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De Roque enroque: cromos de historias entrelazadas

Gabriel Otero*

MÉXICO D.F. 1983

Por maniático llegué temprano, el Teatro de la Ciudad en minutos se atiborró como si fuera la penúltima vez que alguien quisiera escuchar poesía, el leitmotiv era el homenaje a Roque Dalton a ocho años de su muerte, la fecha, principios de mayo de 1983.

A mis pasados 17 años había leído poco de él, casi nada, pero sus versos calaban hondo: el Poema de Amor era el bálsamo de los exiliados, el memento de una patria ingrata víctima de la amnesia, ese pedazo de tierra por el que todos peleaban, “si Nicaragua venció El Salvador vencerá” clamaban seguras las consignas sin reparar en la debilidad de sus silogismos.

Roque era el poeta de la resistencia, el asesinado incómodo, el muerto  gritador de verdades desde su anónima sepultura, los motivos del crimen no se sabían: protagonismos ideológicos, intolerancias, envidias, insidias, alteraciones de la disciplina clandestina, vicios pequeño burgueses atentatorios contra la moral revolucionaria o simplemente pensar y sentir diferente. Algunos dirían que los enanos jamás le han perdonado su altura al gigante.

A tres años del inicio formal de la guerra civil, nadie quería hablar del hecho por aquello de las alianzas entre las organizaciones populares y menos resquebrajar desde dentro al monolito de cristal de la revolución en marcha.

Estaban todos juntos, cantaban “derrotando al tirano enemigo” (1) y ondeaban banderas rojas, muchas de ellas, colmaban los palcos y los pasillos, yo los observaba desde mi lugar a cuatro filas del proscenio, estaban tan enardecidos que de haber sabido que el Gral. Carlos Humberto Romero vivía cerca del Parque de los Venados lo hubieran buscado para incendiarle la casa con su consecuente linchamiento personal y exclusivo.

Yo los escrutaba, un tanto aburrido, cuando a mi derecha atisbé un par de piernas largas, perfectas, morenas, las vi engulléndolas de los muslos a las pantorrillas, al percatarse de mi fisgonearía su dueña sonrió, apenado miré hacia otra parte.

Descubierto en flagrancia voyerista, ella empezó a platicar conmigo, resultó que era usuluteca, se llamaba Gloria de los Ángeles. Y yo que creía que las sucursales del cielo quedaban en Bucarest y Buenos Aires, iluso de mí, ella estaba sentada a mi lado feliz de los gritos de las masas.

Ofelia Medina, la actriz protagonista de “Rina”, la jorobada enamorada, empezó la lectura de poemas de Roque alternándose con Enrique Rocha, además de la relatoría de anécdotas de Eraclio Zepeda en las que contaba cómo se había fugado de la cárcel el susodicho poeta, era un ir y venir de versos interrumpidos por aplausos y más consignas, era un festín en honor a la palabra y memoria de Dalton.

Leyeron buena parte de los Poemas Clandestinos e Historias prohibidas del pulgarcito y para cerrar “el guanacos hijos de la gran puta, eternos indocumentados, los hacelotodo, los vendelotodo, los comelotodo, mis compatriotas, mis hermanos” (2) en las voces de Yolocamba Ita.

Fue la conmoción y el delirio, algunos lloraron como si las lágrimas los acercaran a un país que los destierra desde que nacen, otros endurecieron el rostro y levantaron el puño izquierdo, cada quien lo interpretaba a su manera.

Las luces se encendieron, Gloria de los Ángeles me tomó de la mano y me dijo que la acompañara a su casa.

LOS POETAS NACEN PARA AMAR Y SER AMADOS

Tenía 25 años y un cuerpo esculpido por la generosidad de la madre naturaleza, intentaba disfrazar su acento salvadoreño con el típico cantadito chilango, su cara le hacía los honores al resto de su anatomía, era una mujer crisol de deseos urgentes y sentimientos intensos.

Vivía en Lindavista, para ser exacto, a siete cuadras de mi casa, no se le podía pedir más a la vida si a la mano se poseían el amor y la lujuria, aunque no en ese riguroso orden.

