Por David Alfaro
03/07/2025
¿Ha cambiado realmente El Salvador desde que Horacio Castellanos Moya escribió El Asco? ¿O simplemente nos hundimos más hondo en esa podredumbre que él denunció con brutal honestidad? Lo cierto es que hoy, casi tres décadas después, El Salvador no sólo sigue oliendo a descomposición moral: hiede desde sus entrañas. Y lo peor es que muchos ya se han acostumbrado al hedor.
El país se pudre, no sólo por la corrupción en la cúpula del poder, sino por una degradación ética que atraviesa toda la sociedad. La decadencia no es sólo política: es cultural, es institucional, es cotidiana. Como un cuerpo abandonado al sol, El Salvador exhala el olor fétido del autoritarismo, la violencia, la mentira y la resignación.
El Asco narraba el retorno de un hombre que no reconocía su tierra: lo que encontraba era una nación cínica, atrapada en su miseria, incapaz de soñar. Hoy, ese asco ya no es una percepción marginal: se ha convertido en sistema. La diferencia es que ahora tiene un rostro joven, moderno, que promete orden mientras encarcela libertades.
Bajo el régimen de Bukele, El Salvador se ha transformado en una dictadura con branding digital. Se venden luces, bitcoin y estadísticas de «cero homicidios» como si fueran logros morales. Pero debajo del espectáculo, la podredumbre sigue creciendo: instituciones cooptadas, prensa amordazada, poder judicial arrodillado, opositores perseguidos. Y un pueblo que, en muchos casos, aplaude.
La violencia no desapareció: cambió de uniforme. El miedo ya no lo infunden las pandillas en los barrios, sino la dictadura con su maquinaria militar y legal. Las cárceles se llenan de cuerpos —culpables o no— mientras los verdaderos criminales del poder se pasean impunes, blindados por la propaganda. La moral pública se redujo a la adoración del líder; todo lo que no encaje en su narrativa se elimina, se calla o se encarcela.
El verdadero horror, sin embargo, no está solo en el autoritarismo, sino en la aceptación casi festiva de la población. Cansados de promesas rotas, muchos han optado por creer en la ilusión del «rey filósofo», aunque eso signifique entregar sus derechos a cambio de una paz frágil y maquillada.
Bukele ha convertido la desesperanza en una estrategia de control. Ha tomado el desencanto colectivo y lo ha reciclado en obediencia. Ha perfeccionado la corrupción al volverla invisible, camuflándola entre luces led y discursos de «nueva era».
Como en la novela de Castellanos Moya, lo que más duele no es el país ruinoso, sino la gente que ha aprendido a vivir entre las ruinas sin siquiera quejarse. Porque cuando el asco se normaliza, ya no indigna: simplemente se respira.
Si no recuperamos la capacidad de indignarnos, de cuestionar, de rebelarnos contra esta falsa moral que premia la obediencia y castiga la conciencia, El Salvador no solo seguirá podrido: será irreparable.
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