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Viento de ceniza (8 bis)

Carmen González Huguet 

 

Tengo mi propia red de informantes. Y es mejor que la de la policía.

¿Y eso por qué?

Porque solo yo puedo darles lo que más quieren. A ellos y a Adán Maldonado.

¿Y eso es…?

Justicia. O venganza. Es lo mismo. Eso jamás se los va a dar la policía. En el camino, el general y sus agentes han hecho muchos enemigos: gente importante y personas comunes… Y bien sabés que en una guerra no hay enemigo pequeño. Además, ayer recolecté un par de cosas interesantes  afirmó.

¿Qué cosas?

Sin que se dieran cuenta, recogí huellas de Samanta, de la madama y de Wendy. Estoy seguro de que nos darán información interesante. Ya le envié copia a Morrison. Se comunicará.

Mientras hablaban, cada uno acabó con un buen bistec acompañado de ensalada y papas fritas, una copa de tequila, más jugo de naranja y café.

¿Y entonces, cuál es el curso de acción?  preguntó el inspector.

Por ahora esperar a que Morrison nos mande lo que tenga sobre estas personas… Después, veremos…

Aquello no le hizo gracia a Jaime, que no estaba hecho para la inmovilidad.

Pero como ya sé que no te gusta estar de balde, ¿qué te parece si hacemos una visita al negocio del general?

El inspector lo miró dubitativo. ¿No sería contraproducente meterse en la boca del lobo? ¿Y si se topaban con él, no sería eso ponerlo sobre aviso?  Pero una vez que había tomado una decisión, no era fácil que Rafael Seigner cambiara de idea. Y por otro lado, Jaime se daba cuenta de que poco a poco su amigo empezaba a armar un plan de ataque.

No se hizo de rogar y terminó acompañándolo. Por lo menos, el chapín aceptó que se disfrazaran. En una empresa de mantenimiento propiedad de la familia les prestaron dos uniformes. Así vestidos abordaron el Land Rover y se dirigieron a la clínica con una orden de reparaciones eléctricas.

Dejaron el vehículo estacionado en el sótano de un centro comercial cercano. De ahí caminaron tres cuadras hasta la clínica. Los dejaron pasar y deambularon a sus anchas por todos los pasillos. Sin que se dieran cuenta, Jaime tomó fotos con el celular y Rafael anotó qué había en cada piso. A la noche, cuando regresaron a la Antigua, el inspector escribió a Morrison y le pidió información sobre la clínica para cruzarla con sus datos. Era preciso tener claro cómo operaba el equipo de trasplantes: ¿dónde permanecían los donantes antes de la operación?, ¿cómo extraían los órganos?, y sobre todo, ¿adónde metían los cadáveres en los barriles antes de ir a enterrarlos a la frontera? A Jaime, que lo discutió con Rafael, le parecía que todo eso no lo hacían en la clínica.

Para entonces, los datos sobre las huellas habían llegado por correo electrónico de alta seguridad. Había repetido los pedidos de información a Sebastián Ulloa sobre todas las personas que estaban investigando.

Esa noche Jaime no quería salir, de modo que antes de regresar a casa pasaron a un supermercado. El inspector no era un gourmet como el doctor García, pero sabía cocinar y había compartido con él más de una receta. Salcochó ligeramente un pollo y luego lo asó a las brasas, adobado con romero, tomillo y perejil, y también cubrió con papel de aluminio unas papas que colocó sobre la parrilla, mientras Rafael preparaba una ensalada mediterránea. Estaban poniendo la mesa y preparando una salsa cuando el celular de Jaime sonó.

Mirá tu correo electrónico  dijo la voz.

Y colgó sin esperar respuesta.

Obedeció y leyó el mensaje de Sebastián: «Jueves 16, $2,100, K. Demir, Platinum, z. 10».

Creo que la cena tendrá que esperar  dijo, revisando la hora en su teléfono.

Eran las ocho. Aquella cifra: $2,100, tenía el signo de dólar nada más para despistar. Era la hora de la cita: las dos mil cien. Las nueve de la noche. Z. 10 era la zona 10 de la ciudad de Guatemala. Salieron a la estampida. Rafael condujo a ciento cincuenta por las mortales curvas entre la Antigua y Mixco. Una vez en la Roosevelt, el tráfico pesado lo obligó a ir más despacio. A pesar de todo llegaron a la terminal antes que el autobús.

Jaime había escrito K. Demir en letras de molde, con un marcador grueso de tinta negra encima de un sobre manila, y con aquel cartel improvisado se acercaron a los pasajeros que bajaban y reclamaban su equipaje.

K. Demir resultó ser una muchachita con cara de elfo y cuerpecito de colegiala que los saludó con fuertes apretones de mano y un castellano impecable, aunque con un fuerte acento que Jaime no supo identificar. Después resultó que ella era de origen danés. Dijo llamarse Karen Demir, y además, que era hija del cónsul de Dinamarca.

