José M. Tojeira
El Populismo ha sido una enfermedad frecuente en la política latinoamericana. Gobiernos de derecha o de izquierda lo han asumido con entusiasmo bastantes veces. En nuestro país, aun con diferentes rostros, ha sido endémico. La promesa incumplida, el clientelismo, el nacionalismo exacerbado, el levantamiento de pasiones contra un enemigo común, el deseo de poder por encima de la tarea de construir una sociedad más justa y humana, han sido rasgos que nos han conducido a estancamientos y a veces auténticos retrocesos en el campo de la construcción de la convivencia.
En la práctica no hemos salido de gobiernos populistas en muchos años. Y no hablamos del discurso electorero, que en todos los partidos es siempre bastante populista: el partido contrario es el peor y el propio el mejor. Y si el contrario va a dar tal número de cosas al pueblo, el propio dará el doble. En vez de buscar proyectos básicos de desarrollo y contrastarlos, los partidos electoreros prefieren crear un ambiente de antagonismo entre buenos y malos, entre los nuestros y el enemigo. Pero más allá de eso, los populismos conllevan problemas más serios. Por eso resulta importante dedicarle unas líneas al tema.
El populismo trata de eliminar la función mediadora de los partidos políticos. Lo fundamental en estos regímenes es la unidad nacional y la construcción de un pueblo que se identifica con un líder. Quien no se identifica con el líder ni ama a la nación ni es en realidad parte del pueblo. Para lograr esa unidad se busca siempre un enemigo al tiempo que se ensalza toda obra gubernamental como resultado de la clarividencia del líder. Perón y su esposa Evita en Argentina, Getulio Vargas en Brasil crearon tradición populista.
En Centroamérica, de muy diversa manera, el populismo se impuso inicialmente a través de dictadores. Hoy, aun siendo elegidos por el voto popular, conservan la tradición autoritaria esencial al populismo. En Nicaragua los políticos, la Iglesia, las Universidades y cualquiera que esté en desacuerdo con el liderazgo gubernamental son los enemigos. Se les puede quitar la nacionalidad porque ya no son pueblo. La represión es simplemente defensa de los valores esenciales de la nación.
En El Salvador, en un contexto muy diferente, los enemigos fueron en primer lugar los partidos tradicionales, aprovechando el cansancio de la población ante su incapacidad de resolver problemas de larga data en el país. Cuando los partidos tradicionales perdieron sus fuente de apoyo y quedaron desarticulados, las maras se configuraron como el enemigo nacional. La lucha, en principio legítima contra ellas, se absolutizó de tal manera que cualquier injusticia cometida contra víctimas inocentes quedaba absuelta bajo la fórmula vergonzosa de que en toda guerra se dan siempre daños colaterales. Y si alguien defendía inocentes o criticaba abusos, era como si fuera cómplice de criminales.
Los partidos deben ser siempre instrumentos útiles de educación política, de mediación entre las necesidades de la gente y las instituciones estatales, y promotores del conocimiento de los temas fundamentales para el desarrollo social y armónico del país desde sus propias perpectivas. Con el populismo el partido oficial se convierte en la prolongación del líder para controlar la institucionalidad y crear una élite política clientelista y obediente.
La democracia, que en Centroamérica no tiene una tradición notable si exceptuamos a Costa Rica, se convierte en el populismo en la pantalla protectora de la arbitrariedad. Si lo fundamental de la democracia es que nos gobiernen “leyes y no personas”, el populismo es exactamente lo contrario. El líder es la ley. Educación política y democrática, justicia social, diálogo con la sociedad civil y control del poder a través de instituciones sólidas es el único camino para evitar el círculo vicioso de populismos más interesados en el poder que en el servicio.