y como revolucionarios tenemos que respetar a nuestros enemigos…

Heridos o capturados, por muy malditos que sean…

-Fíjate que los compas capturaron a Medina Garay en San Juan Nuevo Edén.

Ese sí que era un maldito.

Pero los compas le respetaron la vida y le curaron.

Buscamos la libertad, Yamileth, no la venganza.

Si no somos capaces de dar el ejemplo nosotros…

¿Cómo actuará entonces nuestro pueblo?

El Salvador terminará siendo un baño de sangre.

Le había tocado una cuerda sensible. Quedó pensando un buen rato. Después agarró ánimo y me dijo:

-¿Y que vamos a necesitar?

Reímos los dos. Había pasado quizás la más difícil prueba de todas. Las otras habían sido más técnicas que ideológicas. Hoy había ganado un combate puramente ideológico. Implacables en el combate, pero respetuosos con los capturados y heridos.

9

El soldado tenía 17 años. Había sido reclutado a la fuerza hacía poco en San Miguel. Yamileth le hizo un montón de preguntas. Parecía más un interrogatorio que una curación. Además, la herida era leve. A la cipota le interesaba conocer el pensamiento del soldado y de los demás.

Era obvio que se había rendido porque no sabía por qué estaba luchando. Nadita de convicción. Allí estaba porque pensaba, o, mejor dicho, se había auto-convencido que no había alternativa. Una actitud de resignación y al mismo tiempo de lástima consigo mismo. Actitud aceptable en los ancianos católicos que con el terror de la excomunicación y el envío al infierno, se resignaban ante las inhumanas condiciones de vida, pero no para un joven de pleno siglo veinte.

Y parecía que tal actitud era común entre los reclutados. Pocos tenían el patriótico valor de desertarse. Ya una vez adentro, el guaro, las drogas y el dinero les envenenaban la mente. Y entonces el machismo apartaba a la anterior resignación.

Los asesores norteamericanos eran especialistas en estimular ese proceso de transformación bajo el triste pretexto de patriotismo y anticomunismo. Y así la mayoría de los jóvenes, resignados, vendían su corazón al mero diablo. Y se volvían animales capaces de violar, torturar y asesinar. Por eso se habían dado las masacres de miles de salvadoreños. Por esa actitud de cobardía.

Después de las preguntas y la curación del soldado capturado, y de que los compas se lo llevaron, Yamileth quedó pensando.

-Son malditos, Jonathan.

Pero quizás no tienen la culpa…

O quizás sí, pero por tontos…

Su plática con el soldado parecía haberle ayudado a ver más claro el complejo problema.

-Así es Yamileth. La mayoría no tiene culpa.

Su ignorancia y machismo les lleva a volverse asesinos de su propio pueblo.

-Pero, ¿Quiénes entonces tienen la culpa?

¿No son nuestros verdaderos enemigos los que han engañado y mantenido en ignorancia a nuestro pueblo para poderle explotar?

-¿No sería injusto por parte nuestra de cobrar el plato a los soldados heridos y capturados lo que nos deben Duarte, los demócratas-cristianos, los oligarcas, los coroneles y generales y todos los explotadores?

Con todas esas preguntas quedó pensativa un buen rato Yamileth. Al inició parecía no convencerse mucho, pero terminó suspirando:

Cómo no, creo que sí…

De verdad que sería injusto…

Quizás terminó más convencida ella que yo. ¿Realmente era correcto dejar sin su merecido castigo a los violadores y asesinos de mujeres, niños y ancianos? Me recordaba entonces las palabras de monseñor Romero, palabras que habían costado la vida al arzobispo mártir.

“Ante la orden de sus oficiales, esta la orden de Dios que dice:

¡NO MATARAS!”

¿Por qué tan pocos habían escuchado ese llamado de conciencia? Cierto que también los compañeros mataban. Pero no era lo mismo. En el caso de los guerrilleros, era un acto de legítima defensa ante la injusticia y el genocidio en un momento que no les había quedado otra alternativa que agarrar las armas.

Para los soldados, matar no llevaba ningún objetivo, ninguna justificación o convicción. Era la simple gana de matar. Así lo consideraba entonces. Los soldados para mí no salían libres.

Hasta después entendí, también gracias a Yamileth. Los únicos responsables de las decenas de miles de salvadoreños asesinados, torturados, desaparecidos, violadas eran los que ordenaban y los que aportaban la fachada a estos criminales hechos.