Al parecer, era amiga de Sebastián Ulloa desde hacía tiempo (¿a qué horas?, pensó el inspector, si ella parecía tener quince años). La enviaba porque era una hacker experta. Jaime no sabía si creerle o concluir que todo era una tomadura de pelo. Extraño sentido del humor, pensó. Pero para entonces ya habían sacado la maleta y la colocaron en la parte trasera del Land Rover. Abordaron y Rafael arrancó de inmediato.

Durante el trayecto, Jaime la examinó de reojo. Se había colocado en medio del amplio asiento delantero del vehículo y lo observaba todo con una curiosidad infantil, con aquellos enormes ojos glaucos abiertos de par en par.

Tenía los pómulos altos, las cejas pobladas pero bien delineadas, la boca pequeña y una sonrisa irresistible de dientes perfectos. Y además, notó el inspector, sobre aquel cutis de alabastro no llevaba ni una gota de maquillaje. Solo un perfume primaveral, tal vez mezcla de lavanda y rosas, que se escapaba del cuerpo en apariencia frágil como una porcelana.

En cuanto llegaron, confesó:

Me muero de hambre.

Dejaron la maleta junto a los escalones que subían al segundo piso y se sentaron a cenar en la mesa de la cocina. Ella se quitó el enorme suéter de lana que le llegaba a las rodillas. Debajo asomaba un vestido manga larga con escote redondo, muy simple, con el ruedo a la mitad del muslo, leotardos, botas de gamuza altas, sin tacón, y sobre la frente una boina francesa, todo de color negro.

Decir que era flaca era quedarse corto, confesó Jaime. Parecía una ranita. Su cabeza apenas llegaba al hombro del inspector, y su pelo castaño, muy claro, era corto como el de un muchacho. Parecía un cruce entre Natalie Portman y Audrey Hepburn.

Sin embargo, aunque no tenía una belleza clásica ni mucho menos opulenta, de toda su persona emanaba un encanto irresistible. Era una niña bien educada, de esas que dicen «por favor», «gracias» y «con permiso».

Comió diseccionando los manjares con precisión de cirujano y con la urbanidad de un embajador, pero para sorpresa de Jaime, con aquellos modales finos engulló un kilo de carne, la mitad de la ensalada y media docena de papas.

También le sorprendió que hubiese conectado de inmediato con Rafael, a quien hizo reír a carcajadas con un sentido del humor demasiado retorcido para una menor de edad. La cena transcurrió del modo más ameno. La condujeron a su habitación donde ella colocó la maleta y regresó al pasillo:

Bueno, ahora díganme donde voy a trabajar.

Jaime y Rafael se miraron interrogantes. Pensaron que estaría cansada y querría dormir.

Sí  repitió, como si fueran dos niños díscolos . Después. Ahora, ¿dónde está la computadora?

Bajaron al sótano y Rafael abrió el despacho. Le mostró la desktop, le escribió en una hoja de papel la contraseña y vio con sorpresa cómo, ante la pantalla, la muchachita menuda se transformaba en un klingon. En poco tiempo rompió los protocolos de seguridad de la clínica. Había conectado un disco duro externo a la computadora y copió sin problema todos los archivos. Después, se limitó a desconectarse del sistema y comenzó a analizar la información que había bajado.

Tienen la contabilidad en línea, lo mismo que los inventarios… Sería interesante analizar todo esto… ¿Les importa?

Los dos hombres se miraron el uno al otro, sin comprender lo que ella decía.

Que se vayan a dormir, que aquí no me sirven de nada y, en cambio, ustedes necesitan descansar. Cuando termine, les aviso.

No hicieron comentarios. En cambio, ambos se limitaron a dar media vuelta y obedecer sin chistar.

* * *

Muchas horas más tarde, Jaime abrió los ojos en medio de las sombras y se sentó de golpe, en la cama, sorprendido al encontrarse en un dormitorio que no era el suyo, el de su casa de la colonia Flor Blanca. De modo instintivo había llevado la mano a la pistola que guardaba debajo de la almohada y en aquel momento apuntaba hacia la oscuridad.

Le tomó varios segundos caer en la cuenta de que estaba en casa de la familia de Rafael. Echó a un lado las cobijas y sintió cómo el frío nocturno le dejaba la piel de gallina, a pesar de que la ventana permanecía herméticamente cerrada y con las cortinas corridas. A tientas, sin encender la lámpara de la mesita, buscó las pantuflas al lado de la cama y se dirigió al pasillo. Leyó la hora en el reloj sujeto a su muñeca izquierda. Eran las cuatro de la mañana.

