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El problema del militarismo

José M. Tojeira

La debilidad de los gobiernos y su incapacidad a la hora de resolver los problemas nacionales ha hecho que en América Latina retornen formas de militarismo. Algunos países más avanzados en el campo del desarrollo, especialmente en el cono sur, han conseguido mantener a los militares en sus cuarteles. Pero en otros, y de un modo muy particular en Centroamérica, los militares han vuelto a tener prestigio después de algunos años en que habían caído en el descrédito a causa de los crímenes cometidos en los años ochenta del siglo pasado y de la corrupción que rodeó a sus altos mandos.

El afán de resolver rápido las cosas, el tema de la seguridad y la tendencia al uso de la fuerza cuando las instituciones legales no funcionan, contribuyeron a este retorno del militarismo. El Salvador no ha sido la excepción en Latinoamérica. Ya los gobiernos previos al actual protegieron a criminales del pasado y en general trataron al ejército con guante de seda. El gobierno actual, consciente del papel creciente de la Fuerza Armada en la vida política, ha buscado establecer una alianza creciente, más allá de lo que la actual Constitución dispone. “Amor con amor se paga”, que decía el dicho popular, y aunque brevemente, la comunicación gubernamental nos dejó ver recientemente al militar y Ministro de Defensa aplaudiendo con entusiasmo el anuncio del Presidente anunciando que se presentará a la reelección.

Tras una inicial apariencia de independencia respecto al ejército, con la eliminación del nombre de Monterrosa de los muros de la brigada de San Miguel y las promesas fallidas a las víctimas del Mozote, todo ha vuelto a la tendencia de los gobiernos anteriores. Pero por supuesto con las características de propaganda del gobierno actual, capaz de convertir en apariencia de bondad lo que es abuso de la fuerza. El apoyo preferencial a la Fuerza Armada ha sido evidente en hechos ni correctos, ni, mucho menos, ejemplares. El cierre de archivos militares respecto a la masacre de El Mozote y de otros crímenes del pasado no es nuevo, pero en esta ocasión se llevó a cabo impidiendo con gente armada el derecho de un juez a revisar la documentación militar respectiva.

La presencia amedrentadora del ejército en la Asamblea, cuando el Presidente se la tomó por la fuerza, visibilizó a un ejército capaz de saltarse normas básicas de la democracia. El involucramiento en tareas de seguridad con cierta frecuencia abusivas, tanto durante los días duros de la pandemia como en el semestre que llevamos de régimen de excepción, ha puesto a la Fuerza Armada, aunque de forma limitada de momento, en la dirección de los antiguos esquemas de seguridad nacional que tanto daño causaron en América Latina. El aumento considerable en el presupuesto militar, la pretensión de duplicar su número e incluso la idea absurda y fallida del servicio militar obligatorio suenan al mismo tiempo a premio para la Fuerza Armada y a amenaza para la ciudadanía.

El problema es legal y moral. Desde la legalidad el ejército tiene funciones muy concretas. Y ciertamente el cuidado de la seguridad ciudadana no es una de ellas. La tendencia militar a funcionar con el dualismo amigo-enemigo y a convertir en guerra cualquier acción encomendada para corregir problemas sociales convierte a los ejércitos en mecanismos de contención social muy peligrosos para seguridad de las personas. Desde la moralidad, un ejército como el nuestro, con una historia de violencia muy trágica y oscura, no es el mejor instrumento para acumular funciones de seguridad.

Y más en la medida en que ha sido incapaz, como institución, de reconocer los crímenes cometidos en la guerra civil. El reconocimiento de los errores resulta siempre indispensable para que las instituciones no los repitan. Y cuando los errores no son tales, sino crímenes de lesa humanidad, la petición institucional de perdón se vuelve indispensable. El hecho de que en bastantes países de América Latina se esté utilizando a la Fuerza Armada para reforzar poderes civiles con tendencia autoritaria, no es bueno para la historia social de nuestros países. Entre nosotros la democracia necesita crecer en el campo de la legalidad democrática, y fortalecerse más desde el respeto a la ley que desde el cultivo de la fuerza.

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