10

Después de la muerte de Pedro, anduvimos todavía otras dos semanas en movimiento. Llegamos al norte de San Miguel y también ahí nos persiguió el ejército. La población nos informó que Domingo Monterrosa se había dado cuenta de nuestra presencia y que había jurado quitarnos los heridos que cayeron en la emboscada.

No nos quedó otra alternativa que buscar refugio para el hospital en Morazán. En ese bastión heroico de la guerrilla tuvimos un mes de tranquilidad. Ambos heridos ser recuperaron sin mayores problemas de su operación. Parecía increíble, pero ya antes habíamos visto en los compas la inmensa resistencia y la capacidad de recuperarse rápido de sus heridas.

Solo para la paralización de Portán no pudimos hacer nada. Intentamos sacarle porque era inhumano andarle para arriba y para abajo en las condiciones difíciles de los frentes. Ya tenía una gran llaga posicional en las nalgas y el sacro.

Pero no había posibilidad. Intentamos primero sacarle hacia el refugio de San Antonio en Honduras en dos ocasiones, pero no logramos llegar por patrullas del ejército. Después intentamos contactar la Cruz Roja Internacional para sacarle a través de ellos, pero nunca lograron llegar a los contactos, por falta de autorización del ejército. No pudimos sacarlo. Mejor dicho, no hubo voluntad por parte del gobierno y del ejército. Era parte del plan contrainsurgente… La guerra psicológica. Hacer sufrir los heridos para desmoralizar a los demás guerrilleros .

En junio murió Portán por las complicaciones de la sección medular. Otro combate que perdimos, pero sabíamos con anticipación que era un combate sin posibilidades de victoria. Pero luchamos… Juntos con Portán.

El nunca perdió la moral. Hasta el último momento fue el que animaba a los compas que se dejaban amedrentar por las dificilísimas circunstancias. Quería vivir, caminar y seguir aportando… Pero nunca se arrepintió de haber ofrendado tan generosamente su salud y después su vida por la liberación de sus hermanos campesinos y obreros.

Con esta actitud, sin claudicar nunca, Portán llevó adelante un solitario combate contra el intento de los que dirigían esta guerra por quebrarnos la moral. Y Portán derrotó la diabólica e inhumana maquinaria de la guerra sicológica. Murió con el puño en alto.

Después muchas veces nos recordamos de algo que nos pasó al regreso de Morazán al norte de San Miguel, y que nos demostró su espíritu de lucha.

Íbamos pasando el Río Torola, y los compas que le cargaban en la hamaca se deslizaron y cayeron, y Portán se quedó un momentito bajo el agua. Pero en el burbujeo del agua resonó su risa. Y cuando le sacaron, dijo:

-Ayer me bañaron, camaraditas.

¿Ya no me aguantan el tufo?

Y los compas esta vez no se pudieron detener de la gran risa y Portán se fue otra vez por debajo del agua riendo por burbujitas y a los compas en esta ocasión les costó más para sacarle del río.

Pero saliendo del agua y después de haber agarrado aire, gritó acompañado de una gran risada:

-Cuidadito, hermanitos…

No podemos dar el gusto a ‘trompita de cuche’ de hacer nosotros mismos lo que el en esos dos meses no ha podido cumplir.

Nos reímos un buen rato. Pero todos sentimos también la profunda voluntad de luchar y de derrotar a Domingo Monterrosa. Y nunca nos quitaron algún herido. Portán murió entre compas… no encarcelado, torturado o asesinado.

11

A principios de julio regresamos al norte de San Vicente. Ya para entonces la guerra había cambiado definitivamente de modalidad. Era necesario adaptar nuestro hospital a esa nueva modalidad táctica.

El hospital pertenecía a las estructuras ‘pesadas’. Andábamos ya para entonces un personal de veinte entre brigadistas, administrativos, cocineras y seguridad. Además, nos acompañaban siempre tres mulas cargadas con el material, la alimentación y los utensilios de cocina.

El hospital era fácil presa para las nuevas tácticas del ejército. Como antes los operativos eran grandes pero lentos, siempre salíamos mucho antes de que el ejército llegara a nuestro campamento. Pero con la penetración a profundidad de pequeñas unidades enemigas en nuestra zona en el afán de lograr la sorpresa, quizás no nos sería tan fácil.

Planteamos quedarnos sin las mulas porque en algún apretón se iban a quedar con su valiosa carga (si a caso las lográramos cargar). Teníamos que repartir el material de cirugía y curaciones, y las medicinas entre el personal del hospital. Significaba tener afuera de los tatús solo lo necesario y también depurar nuestras mochilas de todo lo que no era estrictamente necesario.

