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El amor en los tiempos de la mascarilla (1)

René Martínez Pineda
Sociólogo, UES

Estos meses ha sido un imperativo moral y un acicate sociológico escribir sobre la pandemia y su arreo principal: la cuarentena, en tanto hechos que se convirtieron en la brújula de lo histórico-cultural y en la coartada exquisita de la exclusión social promovida por el capitalismo digital que, desde el primer día del siglo XXI, quiere cortar todos los lazos de las relaciones sociales cara a cara para acabar, de una buena vez, con la conciencia social, y ponerle fin a la ideología de las víctimas. Desde el ombligo de marzo -encerrado en mí mismo entre cuatro paredes muy íntimas para cumplir el deber ciudadano de frenar, con uñas y dientes, el temible contagio; encerrado en las horas escatológicas de la madrugada sin saber si suicidarme o masturbarme recibiendo una clase virtual levemente odiosa-, vuelvo (con la ayuda de Sófocles, Boccaccio, Defoe, Poe, London, Camus y García Márquez) a aquellos años en que estuvimos en peligro, y lo hago con el propósito de repasar, como si se tratara de una olvidada lección de historia, el significado de la incertidumbre kafkiana que vivimos en la actualidad, a pesar de que es un tiempo-espacio recorrido muchas veces.

Sófocles y su Edipo Rey (425 a.C.) que se compromete a erradicar la peste frente a la multitud suplicante de su pueblo que ve -¡oh, dura hija de Zeus!- a sus hijos en el suelo portando la muerte; el pícaro Boccaccio y su ardiente y lácteo Decamerón (1,348) en el que narra la mortífera peste de las hinchazones que crecían al tamaño de un huevo o de una manzana; el bohemio Poe encarnando a El Rey Peste (1,845) que nos jura que “jamás una peste había sido tan espantosa y tan fatal que la sangre era su encarnación y su sello: el rojo y el horror de la sangre que comenzaba con agudos dolores, un vértigo repentino, y luego los poros sangraban y acaecía la muerte”; o el entrañable García Márquez que conoció El Amor en los Tiempos del Cólera (1,985) a través de la mente maravillosa del doctor Juvenal Urbino quien “apenas terminados sus estudios de especialización en Francia, se dio a conocer en el país por haber conjurado a tiempo, con métodos novedosos y drásticos, la última epidemia de cólera morbo que padeció la provincia”, no sin antes sufrir sus personales Cien Años de Soledad (1,967) desde que “José Arcadio Buendía se dio cuenta de que la peste había invadido el pueblo, y por eso reunió a las jefes de familia para explicarles lo que sabía sobre la enfermedad del insomnio, y se acordaron medidas para impedir que el flagelo se propagara a otras poblaciones de la ciénaga”… Todos ellos me explican con horrorosos y pestilentes detalles -con la premonición propia del genio literario- lo que está sucediendo hoy, y hacen que me sumerja en el mar tenebroso del compromiso social de comprender los terribles efectos que causa en el alma de lo cotidiano una pandemia tan letal que, no obstante ser una recurrencia, nos agarra distraídos.

Como singularidad sociológica, podríamos decir que se trata de la ruleta rusa de la historia que jugamos esperando, con el culo haciendo un nudo ciego, que nunca nos toque la bala maldita, o sea el virus que llega cuando menos se le espera, aunque lo estemos esperando… y entonces, ya metidos en el solitario laberinto de los epicentros constitucionales, da igual si tenemos alta tecnología o no tenemos ninguna.

De las pandemias digamos que se puede predecir la lógica de los flujos migratorios de los virus, y su danza de la muerte, si tenemos la prudencia de estudiar los casos previos a través de los ojos de las víctimas, y esas víctimas confiesan, arrepentidas, que las cosas empeoran el día después, siempre el día después en que salimos a las calles como potros desbocados. Desde la plaga de Justiniano (del año 541 al 543) hasta la pandemia del coronavirus –poniendo en medio la peste negra, la viruela, el sarampión, la gripe española y la corrupción salvadoreña- es común ver a la gente luchando frontalmente para difuminar el contagio, con las mismas ganas con que se trata de olvidar la hermenéutica de una pesadilla jurídica; desde la procesión que organizó el papa Gregorio Magno en el año 590 (que fue tan devota que hizo aparecer al Arcángel San Miguel quien con su llameante y filosa espada frenó la epidemia) es común ver los esfuerzos titánicos de la gente sencilla dándole vida a sus mejores fetiches para impedir que el brote de una enfermedad desconocida se convierta, por sus propios méritos, en una pandemia que nos desconozca a todos y nos amenace con enterrar en una fosa común las tradiciones culturales y los toqueteos que nos dan identidad. A eso se le teme: a la muerte física y la muerte cultural, y el miedo nos recomienda aferrarnos a los hacedores de milagros de este mundo y del otro.

Este tipo de tragedias sanitarias y sociales me convencen de que las personas tienen una memoria corta que, por ser tal, se convierte en el cuerpo del suicidio, ya que espera con desdén a la siguiente peste sin preparase para recibirla, tal como lo dice con agonía irreal uno de los personajes de la Peste (de Camus): “No me importa esperarte cuando sé que tienes que venir”. Esa espera sin esperar lleva a la gente a buscar respuestas solo cuando ya está parada en la situación límite que exige información del presente y del pasado, porque, como concluye Camus, “todo lo que el hombre puede ganar al juego de la peste y de la vida es el conocimiento y el recuerdo”.

Atormentados por el miedo al contagio y por el hastío de una cuarentena que tiene días que duran meses, la gente busca en el viejo armario del pasado familiar las pestes negras que vencieron sus ancestros, pensando que pueden aprender algo aferrados a la fe macondiana de que la vida siempre es más larga que cualquier cuarentena, y que solo se necesita paciencia, resignación y mucho ungüento de altea calentado en las manos de las abuelas que saben cómo vencer a la muerte. “¿Y hasta cuándo cree usted que podemos seguir en este ir y venir del carajo? -le preguntó-. Florentino Ariza tenía la respuesta preparada desde hacía cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches. Toda la vida –dijo-”.

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