Viento de ceniza (5)

Carmen González Huguet 

 

Seis

Se despertó cuando el reloj del salón dio cinco campanadas argentinas. Con cierta vergüenza, regresó al despacho donde Rafael seguía trabajando. Al oírlo entrar, alzó la vista del teclado de la computadora en el que escribía en ese momento.

Necesito cambiar dinero  dijo Jaime.

Rafael miró su reloj y concluyó que era demasiado tarde.

Podemos ir mañana al banco. Hoy por la noche quiero sacarte a cenar.

Al inspector no le gustaba que siempre pagara su amigo y se lo dijo.

No te preocupés. Mañana pagarás vos.

Y también necesito comunicarme con Mario.

Usá el skype de la computadora. Es seguro  ofreció Rafael.

Poco después el inspector hablaba con el forense. El ingeniero Torres había seguido llevándole barriles, pero de dos en dos, explicó el doctor García. En primer lugar, porque ya no había dónde almacenarlos. Pero, además, Mario temía que aquella acumulación alertara a la prensa.

De por sí son un problema  afirmó . El mal olor se empieza a sentir. Tuvimos que sacar los cuerpos a toda prisa y ahorita tengo lleno el cuarto frío… Hemos dicho que son algunos de los ahogados de la tormenta para que los periodistas no sospechen…

¿Y Lidia?

Se está quedando en casa de Eloísa, que está buscándole trabajo. Ahorita lo del sepelio tendrá que esperar…

No le mostraste el cuerpo, ¿verdad?

Claro que no.

Mandame la información de las autopsias lo más pronto posible… Ah, Rafael te manda recuerdos. Sí, se lo diré… Hasta luego.

Jaime cortó la comunicación.

El inspector y el doctor García tenían direcciones de correo electrónico cifradas por Sebastián Ulloa. Los correos entrantes y salientes de su buzón rebotaban por todo el mundo, a través de una serie de servidores, para que su rastreo resultara imposible. Jaime aprovechó para revisar su correo electrónico y ver los documentos que Mario García empezó a enviarle de inmediato.

Hay un informante a quien tengo que ver. Iremos mañana. ¿Te parece?

¿Y por qué no vamos ahora?

No es seguro transitar por esa carretera a esta hora. Después del mediodía hay demasiada niebla en esta época, sin contar con que es probable que siga lloviendo. ¿Viste las huellas de los derrumbes en la carretera a El Salvador?  Jaime asintió.

Septiembre es el peor mes para viajar por tierra hacia occidente. Nos marcharemos mañana por la mañana. Una buena noche de descanso nos vendrá bien a los dos, ¿te parece?

El inspector no tuvo más remedio que darle la razón. Continuó descargando archivos y compartiéndole lo que Mario le mandaba, hasta que el reloj marcó las seis de la tarde.

Vamos. Creo que un paseo nos ayudará a relajarnos. Suficiente por hoy  dijo Rafael.

Apagaron las computadoras, recogieron sus chaquetas y abordaron el Land Rover. Rafael condujo hacia el sur y en pocos minutos llegaron al centro de la Antigua. Se estacionaron en el parqueo techado de un hotel donde era bien conocido. Una vez guardado el vehículo, caminaron hacia la iglesia de la Merced. Con su fachada amarilla cubierta de adornos en blanco, era el templo más fácil de identificar de toda aquella urbe que durante varios siglos había sido la capital del Reino de Guatemala: un reino que abarcaba desde Chiapas hasta la frontera de Costa Rica con Panamá.

Jaime admiró el trabajo y la arquitectura barroca, pero no se planteó visitar la iglesia. Para él la religiosidad popular era un fenómeno que le despertaba mera curiosidad antropológica, pero pocas simpatías personales. Su infancia y adolescencia en un colegio de curas habían obrado como una suerte de vacuna hacia cualquier ataque de misticismo. Solía decir que, en general, desconfiaba de los rebaños, fueran estos religiosos, políticos, deportivos o de cualquier otra índole.