Costó impulsar ese cambio. No fue hasta después de que el batallón Atlacatl nos atacó por sorpresa en El Salitre y nos quitó dos mulas cargados de medicinas y materiales hospitalarios, que se comenzó a poner en práctica lo planteado con anticipación.

Desde entonces solo andábamos el plástico para hacer la champa, la cobija y una muda de reserva, y el resto de nuestras mochilas se abultaban de materiales y medicinas.

No todos los compas aguantaron la adopción de la nueva táctica. Las exigencias eran más grandes y los sacrificios mayores. Varios de ellos salieron depurados y otros se desertaron. Algunos de ellos terminaron incorporándose en el ejército enemigo. No solamente eran cobardes sino también traidores a la causa del pueblo y su Revolución.

Con los compañeros que se mantuvieron firmes ante las nuevas exigencias, se lanzó una campaña de consolidación político-ideológica. En este contexto, un día hablamos de las debilidades y las deficiencias que impedían a uno transformarse en un autentico revolucionario. Como los vicios del guaro y la droga habían envenenado la mente de varios compas, y les habían hecho claudicar o habían cometido actos contrarrevolucionarios y hasta la traición, todos profundizaron bastante sobre la necesidad de erradicar esos vicios.

Fue entonces que Yamileth comenzó a sacar parte de su triste historia.

-Fíjese que yo tenía un hermano, cinco años mayor que yo.

Le gustaba el guaro.

Con otros amigos salieron seguidos a comprar chicha en Los Picos.

Y se embolaban y armaban entonces unos grandes desvergues .

Ya le habían sancionado en varias ocasiones, pero era por gusto.

Para poder comprar guaro salían a poner el balde .

Un día, cuando estaban robando en la Panamericana los cuilios mataron a uno de ellos.

Los otros huyeron, pero no tuvieron valor para regresar a la zona porque sabían que los compas tarde o temprano se darían cuenta y conocían las fuertes sanciones que ponían a los ladrones.

Mejor decidieron presentarse en el cuartel y se metieron con el cuilio.

Y como todos los ladrones y bolos, mi hermano terminó en el batallón Atlacatl…

Alguien le preguntó:

-¿Y que pasó con tu hermano?

Yamileth con furia contestó:

-¡Ya no es mi hermano! El Atlacatl fue el que asesinó a toda mi familia.

No sé si está vivo…

Pero espero que los compas le hayan matado…

En todo su cuerpo se expresaba el odio que sentía por su hermano. Pensé que lloraría, pero en ese odio no había lugar para lágrimas.

Entonces comencé a entender cómo Yamileth con tan pocos años tenía tanta decisión y convicción. Ante la traumática realidad de su vida le habían quedado dos caminos, la lucha o la apatía… Y Yamileth optó por alzar su puño en alto y luchar.

12

A finales de agosto me tocó ir con Yamileth de Amatitán Abajo a San Jerónimo. Y el camino que trajinamos pasaba cerca de El Calabozo. Cuando pasamos por El Brinco, un paso del río arriba de El Calabozo, Yamileth se quedó paralizada. Ya había pasado el río cuando me fijé. Le grité que se viniera, pero quizás el tremendo ruido del agua que caía por un salto de varios metros, no le permitía escucharme.

Ahí quedaba sin moverse. Me quité la mochila y regresé para ver qué es lo que pasaba.

Cuando me acerqué a ella, noté que estaba pálida y tenía los ojos fijados en un peñón a la orilla del río. Primero pensé que había visto alguna víbora, pero no había nada.

-¿Yamileth, qué te pasa?

No logré llamar su atención. La agarré de los hombros y la sacudí suavecito. Me asusté con lo helada que estaba la cipota. Pero la sacudida la sacó de sus pensamientos. Comenzó a llorar, apoyándose en mi pecho.

Me acordé de la masacre. No sabía entonces donde exactamente había sucedido, pero por la reacción de Yamileth, me imaginaba que ahí era. Puse mi mano en su hombro y le pregunté:

-¿Qué pasa, Yamileth?

Guardó el silencio, pero sentí cómo hacía esfuerzos para dejar de llorar.

-¿Por qué nos venimos por acá, Jonathan?

¡¿Por qué?!

Consideré que había llegado el momento de buscar las causas de las profundas heridas que cargaba la cipota, y que solo por afuera habían sanado.