En teoría, y en la bendita práctica, ella me sedujo con todas las leyes del cuerpo, precisa y diligente, llegó inesperada a robarse mis vestigios personales de lo que llaman adolescencia.

Nos comíamos ansiosos cada vez que se podía y no le gustaba hablar de otra cosa más que de poesía.

Ella me sumergió en los océanos de la obra de Roque Dalton y era una más de su legión de enamoradas porque los poetas nacen para amar y ser amados.

Yo apenas trazaba mis primeros garabatos y de tanto tropezar aprendí que los versos están escritos en las mismas piedras y en todo lo que existe o lo que se inventa.

Con ella experimenté que lo carnal es lo absoluto y que los mañanas no importan si hoy no se viven los instantes. Su lema parecía ser que el tiempo es hoy, aunque cueste la vida.

Es exquisito cuando el amor reside entre las piernas y se complementa entre oquedades, pero tiene la desventaja del hastío si brotan los celos y las territorialidades.

Ninguno de los dos estaba para ser propiedad del otro, yo mucho menos que ella, la sola idea del compromiso espantaba a los muertos,  los andrógenos son volátiles y los ímpetus se me fueron apagando por los acosos.

Dos escenitas bastaron para asesinar la pasión: en una, obscenamente pública, se presentó en mi colegio en exámenes finales a cuestionarme a gritos el por qué no la había visitado en una semana; y en otra, aterradoramente privada, estuvo a punto de tirarse por la ventana con el pretexto de que yo no la quería más.

Sin embargo, sin reconciliación de por medio, nuestra despedida fue triste, se inscribió en un programa de refugiados en Canadá, y según supe, continúa brindándoles su gloria a los ángeles. Afortunados y tolerantes sean.

LA QUE ES PUTA, VUELVE

El 17 de marzo como buenos irlandeses adoptivos celebrábamos puntuales la fiesta de San Patricio. Justificación perfecta para beber ingentes cantidades de güisqui y regalar shamrocks a las deseadas. El Juanito caminante, no surgió ni en Belfast ni en Dublín, pero en sus andanzas escocesas llegaba de invitado de honor a trasnochar en algún bulín de la Ciudad de México.

Éramos cuatro estudiantes de letras admiradores de Oliverio Girondo, Roberto Juarroz, James Joyce, Dylan Thomas, Arthur Rimbaud y el siempre recurrente Roque Dalton. El olor a solemnidad nos producía roña y amábamos la experimentación del rock progresivo.

Nuestro anfitrión era un flemático londinense nacido por albures geográficos en Puebla de los Ángeles. Como fuera, todo él era extremadamente british

Su departamento, que rascaba al cielo, carecía de muebles: una mesa, cuatro sillas, un tocadiscos, dos bocinas y una hilera de dos mil viniles ordenada alfabéticamente, eran los únicos objetos en una superficie alfombrada de 50 metros cuadrados, aparte estaban dos recamaras, un tendedero, la cocina y la terraza.

En la pared principal, justo en la división de la sala y el comedor, nuestro anfitrión, había dispuesto un mural en el que yacían testimonios de borracheras pretéritas, mensajes inspirados en crepúsculos, noches y albas de elocuencia inesperada, versos individuales y colectivos, ensayos ideográficos de la palabra, declaraciones de principios y uno que otro secretito de amor expuesto al escrutinio poético.

Nosotros éramos los beodos de cabecera, los poetas en ciernes, los originales, los que creíamos que la carrera de letras era sólo una guía de lecturas, los que nos suicidaríamos antes de cumplir la tercera década, los integrantes de la corriente de en la más médula, los que detestábamos a Saussure y a Chomsky, los que cambiaríamos la placidez literaria reinante con la revista La Lezna Deleznable y por lo mismo nos sobraban féminas que se comportaban como groupies.

La rebeldía atrae a las mujeres libres y justas, es una flauta mágica dulcemente tentadora para las inconformes, tuvimos la fortuna de encontrarnos con muchas de ellas y compartir algo superlativo a las convicciones.

Yo me burlaba de nuestro anfitrión porque por alguna caballeresca y extraña predilección acechaba y andaba con las que habían sido mis amantes.

