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Por David Alfaro
26/06/2025
El Salvador vuelve a aparecer en los titulares internacionales, pero no por desarrollo, educación o avances democráticos. Esta vez, es la Organización Mundial Contra la Tortura (OMCT) la que lanza la alerta: nuestro país figura entre los lugares con mayor riesgo de sufrir tortura en el mundo. Sí, junto a regímenes como Rusia, Libia o Bielorrusia.
¿Cómo llegamos aquí? ¿En qué momento aceptamos, como sociedad, que encarcelar sin pruebas, golpear, humillar y asesinar a seres humanos en celdas hacinadas es algo justificable?
El régimen de excepción, que ya es eterno, ha convertido a miles de salvadoreños —muchos de ellos inocentes— en desechables. Gente arrancada de sus hogares, hijos que no vuelven, madres que recorren morgues y cárceles buscando rastros de vida o, al menos, un cuerpo que enterrar.
La narrativa oficial es sencilla y seductora: “los malos están pagando”. Pero la realidad es más compleja y dolorosa. En las cárceles no sólo hay pandilleros; también están el vendedor del mercado, el motorista, el joven del barrio, la madre soltera, el obrero. Todos caen en la misma trampa de un sistema que dejó de preguntar si alguien es culpable o inocente. Lo importante es llenar cifras, mostrar músculo y vender una falsa paz.
Que El Salvador esté hoy en la lista negra de la tortura no es un accidente. Es la consecuencia directa de haber desmantelado el Estado de Derecho, de haber sustituido la justicia por la venganza, y la democracia por el miedo.
La pregunta que deberíamos hacernos no es si esto le pasa solo a “los otros”, sino cuándo llegará el día en que la maquinaria del abuso toque también a nuestra puerta. Porque un país que normaliza la tortura ya no es un país seguro. Ni libre. Ni humano.
