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Francisco Gavidia, el poeta coronado

Por Julio Enrique Ávila 

-I-

EL HOMBRE

Todo lo grande da la impresión de soledad. De algo que se basta. Cuanto más grande más se manifiesta la sensación de plenitud, de infinita soledad.

La inmensa soledad del mar no basta a interrumpirla los navíos que se arrastran sobre su superficie; la deslumbrante soledad del cielo no la interrumpen las miríadas de estrellas que la bordan. A la soledad de un alma que se ha encontrado, que se basta a sí propia, no la inquietan ni la desvían las pasiones de los hombres, por grandes o terribles que parezcan; porque sabe perfectamente que son ficticias, pasajeras, y que lo trascendental del mundo está en ella misma, y que allí es donde se encierra la verdad única.

Obedeciendo a esta ley, Francisco Gavidia es un solitario. Solitario en cuerpo y espíritu. Refugiado en su hogar, se parece a una de esas ceibas centenarias, en cuyas ramas fuertes la ternura ha realizado su nido plenamente. Pero esto no quiere decir que está ausente del rugir de la vida, no; su espíritu es una antena incansable que vibra con todas las grandezas y todos los dolores del mundo.

Su obra, múltiple, nos dice que es un obseso por el mejoramiento de los hombres y de la vida toda. Pero mientras su obra fulgura, llena de fe y de abnegada bondad, iluminando nuestros pasos torpes, su persona se esconde a las miradas curiosas, huyendo del oropel del éxito, grande en su humildad de semi-diós.

Así ha logrado ser, por igual, maestro de la belleza y maestro de la vida. Este último término también en su acepción más honda. Su vida es un perpetuo ejemplo, un luminoso símbolo. Toda ella ha fulgurado en un camino de perpetua pobreza. Bien podríamos decir que ha tenido por querida a su “amada pobreza”: Nunca sacrificó un ansia de su alma a una urgencia material. Parecería que las angustias de los hombres fueran impotentes para corroer su cuerpo de bronce. Castigó a este cuerpo recio poniendo grillos a sus pasiones, y logró, así, en el banquete de su hambre y de su sed, alimentarse con espíritu!

Idealista incorregible, ha llegado a la madurez con candores de adolescente. Hay siempre algo infantil en sus maneras: ingenuo a fuerza de ignorar la mentira; sencillo y espontáneo, porque siempre huyó del artificio. No puede concebirse un hombre menos práctico e interesado que él. Los honores deslizaron por sus manos derrochadoras, como monedas falsas; y hasta la mínima gloria, por lo que de material y falso pudiera contener, fue repudiada por su altivez de mosquetero, de incorregible mosquetero del ensueño!

-II-

LA OBRA

Al penetrar en su obra se sufre la alucinación de una selva virgen. Árboles frondosos de raíces profundas y lianas en primavera de flores. Las razas y las épocas brindándonos la lección eterna de sus victorias y sus derrotas; las religiones, ofreciéndonos la posibilidad de redimirnos en un mundo mejor, por medio del sacrificio; las filosofías, otorgándonos la verdad, que solo se halla tras la disciplina de la conciencia; y la poesía, la expresión más elevada del alma humana, permitiéndonos gozar en la tierra un vislumbro de lo infinito!

Muchos seres van por la vida encorvados bajo el peso de una extraña obsesión. Son poetas – se nos ha dicho- y su afán, míseros pájaros humanos, es poblar de trinos los horizontes del espíritu.  Muchos son los que dedicaron su existencia a esta suave y trágica misión de hacer poemas; pero, entre ellos, muy pocos son los que se entregan a hacer de su vida un poema, sólo un poema.

Por eso el poeta se preocupa tanto de agradar y tan poco de construir, se viste tan bellamente, y dedica tanto a su narcisismo, que su alma, espejo sensibilísimo, se queda fuera del poema, asombrada, buscándose en vano.

El verdadero poeta arrastra, como en un embrujo, aunque no se le comprenda. Su fuerza no está en las palabras sino en su espíritu, que es la expresión del Espíritu del mundo. En un poema sincero todos nos sentimos protagonistas; su verdad es la nuestra; su música es la armonía de nuestra alma; vivimos en su ritmo. ¿Para qué comprenderlo?

¿Quién comprende el mundo? ¿Quién pretende que para vivir es necesario comprender el mecanismo de lo Absoluto? Vivimos sin comprender, pero el ansia de esta comprensión es, cabalmente la razón de la vida. Vivimos para la verdad aunque sea inalcanzable, aunque la verdad esté más allá de la muerte. Y en último término: ¿Es verdad la vida? ¿Es verdad la muerte?

¡La verdad somos nosotros mismos y sólo siendo sinceros seremos verdaderos!