Quizás me equivocaba, pero me parecía válido el disparo en la noche.

-¿Aquí mataron a tu familia?

Combatió decididamente su gana de llorar y dijo:

-Aquí fue… Ahí por ese peñón…

Ahí mataron a mi mamá, mi papá, mi hermana y todos mis hermanitos…

Sentí la necesidad de disculparme por haberla traído a ese lugar, aunque no sabía que ahí había sido.

-Perdóneme, Yamileth, no sabía…

Le dio una débil risa. Ella sabía que no conocía la zona y le parecían chistosas mis palabras.

-¿Perdonarte? ¿por qué?

No fuiste tú que mataste mi familia…

Sentí vergüenza por mi tontería.

-¿Por qué no me cuentas lo que pasó, Yamileth?

No dijo nada. Pero se notaba la disposición en contarme. Agarraba valor en varias ocasiones, pero siempre se paraba en el momento que iba comenzar, y quedaba con la boca abierta.

Llevaba adelante una lucha interna entre dejar escondido en los oscuros cuartos de su inconsciente o compartir su horrible experiencia. Y el inconsciente estaba fuerte. Lo sucedido había sido profundamente traumático. No cualquiera podido asimilar tan duros golpes. Pero su voluntad venció al inconsciente.

-Bueno, algún día tenía que contarlo ¿verdad?

Quizás ahora es el momento.

-Pero no es fácil, Jonathan… No es nada fácil…

Fue… No se como decir… Más que horrible…

Era invierno, como en agosto, creo…

Los cuilios estaban por todos lados. Toda la gente de la zona se había juntado entre Amatitán Abajo y San Jerónimo. Estábamos rodeados y nadie sabía que hacer.

Ya teníamos dos noches de guinda. Ya habíamos intentado dos veces salir de la zona. Pero los compas chocaron con los cuilios, así que tuvimos que regresar.

En el día habíamos quedado encharralados, pero escucharon la bulla de los niños que lloraban de hambre y comenzaron a morterear.

Ya era tarde y los compas dijeron a toda la gente que se alistara que esa noche saldríamos del cerco.

Pero mucha gente no les hizo caso. Estaban cansados y ya no podían.

La mayoría nos fuimos con los compas.

Al caer la noche escuchamos la tirazón donde habíamos estado en el día. Mataron a la gente que no se fue con los compas…

Nosotros primero buscamos el río para pasarlo, pero no hallamos cómo bajar. Solo barrancos habían. Fuimos río arriba, pegado al barranco para buscar el paso. -En el camino mi tía se desbarrancó con la niña más chiquita… ¿Pero que podíamos hacer por ellas?

No había bajada y teníamos que pasar el río antes que amaneciera…

Caminamos toda la noche y llegamos al paso casi amaneciendo.

Pero, imagínate Jonathan ¡pasar El Brinco con niños pequeños y viejitos!

El Brinco era un paso, pero para gente atlética porque uno tenía que saltar sobre una caída de agua.

Además, había llovido y había crecido el río. Los compas se metieron en el río para ayudar a la gente a pasar, pero éramos cientos… Quizás miles…

Amaneció y comenzaron los combates por todos lados. Ya no teníamos por donde salir.

Estábamos atrapados con cientos de gente. Algunos saltaron en el pozo, pero varios se ahogaron…

Todos lloramos entonces… y varias gentes se pusieron a rezar…

Al rato se asomaron los cuilios. Ya no disparaban, pero nos apuntaban.

Todos estábamos callados. Los animales chistaban.

Una viejita salió adelante y les dijo:

-No les debemos nada, señores. No nos maten… Por la voluntad de Dios y la Virgen santísima, no nos maten…

Si quieren mátenme, pero a estos niños ¡no! ellos no tienen ninguna culpa.

¡Por favor, no maten a los niños!

Entonces se acercó un cuilio y dijo:

-¡Cállese, vieja! ¿Quién dice que les vamos a matar?

Y todos los malditos se rieron. Y siguió:

-Solo nos queremos quitar las ganas.

Silbaron y chistaron los otros y gritaban:

¡Saque las más bonitas, mi charlie!

Ya nadie habló entonces y varia gente comenzó a llorar.

