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En recuerdo de un hombre bueno

José M. Tojeira

La epidemia de COVID-19 se ha llevado, a lo largo de este año largo, a muchos seres queridos y a muchas personas buenas y valiosas. En homenaje a todas ellas, bueno es recordar al P. Estefan Turcios, párroco de Soyapango, ejemplar en su servicio a muchos de nuestros hermanos y hermanas en necesidad. En la reunión del clero de principios del mes de abril, la última en la que participó, decía con su característico buen humor a algunos de sus compañeros en el sacerdocio, que no sabía cómo no se había contagiado con el coronavirus, pues nunca se detuvo a la hora de acompañar enfermos, consolar a quienes habían perdido un ser querido o celebrar responsos en los velorios. Su pasión por servir, consolar y acompañar, le hacía olvidar su realidad de persona adulta mayor y vulnerable. Y se lanzaba, aun en medio del peligro, a ser pastor de tanta gente que necesitaba apoyo, junto con la palabra solidaria y esperanzadora del Evangelio. Comprometido con los Derechos Humanos desde la oficina del Arzobispado, nunca olvidó que esta tarea solo podía brotar desde el amor y el acompañamiento a la gente.

Su postura generosa recuerda a los santos que en la tradición cristiana se dedicaron a acompañar y ayudar a las víctimas de las terribles pestes que en siglos pasados afectaron a la humanidad. Santos que perdieron la vida en el servicio a las víctimas de enfermedades contagiosas, no solo en el pasado, sino también en el presente, como algunos Hermanos de San Juan de Dios en África, contagiados y fallecidos mientras trabajaban en la curación de enfermos de ébola. En medio de una pandemia que ha generado mayores diferencias entre países ricos y pobres, e incluso dentro de nuestros países una mayor desigualdad social, los ejemplos de personas como el P. Estefan Turcios nos muestran el verdadero sentido de humanidad. Quienes se han enriquecido con la pandemia, quienes no han querido ceder las patentes de las vacunas, quienes se han opuesto al necesario impuesto sobre el patrimonio de quienes se enriquecen mientras los pobres mueren, no oirán hablar de Estefan. Pero la humanidad de este sacerdote permanecerá, más allá de su indudable salvación, como fermento de una humanidad más solidaria, más justa y más compasiva.

La pandemia ha producido mucho dolor, ansiedad y angustia. Pero también nos ha mostrado, en medio del dolor, la capacidad humana de permanecer fiel al sentido fraterno de la vida e incluso al buen humor en medio de las dificultades. En la medida en que la enfermedad va siendo controlada a través de las vacunas, podemos tener la tentación de volver a la costumbre de una vida indiferente ante el sufrimiento de los pobres o los débiles. Personas como Estefan, o como tantos otros desde su profesión de médicos, enfermeras o simples ciudadanos solidarios, nos recordarán desde su entrega y su recuerdo, que la vida solo tiene sentido si buscamos que la fraternidad, la solidaridad y la amistad social transformen nuestras sociedades. Porque la pobreza, el machismo y toda injusticia social son también pandemias que acaban, de muy diversas formas, produciendo dolor y muerte a la sociedad salvadoreña. Con su muerte, como fruto de su amor a la gente y su espíritu y vocación de servicio, Estefan se ganó la entrada en el Reino de Dios. Pero a nosotros nos dejó el ejemplo de una persona que en todo momento, fácil o difícil, entendió plenamente la fraternidad y el sentido de la vida.

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