Apartó las cortinas y vio el cielo negro como la boca de un lobo. Decidió que a pesar del frío y del sueño, era inútil volver a la cama. Se desnudó, se dio una ducha rápida y se vistió: los bóxers, unos jeans desteñidos, una camiseta blanca, manga larga, que se le pegaba al cuerpo como una segunda piel, y un suéter de cuello de tortuga de suave lana negra. Se puso calcetines blancos y las zapatillas de deporte grises.

Metió la ropa sucia en una sobre funda y se dirigió a la cocina. Puso café y agua en la cafetera y la encendió, mientras la carga de ropa y detergente giraba en la lavadora con un rumor suave y monótono. Confiaba en no estar levantando a nadie con tanto ruido.

Cuando el café estuvo listo, sirvió dos tazas y bajó al sótano. Encontró a Karen todavía clavada ante la pantalla. Había encendido su laptop y mientras hablaba con Sebastián por skype, seguía tecleando ante la desktop de Rafael.

Buenos días  su voz sonó más grave aún que lo usual.

Se aproximó y dejó la taza a la derecha del teclado. Karen no se volvió ni alzó la cabeza. Escribía algo en aquel momento y parecía totalmente enfrascada en su labor. Cuando sintió el olor del café, se dirigió a Sebastián:

Bueno, por ahora eso es todo. Me voy a tomar un descanso. Te llamo luego  dijo, y cerró la comunicación.

Se volvió entonces hacia Jaime y dijo:

Buenos días. Gracias por el café.

De nada  dio un sorbo.

Al parecer, a ella le gustaba negro, sin leche ni azúcar, como a él, porque bebió ávidamente sin interrumpirse.

Jaime añadió:

¿Cómo vas?

Bien, creo… Morrison me ha ido pasando copia de los dossiers que tiene sobre cada uno de los médicos y técnicos. Es todo muy interesante… Pero preferiría hablar de esto cuando estemos reunidos con Rafael, para no repetir, si no te importa… Además, he encontrado algo muy curioso. Mira esto…

Tecleó y en la pantalla de la desktop apareció un cuadro de inventario. En él había una serie de números y descripciones de equipos. La ubicación aparecía denominada solo como «edificio B».

¿Cuándo fueron a la clínica no averiguaron nada sobre alguna otra edificación aledaña?

Jaime negó con la cabeza.

¿Dónde creés que pueda estar ese tal «edificio B»?  preguntó Karen.

La pregunta era más bien retórica, pero Jaime respondió.

No lo sé. Pero, ¿qué tal si los trasplantes no los realizan en la clínica? ¿Qué tal si los hacen en otra parte con un equipo reducido de cirujanos y a la clínica solo llevan los órganos? De esta manera, sería menor el número de personas en el secreto…

Y luego añadió:

¿Has encontrado notas de remisión de suministros?

Dejame ver… ¿Suministros médicos?

Sí  repuso Jaime . Ah… Y también cemento. Muchas bolsas de cemento… Y barriles plásticos. De esos que tienen unos doscientos litros de capacidad… Pero creo que mejor lo dejás descansar un rato. ¿Desayunamos?

Karen asintió. Se desperezó con la coquetería de una gata y se levantó. Siguió a Jaime hasta la cocina. Concluido el ciclo de lavado, el inspector sacó la ropa y la metió en la secadora.

Mientras ella exprimía las naranjas para el jugo, él preparó una cacerola de frijoles negros refritos y le preguntó si prefería los huevos revueltos o estrellados.

Lo haré yo  afirmó ella, con una indudable voz de mando.

Pusieron la mesa y, cuando el agradable aroma de la comida flotaba en el aire, Rafael apareció. Se había bañado y vestía unos pantalones deportivos azul marino, una camiseta y unos zapatos tenis del mismo color. Se sirvió un café negro mientras Karen cortaba fruta y untaba mermelada en sus tostadas. Desayunaron. Al terminar, se dirigieron al despacho.

Después de trabajar un rato, ella exclamó:

Creo que he encontrado la casa donde efectúan los trasplantes. Jaime tenía razón. Esta dirección se repite en muchas órdenes de suministros. Miren…

Leyó la dirección y luego mostró el sitio en un mapa digital. Oprimió un punto en la pantalla con el ratón y el mapa se convirtió en una imagen de satélite gracias al acceso que Morrison le había permitido a su sistema de vigilancia global.

Hemos rastreado el nombre del dueño en el Registro de la Propiedad Raíz. Fue Sebastián quien hackeó el sitio. El edificio está a nombre de Lucrecia Montesinos. Es médica. Trabaja en la clínica de la zona diez. Y adivinen cuál es su especialidad…

Jaime y Rafael se miraron el uno al otro. Ella tecleó algo y en la pantalla aparecieron una serie de fotos.