El cuilio maldito sacó a mi hermana mayor y a otras muchachas, y el resto de animales solo le aplaudían y gritaban: ‘otra, otra, otra…’

Yamileth había perdido todo color y se le tensaba todo el cuerpo y parecía como si no le ajustaba el aire. Yo tenía carne de pollo y escalofrío tras escalofrío me pasaba por la columna. La cipota fijó otra vez la vista en el peñón y guardó un buen rato de silencio. Al rato siguió su terrible relato:

Después de sacar casi todas las muchachas dijo:

-Bueno, con esta basta. Terminen ustedes el trabajo ¡ya!

Y todos abrieron fuego. Escuché un grito horrible, Jonathan.

¡No oí el tiroteo, sino ese grito de toda la gente!

Yo me salvé porque mi mamá me llevó al suelo en su caída y quedé debajo de ella, ahí en esa media cuevita debajo del peñón. Me pasaba un agua caliente por todo el cuerpo…

¡Era sangre, Jonathan! ¡La sangre de mi mamá y mis hermanitos!

Es por ese grito y esa sangre que odio a los cuilios, Jonathan.

Juré que pagarían esos malditos animales. ¡Lo juré!

Después de matar a todos se quedaron riendo y pegando gritos de alegría.

Reconocí entre todo esa gritazón, el llanto y las aclamaciones de mi hermana y de las otras muchachas: ¡no! Por la voluntad de Dios ¡No! ¡No! ¡No!

Y después solo el llanto, hasta que todos comenzaron a pegar gritos horribles.

Y los animales chistando.

¡Por eso les odio! Por lo que hicieron y por esa maldita chistazón…

Ahí quedé un buen rato… No tenía valor ni para llorar. No pensaba en otra cosa que venganza. Seguí escuchando ese grito, los gritos de mi hermana y las otras muchachas.

Y esa sangre.

No se cuando se fueron, pero yo me salí cuando llegaron los sopes… ¡Era horrible!

Toda la gente muerta… Y el río se había coloreado de rojo por la sangre…

Y esos malditos sopes encima de los muertos…

Comencé a gritar y tirar piedras, pero solo se levantaron y caían en otro puesto.

Busqué mi mamá, mi papá y mis hermanitos. Les hallé todos juntos, uno encima de otro…

¡Todos muertos!

¡A mi hermanito más chiquito le habían volado su linda carita, Jonathan¡

Lloré desesperadamente y fui a buscar mi hermana.

Apretó los puños y movió desesperada la cabeza. Me acerqué y encerré sus puños helados en mis manos. Poco a poco se fue relajando y encontró valor para continuar.

-¡Le habían quitado la cabeza, Jonathan!

Le habían quitado la cabeza y la habían dejado entre sus piernas desnudas ¡los malditos!

Y así a todas…

Había quedado sola, Jonathan…

Lloré entonces… Lloré sin poderme detener.

Cuando un sope quiso aterrizar en mí, huí de ese horrible lugar…

Me fui río arriba y cuando en la tarde cayó una tormenta, me bañé con el agua llovida para quitarme la sangre. Después me escondí.

Quedé escondida por tres días, hasta que los compas me encontraron.

Quedamos un buen rato callados. -¿Qué podía decir yo? No tenía palabras ante este horrendo crimen de guerra. Aquí no valía ‘Así es la guerra.’

Entonces entendí por qué Yamileth odiaba profundamente a los soldados y por qué quería venganza. ¿Era justo pedir que perdonara u olvidara? Ese inhumano hecho clamaba justicia.

Yamileth tenía derecho de exigir justicia y si no se la daban, quizás cualquiera tomaría la justicia en sus propias manos.

Pero no hubo necesidad de más palabras. La cipota se había liberado de una horrenda pesadilla. No esperaba mis palabras para consolarse. Haber compartido su traumática experiencia le era suficiente.

Y como si hubiera apartado la pesadilla con un movimiento de sus manos, me dijo:

-Vamos, Jonathan. Los compas nos esperan.

Ya me siento mejor.

De ahí había surgido su inclaudicable convicción y decisión… Verdad que había habido espíritu de venganza en un principio, pero ahora Yamileth con sus catorce años había convertido ese cúmulo de odio en valentía sobrehumana.

¿Y cuántos salvadoreños no habrá con ese mismo trauma? Quizás no todos lograron asimilar la horrenda experiencia y convertirlo en valentía… La deben de andar en el oscurísimo cuarto de su inconsciente. Y solo en sus sueños, o quizás locuras, son testigo de la eterna repetición de esa película de horror en su mente. Y mientras que en El Salvador los autores intelectuales de todos estos crímenes de guerra están en el poder, no habrá cómo abrir esos cuartos oscuros para parar la película de horror. Sin justicia no habrá vida normal para esos miles de salvadoreños. Por eso, entre tantos otros, no hay espacio para perdones y olvidos…

13

El 15 de octubre de 1984 había fiesta en nuestro campamento. Se había logrado una gran victoria para el pueblo y la Revolución. Duarte fue obligado a sentarse a dialogar con el FMLN-FDR. Al fin lograron algún resultado los esfuerzos de la guerrilla para buscar una solución negociada.

