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La reducción del número de municipios: el municipalismo como radicalidad democrática (1)

René Martínez Pineda (Sociólogo, UES y ULS)

Una genuina y absurda crisis económica y un disparate constituyente del modelo territorial de “pedacitos” regalados como tarjetas de navidad; de feudos diminutos y aislados, hasta de sí mismos, y que exigen el tributo del rey para no tener necesidad de hacer algo significativo; o de “presidentitos” que, orgásmicos, construyen palacios romanos para sentirse Nerones edilicios y darle una dudosa realeza a sus nalgas… así podríamos resumir la ilógica lógica política de la distribución territorial del país en 262 municipios (Costa Rica, con casi el triple de territorio que El Salvador, tiene 84 municipios, llamados Cantones, que son gobernados por un alcalde) la cual, para comprenderla en términos sociológicos, nos obliga a partir de las principales consideraciones en torno a ella, lo que nos llevará a reconocer y a apurar la necesidad de volver a la racionalidad como acto administrativo (nueva iniciativa política en clave de Estado que se reinventa para que no lo inventen) que linda con lo sociocultural y con lo paradójico, porque la reducción (del número de municipios) se traducirá en un aumento del tamaño del territorio nacional (el desarrollo local como multiplicador de la eficiencia y como mayor productividad) sin que se agregue ni un tan sólo centímetro a los kilómetros cuadrados del país. Esa paradoja, incomprensible si se usa el pensamiento lineal, es, perifraseando al sociólogo Boaventura de Sousa Santos, una redención del municipalismo como territorio de construcción social de la hegemonía cultural y de la radicalidad democrática que reivindica por sí misma, tanto la identidad con el país como con la ciudad o municipio en el que se vive.

Dentro de las premisas sociológicas -mismas que explican que hoy sea factible impulsar una reducción del número de municipios sin poner en peligro la gobernabilidad- está la rebelión electoral en El Salvador, en 2019 y 2021 (la cual tendrá su segunda prueba de legitimidad en las elecciones de 2024, puesto que la primera prueba tiene que ver con los niveles de aceptación del gobierno), la que se produjo como resultado directo de los hechos económicos, políticos y sociales acumulados en los últimos treinta años. Y es que, al menos desde hace tres décadas, el pueblo venía resintiendo -en medio de desilusiones electorales y del genocidio ejecutado por la delincuencia- la crisis del bolsillo cotidiano producto del desempleo, las privatizaciones, los bajos salarios y la delincuencia como funcionario invisible del Estado, independientemente de las crisis cíclicas del sistema económico capitalista, tal como la crisis financiera de 2008 tras la quiebra de Lehman Brothers.

Hay que decir que los efectos de la crisis del bolsillo del pueblo se profundizaron por la falta de una visión holística de desarrollo local que permitiera que los municipios se transformaran -per se- en gestores de oportunidades de progreso económico y en distribuidores racionales de la población en todo el territorio. Está claro que la exagerada y absurda cantidad de municipios en El Salvador no sirve para fomentar el desarrollo local -y, lejos de ello, lo estanca o lo reduce, si lo vemos en términos de productividad- pero sí es de utilidad para pagar favores políticos, el cual ha sido, desde un principio, el criterio oculto para ir creando nuevos municipios que, por su cantidad, diluyen la percepción de la corrupción municipal. Como primera conclusión podemos decir que muchos municipios (cuya administración implica una importante erogación anual de fondos del Estado) no son para fomentar el desarrollo local o regional (salvo raras excepciones), sino para fomentar y descentralizar la corrupción como premio de consuelo o como válvula de escape de los costos de las alianzas políticas, lo que ha llevado a que el Estado esté en una condición inerte frente a la patética obsolescencia y corrupción municipal.

Precisamente, esa rigidez en la actuación oportuna del Estado -evidenciada, pongamos por caso reciente, en la problemática del municipio de Soyapango- se combina con una crisis anunciada y evidente del municipalismo que ha acabado reforzando, por un lado, el descontento sociopolítico generalizado y, por otro, la concreción de una “no identidad” municipal que se ha venido consolidando bajo la bandera de múltiples partidos políticos. Por esa razón, la propuesta de disminución del número de municipios en un tiempo de transición -lo racional de la territorialidad- puede constituirse -en el marco de un debate serio que privilegie la noción y el sentimiento de país- en una de las micro tendencias hacia otros contextos de identidad sociocultural e identificación colectiva que le darán -siguiendo al Gramsci de la guerra de posiciones- un nuevo sentido de pertenencia a las ciudadanías; a la gobernabilidad desde el territorio para que la gente no sufra la deflación creciente del poder; a la hegemonía cultural como premisa de lo político y, en definitiva, al mismo espectro político electoral.

En ese sentido, la propuesta es una respuesta a la visión soberanista del país desde la radicalidad democrática del municipalismo que se piensa como un dinámico componente orgánico de la nación, y no como un simple espacio administrativo para cobrar tasas, hacer festivales gastronómicos, esconder curas de dudosa reputación sexual y, por supuesto, ganar el concurso de la mejor y más cara fiesta patronal.

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