Rafael lo guio hacia la calle del Arco. Le pareció maravillosa aquella estructura, remanente del antiguo convento de Santa Catalina, y muy hermoso el paisaje, con el volcán de Agua al fondo. Pero aparte de lo pintoresco de la vista, los goces estéticos del inspector eran poco entusiastas. O tal vez era que, por lo general, no solía expresar sus emociones. Caminaron las tres cuadras que los separaban del parque y se detuvieron un rato ante la fuente de las Sirenas. La fachada de la catedral se destacaba, muy blanca, contra el cielo azul tinta del atardecer. Sobre las calles empedradas comenzó a descender una fina llovizna. Cruzaron la calle y se refugiaron bajo un portal.

Seigner lo llevó a La Condesa, un café que ocupaba apenas un sector de la manzana al lado poniente de la plaza. Era, en realidad, un largo corredor paralelo a un par de minúsculos jardines que daba albergue a pequeñas mesas. Pidieron dos cafés y disfrutaron de un momento de descanso.

Hasta la llovizna es distinta en Guatemala  afirmó Jaime.

¿Te parece?  repuso Rafael . Creo que, por el contrario, son más nuestras semejanzas que las diferencias que tal vez nos separan.

Este es un país de una belleza muy especial  ponderó Jaime . Lástima que su historia sea tan trágica.

Otro tanto sucede con El Salvador, ¿no creés?

El Salvador está muy deforestado. No tenés idea.

Se fue por la tangente.

Pues, sí, si tengo idea. Perdoname por no decírtelo, pero he pasado varias temporadas en tu país. No podía verte. Eran misiones… especiales. No te vayás a resentir.

Ya. Me doy cuenta  afirmó Jaime, sin enojarse en lo más mínimo, pero preguntándose cuántas de esas «misiones» tenían que ver con Morrison.

Y tiene lugares magníficos. De verdad.

Por toda respuesta, Jaime dio un trago largo a su café. Mmm… estaba bueno, admitió.

¿Por qué no me dejaste quedarme en ningún hotel?

En ese instante Rafael no esperaba la pregunta, así que era el mejor momento para hacerla, se dijo el inspector.

Por razones de seguridad. Te he llevado al mejor sitio que conozco: la casa de mi tía, que es como decir mi casa. Me siento tan responsable por ti como por mi familia. Y sabés que a ese lugar no habría llevado a cualquier persona.

Jaime calló, conmovido a su pesar por la confesión. Terminaron los cafés y salieron de nuevo a la calle. Ya no llovía. Caminaron hacia la catedral. La bordearon y siguieron con rumbo este. Mientras avanzaban, Rafael le contó la historia de las cuatro fundaciones de la ciudad: primero junto a Iximché, en 1524, luego su traslado al valle de Almolonga, cerca de la actual Ciudad Vieja, el desastre de 1541, cuando murió doña Beatriz de la Cueva, y luego la fundación de la Antigua. Señaló la esquina donde se alzaba lo que aún quedaba del colegio Tridentino y, a la par, el primer claustro de la Universidad de San Carlos Borromeo, de la que algunos Cañas, Molina y Villacorta, originarios de tierras salvadoreñas, habían sido rectores en el siglo XIX. Pero el Museo de Arte Colonial albergado en el antiguo edificio ya estaba cerrado a aquella hora.

Al llegar a la otra esquina doblaron hacia el sur, hasta la Iglesia de San Pedro Apóstol. Mientras caminaban por las calles empedradas, todavía mojadas por la lluvia, Rafael le contó la historia de Pedro de Betancourt, terciario franciscano que había nacido en las Islas Canarias y fundador del primer hospital que, acaso, hubo en Centroamérica.

Continuaron el paseo hasta el tanque La Unión, con sus arcos amarillos, desierto a aquella hora. Frente a él se alzaba lo que sobrevivía de los muros del convento de Santa Clara. Eran casi las seis cuando caminaron hasta la iglesia de San Francisco el Grande, a la vuelta, y escucharon las campanas que llamaban a misa. Bajo un viento frío vieron cómo los vendedores de camándulas, velas y suvenires recogían sus ventas. La iglesia estaba iluminada pero Jaime no quiso visitarla.

Mientras Rafael continuaba su clase magistral sobre las fundaciones de Guatemala, regresaron hasta la fuente de las Sirenas. Antes aprovecharon y compraron el pan con chile que a Jaime le gustaba tanto. Luego cruzaron el parque en diagonal y siguieron adelante. Rafael lo llevó a cenar a un restaurante especializado en carnes, ubicado muy cerca del antiguo Colegio de San Francisco de Borja. El servicio fue excelente y la comida, inmejorable. Después, caminaron hasta el parqueo y regresaron a casa. Jaime se dirigió a la habitación de huéspedes, se cepilló los dientes y se durmió tan pronto descansó su cabeza en la almohada.