Nadie tomaba en serio a Duarte y sus intenciones de impulsar un verdadero diálogo. Duarte era megalómano, solo capaz de monologar. Pero el solo hecho de haber sentado al gobierno y el alto mando se veía como una victoria estratégica.

Y por eso había fiesta. Habían matado un cuche. Y cuando estaban degollando el cuche colgado, Yamileth dijo en son de broma:

-Algún día terminaremos con Sapo Napo y Trompita de Cuche así…

Yamileth ya no tenía el mismo odio con los soldados como antes. Ahora había recargado su odio en Duarte y Domingo Monterrosa. Ellos eran los culpables de las masacres de El Mozote y El Calabozo, así que ellos eran sus verdaderos enemigos.

En el afán de entusiasmar a la población en las zonas aledañas a la nuestra para luchar por la paz y la continuación del diálogo, dos días después de la fiesta salimos con una comisión a los cantones ubicados al norte de la Panamericana.

Nuestra tarea era dar atención médica a los pobladores enfermos en los lugares donde pasábamos.

Nos encontramos en San Jacinto cuando por Radio Venceremos, en su emisión nocturna y después de dos días de silencio, se anuncio la muerte de ‘Trompita de Cuche’ y otros altos oficiales del ejército. Yamileth pegó un grito de alegría y comenzó a saltar entusiasmada por esa noticia. A cualquier transeúnte informaba: ‘Ya matamos el primer maldito’. La mayoría de los pobladores del cantón eran evangelistas y no compartían la alegría de Yamileth. Pero tampoco habían compartido su terrible experiencia…

A Yamileth no le importaba el desinterés de la gente. Para ella la muerte de Monterrosa significaba cumplir el juramento adquirido ante los cuerpos sin vida de su familia aquel día en El Calabozo. Cantaba y bailaba:

Matamos a Trompita de Cuche…

Matamos a Trompita de Cuche…

Solo falta Sapo Napo…

Y lo repetía y repetía. Todos compartíamos su alegría y entusiasmo. Era y sería para siempre un día conmemorable para nuestro pueblo. Habíamos comenzado a hacer justicia con uno de los más criminales entre los criminales. Solo Duarte le superaba, pero ya quedaba avisado…

Antes de irse a dormir Yamileth me dijo:

-Hoy dormiré tranquila, Jonathan…

Se ha hecho justicia.

Faltan muchos más… Pero ya no escucharé esos gritos, ni sentiré la sangre de mi mamá y mis hermanitos, ni veré a mi hermana con su cabeza entre las piernas…

Y así haremos pagar a todos esos malditos. ¿Verdad?

-Así será, Yamileth. Sin lugar a duda.

Quizás por la primera vez en años dormiría sin pesadillas.

14

Llegó 1985. Yamileth había seguido desplegando sus cualidades y capacidades. Terminó el cursillo de tercer nivel de enfermería y funcionaba en cualquier tarea de salud: anestesista, primer ayudante, consultas, partos, saneamiento… Dirigía curaciones y pequeñas operaciones.

Aunque en la capacitación no teníamos otro nivel ya, Yamileth no se estancaba. No dejaba de aprovechar cualquier oportunidad para aprender más.

Aunque no era bachiller, ya no tenía dificultades mayores en lectura, escritura y matemáticas. Nos ayudaba a sacar estadísticas de las enfermedades más comunes y balances de gastos y existencias de medicina y materiales.

Después de haber compartido su traumática experiencia ya no mostró rencores con los soldados. Duarte (Sapo Napo para ella) y los otros asesinos y explotadores seguían siendo objetivos de sus continuas expresiones de odio. Aunque ellos no las escucharan, les recordaba a cada rato: ¡Ya viene su turno, señores! ¡Hagan cola! Sabía que la victoria no estaba para luego, pero eso no le hizo perder confianza en que la Revolución haría justicia.

Manifestaba que ella quizás no vería la liberación, pero que el pueblo salvadoreño sí compartiría la libertad y la justicia para la cual ella luchaba.

