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De muertes y desapariciones

Por Mauricio Vallejo Márquez

Escritor, jurista y docente

Editor Suplemento Tres Mil

 

Estaba cansado. Teníamos horas de hacer una cola sin fin para visitar Jardines del Recuerdo, el cementerio donde reposan los restos de mi abuelo Mauro Márquez. Las calles estaban abarrotadas de vehículos y alimentaba una marea humana que no permitía descubrir las aceras y me producían vértigo. Estaba cansado de esperar y de caminar, me dolían las piernas, sin embargo logramos continuar con la caravana para arribar al lugar donde reposan los restos del padre de mi madre, que cubrimos de flores aquel remoto 2 de noviembre de 1990. Tenía diez años y ya había realizado varias visitas al campo santo, antes de la muerte de mi abuelo acompañe a mi abuelita josefina a enflorar la tumba de mi bisabuelo Manuel Pineda González en el Cementerio de los ilustres, donde acompañaba la tristeza de mis ancestros y mi curiosidad por aquel personaje que únicamente conocía por las historias que me relataban mientras me compraban las famosas empiñadas y hojuelas que vendían en los alrededores. Estos dos hombres me enseñaron en su descanso eterno a ver la muerte como algo natural y una situación definitiva que debe ser aceptada.

A mi abuelo, por ser el primer personaje fundamental de mi vida por ser mi figura paterna fue la primera muerte que lloré y me hizo entender que la pérdida era algo definitivo y que sin importar que me desagradara debía de aceptar, y mi bisabuelo a quien conocí cuando era un bebé y me permitió mi primera gran reflexión de vida a los pies de su cripta.

Mi mamá tuvo que explicar la ausencia de mi padre, Mauricio Vallejo. Se tenía la sospecha que tras ser desaparecido falleció en alguna de las torturas que sufrió, así que mi mamá me dijo que mi papá había muerto, tras algún tiempo en que me decía que él estaba lejos. Pero yo, no me quedaba callado y preguntaba por qué no me escribe o no me llama por teléfono. Por eso tuvo que decirme el destino más probable de mi progenitor, lo cual coronó diciendo que mi papá estaba junto a papá Manuel, compartiendo tumba. El detalle que no valoró mi pobre mamá es que un día aprendería a leer y reclamé que no estaba el nombre de mi papá.

Tener un familiar desaparecido no es fácil. La tristeza nos acompaña todos los días y se profundiza con el recuerdo y la añoranza, así como con la incertidumbre del destino de los restos del ser amado. Lamentablemente es algo que solo lo sienten las personas que lo hemos sufrido y las personas con sensibilidad social. El resto de personas no comprenden el por qué somos devotos al recuerdo de nuestros desaparecidos y consideran innecesario pedir (exigir) justicia.

El Estado Salvadoreño nos adeuda solucionar ese problema. Tras los Acuerdos de Paz en 1992 se tuvo esperanza que un día se esclarecerían esos casos, documentados por la Comisión de la Verdad en listados inmensos donde sus nombres esperan estoicamente que se revele la verdad, una verdad que los captores y asesinos procuran que desaparezcan continuando el delito de lesa humanidad irrespetando la memoria de los desaparecidos y sus familiares, así como lo han hecho cada presidente desde 1992 que no ha esclarecido los hechos e ignora la petición de las familias y amigos.

Hoy  El Salvador se ahoga con listas inmensas de desaparecidos. Ya no por la guerra, sino por la delincuencia desbordada que pretenden ocultar. Sin embargo, la realidad es evidente. Cada día decenas de familias sufren este terrible flagelo que el Estado debería de evitar porque es su responsabilidad con la ciudadanía. Pero es triste ver que es más importante un hospital para mascotas que investigar las desapariciones forzadas del conflicto armado y los de la delincuencia. Mientras, no perdemos la esperanza que el pueblo verdadero, el que sufre los improperios de la vida cotidiana y siente la ausencia de sus hijos e hijas, de sus padres y madres será la que mantendrá acentuada y firme la voz para denunciar que vivimos en un país injusto, que ha sido injusto y seguirá siendo injusto hasta que la gente comprenda que el bien común comienza con la tolerancia y la solidaridad.

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