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Milei, el outsider fabricado por las élites económicas

Omar Salinas
Ingeniero en Energía y Analista en Política Pública

Javier Milei irrumpió en la política argentina con la bandera del antisistema, presentándose como un outsider dispuesto a dinamitar la “casta”. Su imagen de economista rebelde, con la motosierra como símbolo de ruptura, sedujo a millones que creyeron estar votando por un cambio profundo. Pero el espejismo se fue disipando: su gestión revela que nunca fue una amenaza para el poder, sino su creación más reciente. Detrás del personaje libertario se esconde el rostro de un proyecto clásico, el de las élites económicas que lo fabricaron como instrumento funcional a sus intereses.

El discurso central de Milei gira en torno a la liberación del Estado, pero en los hechos su Ley Ómnibus buscó transferir al capital concentrado lo que quedaba de soberanía nacional mediante la privatización de empresas públicas, el desmantelamiento de derechos laborales y la desregulación ambiental. No fue una reforma para modernizar el país, sino una cesión ante los sectores que controlan la economía. Incluso sus propios votantes han terminado siendo víctimas de su programa: tarifas desbordadas, jubilaciones reducidas y una inflación que devoró los salarios y la esperanza. El outsider que prometía independencia ha terminado aplicando, con disciplina doctrinaria, las recetas más duras del viejo neoliberalismo.

A esa deriva económica se suma una moral. El caso de Diego Spagnuolo, exdirector de la Agencia Nacional de Discapacidad, quien acusó a Karina Milei, hermana del presidente, de recibir sobornos ligados a contratos de medicamentos, expuso la hipocresía del discurso anticorrupción y confirmó lo que muchos intuían: que detrás del grito de “¡viva la libertad, carajo!” opera la misma lógica clientelar de la vieja política. En lugar de erradicar la casta, Milei la ha reproducido bajo otro nombre y con los mismos privilegios.

En paralelo, el frente económico se hunde en una recesión sin precedentes. Bajo la consigna de austeridad, el presidente impulsó un ajuste que empuja al país hacia la asfixia social, con inflación descontrolada, salarios pulverizados y contracción productiva. En ese contexto desesperado, fue el propio Milei quien emprendió una búsqueda urgente de financiamiento internacional, llegando incluso a negociar con los llamados fondos buitres para conseguir hasta 20 mil millones de dólares, pese a los intereses onerosos que ello implicaba. No fue una apuesta por la inversión real, sino una rendición ante el capital transnacional. Detrás del relato libertario, Milei no representa una ruptura con el poder, sino su continuidad bajo otra máscara. Su ascenso político fue posible gracias a una alianza entre los grandes medios, el capital financiero y los grupos empresariales que vieron en él el vehículo perfecto para aplicar un ajuste que ningún político tradicional podía sostener sin costo social.

En el plano interno, Milei responde a los intereses del capital concentrado argentino: el complejo agroexportador, las finanzas especulativas y los conglomerados energéticos que reclaman desregulación y privatización. Su discurso antiestatal funciona como coartada ideológica para transferir poder y recursos al sector privado. En el plano internacional se alinea con el capital financiero global y con la nueva derecha atlántica. Busca validación en los círculos de Donald Trump y adopta la retórica del “mundo libre” para justificar su subordinación a las potencias occidentales. No se trata de afinidad ideológica, sino de utilidad: Milei ofrece su país como laboratorio político a cambio de legitimidad externa. En el fondo no gobierna contra el sistema, sino para el sistema. Es un gerente político del poder económico, un producto mediático fabricado para canalizar el descontento social sin tocar los privilegios reales. Su supuesta rebeldía es una ficción bien diseñada, la de un outsider construido por las élites para seguir gobernando a través de él.

Hoy Milei intenta sostener su imagen internacional como si el aplauso externo pudiera compensar el desgaste interno, pero el desencanto avanza más rápido que su discurso. La protesta ciudadana, simbolizada en el episodio donde su caravana fue apedreada, no fue un hecho aislado sino el reflejo del hartazgo social ante la desigualdad creciente. Una vez más, la sociedad argentina demuestra que la paciencia del pueblo tiene límites. Allí donde otros países aún callan ante sus líderes de ocasión, Argentina recuerda que las máscaras caen pronto y que ningún poder perdura cuando se sostiene en la mentira, la soberbia y la subordinación.

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