Y en una revelación, en la madrugada siguiente al día de San Patricio, se me ocurrió evocar uno de los refranes populares salvadoreños plasmados por Roque Dalton en sus Historias Prohibidas del Pulgarcito y escribí en el mural: “La que es puta, vuelve”.

La frase causó las carcajadas generales y la seriedad mortuoria de nuestro anfitrión, quién sabe qué hilo sensible jalé de la madeja, su cara de “ya váyanse a la mierda” fue notoria, pero no articuló lenguaje audible ni en inglés ni en español. A pesar de ello, ninguno de nosotros le hizo caso, la fiesta siguió hasta que nos quedamos dormidos uno a uno sobre la alfombra.

Cuatro días después no fui al festejo de la llegada de la primavera, que bueno que no lo hice, la novia de nuestro anfitrión, otrora amante mía, asistió a la borrachera, se sintió aludida con el refrán y escribió silenciosa su continuación: “La que es puta, vuelve….pero no con los cerdos que se revuelcan en la mierda”

Hoy todos somos grandes amigos.

PREGUNTAS IMAGINARIAS AL COMANDANTE

Sonríale a la cámara, comandante, no se sienta acosado, es una lente y un flash, no los confunda con los destellos de los Hueys en picada, nadie lo va a bombardear, le haré cuestionamientos incómodos, los usuales, los que usted ya sabe, yo soy una equis o una ye representando la vox populi, la vox dei, a esos ojos ciegos que lo vieron en su pretendido ascenso a la redención de los caudillos.

¿Qué se sentía matar, comandante?  Revitalizador ¿verdad?, la sangre del enemigo le inyectaba ánimos, la revolución es un vampiro alimentándose de la sangre de los lacayos del capital, nótese la carga ideológica de la imagen para sentirnos en confianza.

Comandante, qué tiempos aquellos, pero recuerde que ahora es gobierno, que pena que su legado sea una camisa apretada estrangulándole el cogote, pero es, como usted dice, su derecho por haber participado en el proceso.

Hoy, comandante, es el retrato de la moderación, ría, carcajéese, respire y convenza a todos que tiene limados los dientes.

Usted es duro, comandante, un gran y justo guerrero no debe darse el lujo de escarapelar cicatrices, usted es práctico, el disfraz de civil es una losa, los camuflajes con lodo y hojas son la nostalgia abandonada en la montaña.

Usted es parte del pasado, comandante, me lo imagino ortodoxo y estólido, los guerrilleros y los locos son dignos de respeto, ambos monologan y gritan incoherencias.

Comandante, ¿cuál era el plan dictado por el petit comité y la asamblea revolucionaria?, la guerra popular prolongada libre de revisionistas, esos parásitos del materialismo histórico inmerecedores de la vida, pequeños burgueses, intelectuales de cerveza y café que discuten y planean, hablan y se esconden, desviaciones del hombre nuevo, nada que ver con el valiente matador de canallas (1) desterrando tiranías.

¿No se arrepiente, comandante? al poeta ejecutado le regalaron la inmortalidad, le llegó como el agua de mayo. Lo exterminaron antes de cumplir su cuarta década.

Diga, comandante:

“¿Qué hacer si sus peores enemigos

son infinitamente mejores

que usted?

Eso no sería nada. El problema surge

cuando los mejores amigos

son peores que usted.

Lo peor es tener sólo enemigos.

No. Lo peor es tener sólo amigos.

Pero, ¿quién es El Enemigo?

¿Usted o sus enemigos?

Hasta la vista,

amigo.” (2)

Comandante, las intrigas, dogmatismos y torpezas, tan propias de sectores de la izquierda salvadoreña, causaron el “ajusticiamiento” del poeta eufemismo vil y llano de asesinato, verbo recurrente en la retórica revolucionaria, ¿qué argumento es válido frente a una pistola, escopeta, metralleta, o lo que sea?, sé que usted me responderá que es consecuente y por ende actuó como tal.

Por cierto, lleva 48 años de vivir en las entrañas del gran pez, ¿ya se acostumbró comandante?

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*Gabriel Otero. Fundador del Suplemento Tres mil. Escritor, editor y gestor cultural salvadoreño-mexicano, con amplia experiencia en administración cultural.

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