Los bombardeos, mortereos y ataques a nuestro hospital enseñaron a todo el personal a vivir con la muerte. Muy en contra de los Convenios de Ginebra, los hospitales del FMLN eran objetivos preferidos del alto mando de las fuerzas armadas. Hasta entonces nosotros no habíamos tenido que lamentar heridos o muertes, ni tampoco habían logrado quitarnos algún herido. Solo habían destruido o quitado medicinas y materiales.

Pero otros hospitales del FMLN habían tenido menos suerte, y la lista de muertos, heridos y capturados en estos cobardes ataques, era larga.

En marzo del ’85 nos encontrábamos con el hospital en Ojos de Agua. Yamileth estaba de posta junto con Roque.

Aunque el hospital quedaba en medio de la zona, mientras que los campamentos guerrilleros quedaban en la periferia, el cobarde coronel de la quinta brigada ordenó a sus fuerzas evadir chocar con las columnas del FMLN y atacar al hospital con el objetivo de capturar o aniquilar su personal.

Pensaba que sería una presa fácil. Y parecían ciertos sus cálculos criminales. Teníamos solo dos fusiles para hacer la seguridad al hospital. El ejército avanzaba con 300 soldados con fusiles, varios lanzacohetes, ametralladoras y lanzagranadas.

Pero Yamileth y Roque probaron que no era la cantidad de armas lo que importaba, sino quienes las andaban.

Roque detectó una columna cuando a doscientos metros del hospital se iban desplegando para caer a los que supuestamente no harían resistencia… Y abrió fuego…

Yamileth, desde su posición, no podía ver a la columna en avance, pero al no más iniciar el combate, buscó de inmediato una posición dominante para apoyar a Roque.

Roque y Yamileth solo pensaron en los heridos. Tenían que resistir para darnos oportunidad de sacar a los dos heridos que teníamos en el hospital.

Estábamos curando a uno de ellos con anestesia general cuando se inició el combate. Quedamos un instante como paralizados, pero de ahí rápido recogimos todo y sacamos a los heridos. Apenas nos tardamos cinco minutos, el tiempo acordado de detener el enemigo por parte de las postas.

Pero el combate siguió. Bien escuchábamos los fusiles de Yamileth y Roque porque sólo tiro a tiro disparaban. Y los soldados solo ráfagas.

Duró otros diez minutos el tiroteo y después de varios cañonazos, solo escuchábamos el fuego tiro a tiro de un fusil.

Ambos fusiles tenían apenas 100 balas. Me preocupaba la resistencia que habían hecho. Cinco minutos había sido acordado… y habían combatido quince minutos.

Hice una rápida cuenta… A más o menos diez balas por minuto, se debían haber quedado sin munición. Y por la concentración de fuego, eran atacados por lo menos por 100 efectivos enemigos.

Después de otros granadazos, cayó el silencio. Todos entonces sentimos un gran pesar y nos preguntábamos que había pasado.

La mayoría del personal se fue con los heridos al campamento guerrillero más cercano, como se había acordado en el plan de defensa. Seguramente los compas ya venían en camino hacia el hospital.

Con otros dos brigadistas quedé esperando en el primer lugar de contacto, punto de referencia que conocía todo el personal por si el caso que salíamos dispersos. Además de Roque y Yamileth se habían quedado otros dos compañeros. María se estaba bañando en el momento de iniciarse el combate. Lencho murió por un granadazo al iniciarse el combate.

Media hora después de haber comenzado el tiroteo llegó el pelotón que estábamos esperando. Los heridos y el resto del personal ya estaban a salvo.

En el momento que el pelotón se iba desplegando para avanzar, escuchábamos el tropel y la pesada respiración de alguien que se acercaba. Rápido todos tomaron posiciones para entablar combate.

¡Pero era Yamileth! Venía bañada de sangre… Rápido la acostamos en el suelo, mientras que los compas tomaron posiciones avanzadas para permitirnos darla primeros auxilios.

Estaba entrando en colapso vascular. Tenía varias heridas de esquirlas, pero solo una penetrante en el pecho derecho. Con la auscultación y percusión confirmamos nuestro temor: hemo-neumotórax.

Estaba bien jodida Yamileth. Parecía haber problemas de neumotórax a tensión porque Yamileth se estaba ahogando. Mientras que una brigadista ponía un suero a chorro, hice una punción pleural para aliviar el neumotórax. Saqué como 500 cc de aire mezclado con sangre, y Yamileth comenzó a respirar más tranquila. Y entonces me preguntó:

-¿Sacaron a los heridos?