Compatibilidad de tejidos para trasplantes. Tiene una asistente para todo: Yolanda Vargas. Es tecnóloga médica y enfermera. Ambas están a las órdenes del cerebro maestro de las operaciones: Harold Villegas. Es médico experto en trasplantes, sobre todo de hígado y de riñones. Estudió en la USAC, se graduó e hizo una especialización en… Georgetown University…

Los tres se miraron sorprendidos.

¿Morrison sabe esto?  preguntó Jaime.

Sí. El me pasó los dossiers anoche. Los leí esta madrugada…

A continuación, Karen fue pasando fotos y presentándoles la información de cada uno de aquellos sujetos que ayudaban en los trasplantes.

¿Tenés manera de seguirle la pista allá? ¿Qué hizo ese sujeto en Georgetown, cómo fue su rendimiento, en qué procedimientos se especializó, aparte de los datos que nos ha entregado Morrison?  preguntó el inspector.

Veré qué puedo hacer  repuso Karen.

Pero antes de que sigás… ¿No deberías descansar un rato?  preguntó Rafael.

Jaime maldijo para sí. Claro: la chica no había dormido un segundo en toda la noche. Sin embargo… también había que seguir. Karen dijo:

Intentaré entrar en los archivos de Georgetown con la ayuda de Sebastián y luego prometo que dormiré un rato. Pero estoy bien, de veras… Ayer dormí en el autobús, todo el camino…

Genial, pensó Jaime. Durmió cinco horas y lo dice como si hubiese tenido quince días de vacaciones.

En lo que tú hacés eso… y descansás…  Rafael enfatizó la palabra , Jaime y yo nos concentraremos en el edificio B.

La joven asintió con cara de no quebrar un plato, pero Jaime se imaginaba que era una máscara engañosa. Terminaría saliéndose con la suya en cualquier tema que se le ocurriera, pensó.

Entre tanto, los dos estudiaron los planos que Sebastián había sacado del Registro de la Propiedad y que Karen había cruzado con las imágenes satelitales. La verdad, se dijo Jaime, aquello parecía un bunker: altos muros, alambre razor… de seguro tendrían perros vigilando el perímetro.

Fue Jaime quien encontró aquel plano al parecer incomprensible entre las imágenes enviadas por Sebastián.

¿Qué es eso?  preguntó Rafael.

Al parecer, es un sistema subterráneo. Aunque no está claro para qué sirve: teléfonos, electricidad, quién sabe…

¿Y dónde termina?

Aquí… aquí… y aquí…  señaló Jaime . Afuera del perímetro vigilado.

Un plan comenzaba a tomar forma en su cerebro.

Creo que podremos entrar. Dame tiempo y pensaré en el procedimiento.

Perfecto  afirmó Rafael . Ahora hay otras cosas que requieren nuestra atención.

Tomaron sus chaquetas y Seigner condujo hasta la ciudad. Se estacionó en el sótano de un edificio de oficinas de la zona uno. Subieron.

Al igual que el resto del inmueble, el ascensor había conocido mejores días. Atravesaron el pasillo en penumbras, iluminado solo por una ventana, al fondo, que daba a un patio interior. Rafael abrió la oficina y lo hizo pasar. Marcó un número en el teléfono fijo y poco después apareció la primera de una serie de personas, cada una a cual más extraña: un cartero, una vendedora de lotería Santa Lucía, una pareja de supuestos Testigos de Jehová, un zapatero remendón, un hojalatero, un paletero, un vendedor de pan, una mujer que compraba papel periódico, botellas y latas vacías, un sereno, un mendigo… en fin, una especie de corte de los milagros que desfiló ante Rafael y fue vomitando información.

Cada uno, en distintos días y horas, había ejercido su vigilancia por la calle donde se ubicaba el bar aquel en que habían encontrado a Wendy, y se habían asomado, con mejor o peor fortuna, a aquel antro de perdición. Lo que sacaron en limpio fue que, en efecto, el mal encarado era quien en verdad mandaba en aquel negocio.

La gorda, La Camiona, solo cobra. Y, claro, le toca lidiar con las muchachas. El que administra es él. Y también el que le lleva el dinero al «Jefe», porque el changarro no es suyo.

¿Y cómo se llama este fulano, el administrador?

Le mientan El Tacuazín  afirmó el cartero . Pero por un sobre que alguna vez le entregué supe que se llamaba Doroteo Rodezno.

Rafael marcó un número en su celular y le contestó Karen, que anotó el nombre. «No se fue a dormir», pensó Jaime. Pero todos tenían otras cosas más urgentes en qué pensar en ese momento. Les alarmó algo que les dijo el mendigo, que resultó ser el más observador de todos:

Ver también

«Orquídea». Fotografía de Gabriel Quintanilla. Suplemento Cultural TresMil, 20 abril 2024.