FRACISCO GAVIDIA, cáliz de sinceridad, es verdadero y será verdadero por siempre. Ha vertido su espíritu en su obra, de tal manera, que, a menudo, al verlo, hemos pensado en alguno de sus personajes, nobles y valientes, humildes y generosos.

Es Sooter, el héroe y patriota, cuando dice:

“Es bienvenido el dolor

y se apura hasta las heces

la amargura; pero a veces,

se muere, en ella…..de amor.”

Y es Hespero, cuando deja su corte de artista, y de sabios para ir a conquistar el mundo, llevando por todas armas el bien y la virtud.

Y es Júpiter, el esclavo capaz de todos los sacrificios, que se enamora de su ama Doña Blanca y para merecer su amor sueña hasta con ceñir una corona; pero la bella Doña Blanca del maestro es la Poesía, inmarcesible e inalcanzable para manos humanas, en cuyo altar deshoja su espíritu, como si fuera una frágil margarita.

Todas las manifestaciones de su obra gigantesca están caracterizadas por una inquebrantable justicia, un profundo conocimiento, un devoto entusiasmo, y, sobre todo, por un gran amor.

Grande amor el de FRANCISCO GAVIDIA, que nos hace recordar ahora, cuando el maestro ya pasó de la época de los madrigales, aquellas bellísimas estrofas de su “LIBRO DE LOS AZAHARES”, en que rindió su corazón a los encantos de Isabel, la compañera abnegada que le ha dado hijos y que, como una samaritana, le ha brindado en el camino el agua de su ternura. Oigámoslo:

“De ti me habló con letra soberana

el hondo azúl y el vívido destello,

entendí lo que dice la mañana

y fue amor para mí todo lo bello”.

Esta transmutación de la belleza en amor es la característica principal de su obra de poeta. Ahora escuchemos esta estrofa llena de valentía, en que busca el dolor, sin temores, gozoso de sufrirlo, a condición de que el dolor no sea mezquino, sino un gran dolor, de aquellos que dignifican al que puede sufrirlo:

“Yo no esquivé mi pecho a los dolores

cuando, aunque débil, lánguido, aterrido,

inmensos los hallé, no humilladores,

y me vi triste pero no caído!…….

Allí está todo el maestro. Surgiendo del sufrimiento cada vez más grande y cada vez más niño, cada vez más poderoso y cada vez más indefenso. Es decir: Poeta, eternamente Poeta!

III    –

HOMENAJE

La cuatro veces centenaria ciudad de San Miguel, que fundara don Luis de Moscoso, la misma que mereció el honroso sobrenombre de “ciudad muy noble y muy leal”, viene una vez más a acreditar este título, haciéndole justicia a uno de sus más gloriosos hijos.

Ciertamente, la característica del pueblo de San Miguel es su lealtad, tantas veces demostrada en el correr de los siglos. Tierra fecunda en grandes espíritus, ha contribuido en forma descollante a la cultura de nuestra patria y se siente orgullosa da la obra realizada por ellos.

Por sus campiñas calentadas por el sol, entre las largas hileras de tihuilotes que bordean sus caminos y los cercos de cactus que protegen las heredades pobres, bajo los amates poblados de clarineros, revolotean silenciosas las palabras de nuestro himno nacional, que escribiera Juan J. Cañas, el poeta de inspiración clara y espontánea, como un manantial; fulgura, llena de justicia y heroísmo, la espada del General Gerardo Barrios; la poesía apasionada, música de guitarra y canciones de amor, de Miguel Álvarez Castro; la conciencia irreductible de Rafael Severo López; la cultura de múltiples facetas, como de diamante, de David J. Guzmán; maestro de maestros; y la llamarada azul, hoguera hecha de estrellas, de FRANCISCO GAVIDIA.

Estadistas,  sabios y poetas, cuya sangre se quemó con este sol ardiente y cuyo espíritu se nutrió en estos horizontes claros y reposados.

MAESTRO:

San Miguel, este pueblo laborioso y tenaz, que tras cada derrota ha surgido más grande; y que ha logrado, frente al furor demoníaco del Chaparrastique la divina protección de Nuestra Señora de la Paz, este pueblo, maestro FRANCISCO GAVIDIA, te hace entrega ahora de su admiración y de su amor.

Comprendo que para tu humildad acaso pese demasiado la corona que ceñirá tus sienes, pero el cariño con que fue forjada y la sinceridad con que se te otorga, la tornaran ligera.

Tú, que has huido del bullicio de la fama, podrás retornar a tu asilo de solitario, a tu refugio colmado de ternura, sabiendo que la carga que llevas sobre tu frente no está hecha solo de metales preciosos, sino también de corazones rendidos y devotos.

En tus sienes, maestro FRANCISCO GAVIDIA, fulgurará hecho ramas de laurel, todo el corazón de un pueblo. San Miguel, maestro, en esa corona, te hace la entrega de su corazón!

San Salvador, marzo 26 de 1939

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