Al contestarle que logramos sacar a todos gracias a la resistencia de ella y de Roque, sonrió débilmente y dijo:

Mataron a Roque y María…

-Pero Roque les dio verga, Jonathan…

Cayó allí en el amate de la pila donde estaba bañándose María.

Aguantamos un buen rato y los cuilios se cagaron.

No avanzaron.

Me contenté con ver eso porque así ustedes podían salir con los heridos.

-Había uno que gritaba que avanzaran…

Pero se ahuevaron porque Roque ya les había apiado dos.

Y cada vez que se levantaban, entre los dos los agarramos tiro a tiro

A Roque le hirieron unos cañonazos…

Y ahí aprovecharon para envolverlo…

Los cuilios le gritaron que se rindiera, que le respetarían la vida…

Pero Roque no se rindió, siguió combatiendo hasta terminar su munición.

Hasta entonces intentó salir…

¡Pero un soldado se puso delante de él para capturarle!

Fíjate que Roque se lanzó encima y ya estaba quitándole el fusil cuando otros dos le mataron con una ráfaga.

¡Y no pude hacer nada para ayudarle!

Como ya habían matado a Roque, concentraron el fuego donde yo me encontraba.

Ya casi no tenía munición y entonces comencé a retirarme.

Creo que una granada que me cayó cerca me jodió.

Pero logré salir…

Habían peleado como leones. Me recordé de su promesa: “Seré valiente y disciplinada… ¡Lo prometo!” No habían sido palabras huecas. Su heroica resistencia junto con Roque para permitir la salida del resto del personal del hospital lo probó.

Pero no había tiempo para reflexiones entonces. El enemigo estaba cerca. Después de los primeros auxilios, transportamos a Yamileth a un lugar seguro donde podíamos trabajar más tranquilos. Llevamos como una hora de camino.

Al llegar hicimos otra revisión de los signos vitales y nos dimos cuenta de que el colapso se estaba profundizando. El nivel del hemotórax había subido de forma preocupante. La esquirla seguramente había seccionado un vaso de mediano tamaño provocando una hemorragia.

Teníamos que parar el sangrado o Yamileth moriría. Necesitábamos dar una transfusión, pero aunque habíamos hecho los análisis de tipo de sangre de todo el personal del hospital y parte de las columnas guerrilleras dos semanas antes, no nos servía de nada porque Yamileth tenía el grupo sanguíneo poco común de O-Rh negativo. Habían otros dos compas con el mismo grupo en toda la zona, pero estaban a cuatro horas de camino y con el ejército enemigo en medio.

Decidimos entonces una autotransfusión, colectando la sangre derramada en el espacio interpleural, además del suero a chorro; buscamos la arteria intercostal a nivel de la herida. Podía estar dañado y ser la causa del hemotórax. Era cierto que estaba cortado. Ligamos el vaso, pero Yamileth no mejoraba.

Había un vaso pulmonar dañado, de seguro… Un vaso que con el colapso del pulmón no cerró completamente. Solo una toracotomía abierta podía salvar a Yamileth. ¿¡Pero cómo?!

Se apoderó de mí otra vez ese sentimiento de maldita impotencia. Se necesitaba intubación a presión positiva para mantener la respiración durante el tiempo que tuviéramos abierta la cavidad torácica. Además de eso, nos faltaban otros instrumentos.

-¡No podíamos hacer nada para Yamileth!

Y Yamileth sintió que la muerte estaba ganando el combate de su poderosa voluntad de vivir. Una hora después de haber sacado a la cipota al lugar más seguro, murmuró:

-Voy a morir, Jonathan…

Pedro tenía razón…

Se siente cuando uno ya no tiene vida.

Jonathan… ¡No quiero morir!

Quiero luchar…

Como el Che…

Quiero vivir y liberar a mi pueblo…

Sentí cómo todas sus fuerzas se iban y le dije impotente:

-No morirás jamás, Yamileth…

Y entonces cantó en voz suave:

Los que mueren por la vida…

No deben llamarse muertos…

Apenas se escuchaban sus palabras.

-Eso es… ¿Verdad?

Jona… Jonathan… quie… ¡quiero ser como el Che!

Y con su última fuerza, gritó:

¡Venceremos!

Y nos dejó Yamileth… Con su inmortal ejemplo de una cipota que quería ser como el Che… ¡Y lo logró!

Norte de San Vicente, El Salvador, marzo 1988.

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