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La Nueva Guerra Fría: EE.UU., China y Rusia en la Lucha por el Poder Global

Omar Salinas
Ingeniero y Analista en Tecnología, Ciencia y Política.

El mundo está atravesando una transformación geopolítica sin precedentes, donde la hegemonía ya no está en manos de una sola potencia. Estados Unidos, China y Rusia compiten por definir el equilibrio de poder en un contexto donde la guerra en Ucrania, el regreso de Donald Trump, el debilitamiento de Europa, la expansión del mundo árabe y la crisis estructural en América Latina están remodelando las dinámicas internacionales.

El regreso de Trump a la Casa Blanca ha supuesto un giro drástico en la política exterior de EE.UU. Su postura aislacionista ha debilitado la relación con los aliados tradicionales y ha generado tensiones comerciales, como su reciente guerra arancelaria con México y Canadá. Además, su visión pragmática ha afectado el apoyo estadounidense a Ucrania, planteando un posible retiro o reducción de la asistencia militar y económica, lo que pondría a Kiev en una situación vulnerable frente a Moscú. A nivel interno, su liderazgo sigue polarizando a la sociedad estadounidense: mientras unos lo ven como un defensor de la soberanía nacional, otros advierten que su política errática podría debilitar la posición global de EE.UU. y generar un vacío de poder que beneficie a China y Rusia.

Por su parte, Rusia ha mantenido su estrategia de desgaste en Ucrania, aprovechando el cansancio de Occidente y la falta de una estrategia clara para resolver el conflicto. La guerra no comenzó en 2014 con la anexión de Crimea, sino que ha sido un conflicto de largo aliento que ahora redefine el orden global. A pesar de las sanciones económicas y el apoyo militar a Kiev, Putin ha logrado sostener su ofensiva, apostando a un conflicto prolongado que fracture el respaldo occidental a Ucrania. Con Trump en el poder y su enfoque menos comprometido con la defensa ucraniana, el Kremlin podría consolidar sus avances territoriales y fortalecer su influencia en el espacio postsoviético.

Mientras EE.UU. y Rusia están atrapados en sus propias crisis, China ha emergido como el mayor beneficiario de la inestabilidad global. Sin alinearse completamente con Moscú, Pekín ha expandido su influencia económica en Europa, América Latina y África, aprovechando las debilidades occidentales para fortalecer sus lazos comerciales y diplomáticos. Su papel en la normalización de relaciones entre Arabia Saudita e Irán ha demostrado su capacidad para mediar en conflictos y posicionarse como un actor clave en la estabilidad global. Además, su liderazgo en tecnología, inteligencia artificial y ciberseguridad la está posicionando como el principal rival de EE.UU. en la competencia por la supremacía global.

Europa, por otro lado, enfrenta una crisis que ha debilitado su cohesión y su capacidad de influencia. La crisis energética, la inflación y el auge de movimientos nacionalistas han complicado la respuesta del continente ante la agresión rusa y la expansión china. Francia y Alemania, motores de la Unión Europea, han mostrado diferencias en su estrategia hacia Rusia, mientras que países como Hungría y Polonia han adoptado posturas más autónomas que desafían la unidad del bloque. Con un EE.UU. menos comprometido y una guerra en sus fronteras, la UE enfrenta el riesgo de perder relevancia en el nuevo orden mundial.

Mientras tanto, el mundo árabe ha emergido como un actor clave con influencia en energía, finanzas y geopolítica. Arabia Saudita, Emiratos Árabes Unidos y Qatar han diversificado sus economías y aumentado su peso en el escenario internacional, actuando como mediadores en conflictos y reforzando su independencia de EE.UU. El conflicto en Gaza ha puesto a prueba las relaciones entre Washington y sus aliados árabes, generando tensiones que podrían redefinir alianzas estratégicas. Además, la región sigue siendo un punto crucial en la disputa por el control energético, con China y Rusia buscando fortalecer su presencia en un área históricamente dominada por Occidente.

En este contexto, América Latina sigue siendo un actor secundario en la geopolítica mundial. A pesar de sus vastos recursos naturales y su cercanía con EE.UU., la región ha sido incapaz de consolidarse como un bloque de poder influyente. La crisis económica en Argentina, la inestabilidad política en países como Perú y Ecuador, y el estancamiento de Brasil como potencia emergente han mantenido a la región en un papel periférico. China ha aprovechado este vacío para fortalecer su presencia, invirtiendo en infraestructura y tecnología en varios países latinoamericanos, pero sin que esto se traduzca en un aumento del peso geopolítico de la región.

El Caribe, Centroamérica y otras zonas geográficas tienen nula transcendencia en el tablero global, permaneciendo marginadas de las principales dinámicas de poder. Tanto así que El Salvador y Haití figuran en la cola del subdesarrollo, cada uno con sus propias particularidades.

En El Salvador, los gobernantes, independientemente de su color político, han sido meros administradores de los intereses y poderes fácticos, perpetuando una situación de dependencia económica y social, mientras la mayoría de la población permanece en condiciones precarias.

Haití, por su parte, es un Estado fallido, un caso extremo de colapso estatal donde el crimen y la pobreza extrema son la norma. Ambos países representan territorios marginales sin peso real en la configuración del nuevo orden mundial.

El mundo avanza hacia una multipolaridad cada vez más definida, con Estados Unidos, China y Rusia disputando la hegemonía global. Europa enfrenta dificultades para mantener su influencia, mientras que el mundo árabe consolida su expansión. América Latina, con pocas excepciones, sigue siendo un espectador pasivo en este reacomodo del poder, que apunta hacia una era de conflictos prolongados, crisis económicas y una creciente fragmentación global.

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