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¡¡Goool!! El fútbol desde las graderías del Vietnam de los pobres (2)

René Martínez Pineda

La incapacidad de algunos intelectuales no-intelectuales -de derecha e izquierda- de practicar el fútbol o comprenderlo en su talidad simbólica, en tanto rito del imaginario popular, los lleva a despreciarlo, pero ese es un disfraz del desprecio que en realidad sienten: el desprecio al pueblo y al fetichismo pedestre de “la número 5” (no dicen lo mismo del fetichismo de la mercancía) porque, cuando la pelota cobra vida propia de la mano de los pies, es -dicen ellos- el mismísimo demonio de la ignorancia, la alienación, la cultura-basura y la ruptura, obviando que surgió como deporte de los ricos, hasta que se perpetró, con una chilena impresionante en el borde del área chica de los tugurios, la única expropiación exitosa que la clase trabajadora le ha hecho a los burgueses: la chusma se apoderó del fútbol como ellos se habían apoderado de las tierras y del Estado, abriendo así -sin que muchos revolucionarios lo vieran- un nuevo espacio de revalorización de la conciencia social a través del imaginario metido en una pelota que tiene los colores de una bandera (patria, o para cambiar la patria) capaz de atizar los sentimientos.

Y es que el fútbol es, para el pueblo, una de las pocas acciones colectivas que, al conferir identidad sociocultural, pueden hacer tangible, suyo y con rostro humano el etéreo concepto “patria”, porque la pelota, las gambetas y los goles les pertenecen a las masas populares más allá de los amaños, condición que sería aprovechada en términos políticos y electorales en tanto que -en el sentido común del pueblo- ningún político puede ser perverso o imbécil si le gusta el fútbol y lo disfruta con gritos inenarrables. Patria y fútbol; fútbol y utopía; utopía e identidad; identidad y política; política y elecciones; elecciones y mercancía, hasta que ésta sodomiza al fútbol… pero siempre hay canchas en las que se recupera la belleza de un “sombrerito” y se hace de la dignidad del equipo propio una forma de resistencia democrática y una trinchera de lucha repleta de “túneles” humillantes.

Y es que una cancha de fútbol es, literalmente, una trinchera de lucha bulliciosa, una trinchera de éxitos y fracasos que se alimenta de los sentimientos vocingleros de los aficionados; una trinchera que no se puede -que no se debe- dejar sola jamás (eso sería de cobardes) para que el universo no sea un espacio sordo y triste y lleno de la nostalgia de lo que no ha sucedido, porque en el fútbol la historia inicia siempre en el próximo partido, pues es eso lo que da razón de ser a la ilusión popular, una ilusión gloriosa que se espera concretar en una cancha atiborrada de aficionados drásticos que, comiéndose las uñas y los suspiros, esperan el gol del triunfo contra México y el debut del nuevo “Mágico” González.

El sábado o el domingo -ambos días, si se es un bendecido- el aficionado tiene la coartada perfecta para huir de los problemas familiares, para olvidar el ridículo tamaño de su salario, para resolver la delincuencia en la calle debido a que va protegido por la armadura de la camiseta de su equipo… y para olvidar la historia de la corrupción que fue convertida en historia nacional porque hay partido, y un llamado del estadio -con graderías formales o sin ellas, eso es lo de menos- es como un llamado de la patria. Las banderas son las alas que lo llevarán al último límite del cielo; la ciudad será ruinas porque para él sólo existe el estadio y todos los caminos de aquella conducen hasta ese engramado perfecto que embruja con su color y su olor y sus sonidos guturales, y todo eso no se puede sentir en una pantalla de televisión. Y entonces el delantero se lleva a uno, a dos, a tres, se lleva a media equipo -y hasta al árbitro- y, poseído por el dios del rayo, le rompe las manos al portero y la furia de la pelota alcanza para romper las redes y romper las gargantas …. Y ¡¡gooooooool! Así se le pega al balón, cabrones, y todos saltan, todos celebran, todos se abrazan y sonríen, todos le dieron la patada final a la pelota, todos lloran de felicidad porque el goleador siguió el consejo que le gritaron desde que tomó la esférica; todos son compañeros o son amigos del alma, aunque no se conozcan, aunque pertenezcan a un partido político contrario, porque la magia del fútbol -en tanto truco hermoso de la identidad sociocultural como acto simbólico del comportamiento colectivo- es que convierte en uno a muchos, debido a que el fútbol es como la comida: tiene sentido y valor nutritivo cuando se disfruta junto a otros.

El partido termina, pero no termina la celebración en las graderías porque el partido continúa en los comentarios, porque el sol -o la luna- se ha quedado unos minutos más de lo usual para dar su punto de vista y celebrar con ellos, de tú a tú. Y es, a la salida del estadio, cuando el aficionado conoce el peso y el tamaño y el sabor acre y verdadero de la palabra “soledad”, tanto la que se deja atrás como a la que se dirige para esperar que de nuevo sea domingo para que la infancia nazca en el pecho y corra hacia el estadio evadiendo el fuera de juego y, junto a los otros aficionados, imponerle al capitalismo digital la rotunda tranquilidad de un cinco a cero a las cinco en punto de la tarde. También surgen besos en el extremo izquierdo del domingo, lesiones en las rodillas del mañana, marcadores favorables que regresan por la mancha del penalti igual que la mujer amada.

¿Y el partido que nos llevó al mundial de España 82? La memoria sonríe con picardía como si fuera un tiempo extra de buenos augurios. La confesión pública de los dirigentes corruptos dentro del área grande son riflazos de geometría, como fogosos amores fornicarios que meten un penalti a lo Panenka para hacer renacer la felicidad y la belleza en la grama. Son noventa minutos de tormenta y de tormento en el vaso de agua del estadio… y un solo sorbo de triunfo potable a la semana es capaz de quitar la sed a todos los aficionados, aunque deban el recibo del agua y sigan con la boca reseca debido a que las ilusiones mundialistas se esconden tras la banderilla del córner.

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