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Liderazgo político: los hombres que abren las Avenidas (3)

René Martínez Pineda

Sociólogo, UES

La epistemología del enfoque del liderazgo político como metáfora del hombre que abre avenidas, es que este es un proceso de construcción sociocultural que depende, en última instancia, de la correlación de fuerzas que se va modificando según la acumulación de bienes simbólicos en el mundo político que expresan la coyuntura heredada, tal como la nueva ilusión popular con la democracia electoral. Entonces, la institución que se destruye para construir otra, pero lejos de los escombros; las ideas nuevas en pugna con las viejas a través de los demonios que aparecen para hacer su acto final; el uso de las normas para romper la norma pétrea y la forma inocua que nos deforma, y el liderazgo en tanto acción fluida y continua son constructos socioculturales alineados desde, para y con las relaciones sociales y económicas de los sujetos entre sí, y de estos con la sociedad, en tanto productora y producto, en tanto promotora y promovida por la democracia electoral.

Siendo así, quienes intenten escalar a las posiciones de liderazgo político en ese tipo de democracia deben saber que son tan estratégicos los factores de autoridad y los variados recursos materiales de poder –el recurso económico, el aparataje del Estado y la facultad coercitiva- como aquellos otros recursos simbólicos del poder que pueden ser más incisivos y efectivos que los materiales, tales como la información y los datos, la cultura como expresión cotidiana, la religión como factor de unificación y organización popular, el derecho como norma vital que permite que el pueblo entre en la Constitución, todo ello como un enorme y fascinante espacio deliberativo que genera o fortalece la facultad de comprender, transformar y luego legitimar la realidad social que se quiere construir deslegitimando la que se destruye.

Y es que lo simbólico –factor subjetivo que se objetiva cuando se modifica el comportamiento individual y colectivo- está presente en el mundo sociocultural de todas las personas y, por ello, tiene una fuerza política inconmensurable que puede llegar a lo coercitivo para legitimar la dominación de unas personas sobre otras. En el marco de lo simbólico, las relaciones de dominación van inmersas en el acto de comunicación directa, en la creación de sentido, aunque vaya contra el sentido común, en la sumisión de aquellos que prefieren quedarse al margen mientras otros –incluso ajenos a sus intereses- hacen o deshacen. Entonces, las relaciones de dominación –en lo cotidiano y en lo extra-cotidiano- son un vehículo para transmitir determinados intereses de clase y la consecuente visión de país, lo cual requiere de un liderazgo político que esté tan legitimado que pueda recurrir –como expresión de una hegemonía sólida colgada de su persona- tanto a la coacción material como a la simbólica (obediencia sin garrote) y pueda construir una densa correlación de fuerzas harto favorable y estable en el tiempo para que la gobernabilidad no se vea trastocada significativamente.

Pero, ¿existe alguna diferencia epistemológica y simbólica entre la obediencia sin garrote que puede tener un líder político y la obediencia frente a las armas o la amenaza de cárcel que son propias de los funcionarios de seguridad pública? Sin darle muchas vueltas, me parece que la diferencia es simple y sociológica, pues el funcionario –a diferencia del líder político que más que mandar, seduce con sus discursos y con su talante que es el resguardo de un arsenal simbólico- es obedecido sólo mientras tiene a su disposición el aparato coercitivo del Estado. Esa es la razón por la que el líder –cuando alcanza la condición de ser un hombre que abre avenidas- es un constructor de órdenes simbólicos que están llenos de saberes, creencias, valores, imágenes, ideas y conceptos operativos –que deben ser terriblemente mundanos- de la realidad social. En ese orden, es el contexto sociocultural el que determina, de forma significativa, la definición, aceptación o, en su defecto, la transformación del contexto social y del régimen político, usando para ello su arsenal simbólico en el texto de la llamada democracia electoral.

Ahora bien, el liderazgo político es un proceso en construcción permanente que no está libre de peligros, desviaciones perniciosas y deterioros fulminantes, y aquel sólo logra mantenerse vigente si es capaz de equilibrar y armonizar las estructuras objetivas y las subjetivas de la nación como un espacio colectivo promotor de un consenso moral básico que sea referente de la realidad sociocultural que funciona y acciona como contexto con texto nuevo. La epistemología para comprender y desarrollar esa realidad contextual –y, en función de ello, las visiones, alternativas y sendas que el líder propone y luego dispone ante ella- es, también, determinante en la construcción y reproducción del liderazgo político, ya sea que estemos hablando de un sindicato beligerante, de un partido político, de un Gobierno, de una institución preeminente en lo cultural o de una organización relativamente inocua de la sociedad civil. En todo caso, en el mediano plazo el líder sigue abriendo avenidas en la medida en que su aceptación pública (más allá de la simpatía o la popularidad mediática) es mayoritaria, lo cual le da la oportunidad para seguir transmitiendo su imaginario y su posición política e ideológica entre sus seguidores y entre quienes, sin ser sus enemigos, no son seguidores. Desde esa posición favorable, el líder es capaz, en largo plazo, de continuar con el proceso de acumulación de fuerzas y de bienes simbólicos que son los que, al final, dan el reconocimiento de su liderazgo como distinto a los otros y a los anteriores a él, lo cual provoca choques políticos intermitentes que, de ser bien manejados, lo irán consolidando.

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