* * *

Lo despertó la levísima claridad que se filtraba por la ventana. No se levantó. Se limitó a tomar el control que estaba sobre la mesita de noche y encendió la tele. En uno de los canales consultó la hora. Apenas eran las cinco y afuera de las cobijas el aire era gélido. Menos mal que el piso de la habitación estaba cubierto por una gruesa alfombra. Se quedó viendo la tele durante unos diez minutos mientras tomaba fuerzas y se daba terapia psicológica para salir de la cama y correr hasta el baño. «No seás culero, Jaime», se apostrofó.

«Huevos», se respondió. Hacía un frío de esos que pelan la cara. Y de solo pensar en meterse debajo del agua, que debía de estar como recién salida de la refri, se le puso la carne de gallina.

Al fin echó a correr y tras cerrar de golpe la puerta, abrió la llave del agua caliente. Solo cuando el aire del baño se llenó de vapor, se quitó la piyama y se metió bajo el chorro. Cuando terminó de ducharse, regresó al frío de la habitación y se vistió de prisa: unos bóxers, unos jeans, una camiseta blanca, una camisa manga larga, la chumpa de cuero negro y unos zapatos deportivos grises. Apagó la tele y metió en el maletín un suéter grueso, de lana negra, una muda de ropa interior, un piyama, dos camisas y unos jeans. Y, por un ramalazo de intuición, también el traje de baño y la toalla. Nunca se sabe. Aunque con aquel frío, pensó, no se le antojaba en absoluto mojarse al aire libre.

Rafael ya lo esperaba junto al Land Rover y de inmediato subieron al vehículo. Apenas eran las seis cuando atravesó Jocotenango y fue dejando atrás Pastores y El Tejar antes de meterse al camino de Chimaltenango. Ahí el tráfico se hizo más pesado.

A ambos lados de la carretera se levantaban viviendas, algunas de dos o tres pisos, cuya arquitectura a Jaime le pareció precaria. Los muros de bloques de cemento carecían de repello y de pintura. Parecía una ciudad levantada a toda prisa, con los inconvenientes de la falta de dinero y, tal vez, de adecuada planeación urbanística.

El mundo empezaba a despertar. Una fina llovizna llenaba el aire, azotando el parabrisas, y el horizonte aún se abrigaba en blancos algodones. Rafael conducía con precaución, a paso de Santo Entierro. Los buses interdepartamentales circulaban como grandes animales cansados. Más allá de la ciudad, a ambos lados de la vía y hasta el horizonte, se extendían pardos campos sembrados de repollos, grandes como verdes cabezas extraterrestres.

A partir de Patzicía empezaba la autopista a Quetzaltenango. El paisaje alternaba campos de cultivo con bosques de coníferas, aldeas somnolientas y cimas de roca pelada. La tierra semejaba una enorme colcha de retazos en todos los tonos de verde y de marrón. Un espectáculo magnífico, pensó Jaime. Pero aquí y allá, doblados hasta el surco, hombres y mujeres arrancaban de modo implacable el sustento, a veces en laderas con una pendiente de más de cuarenta y cinco grados de inclinación. ¿Durante cuántos años, se preguntó, el inspector, sus esfuerzos habían servido solo para enriquecer a unos pocos, mientras sus hijos se morían de hambre? ¿Y durante cuánto tiempo seguiría siendo igual?

Abismado en esos pensamientos, Jaime guardó silencio. Unos cuarenta y cinco minutos después de iniciado el trayecto, Rafael se detuvo ante lo que parecía una cabaña alpina. El tejado era a dos aguas y toda la estructura estaba hecha de madera.

Entraron y se sentaron a la mesa cerca de una vieja estufa de hierro en la que ardía un alegre fuego de leña. Acostumbrarse a los frijoles negros, cuyo gusto se le antojaba muy distinto al de los frijoles rojos salvadoreños, no iba a representar, en todo caso, un problema para Jaime. Despachó dos huevos estrellados con bastante salsa ranchera, generosas porciones de longaniza y de jamón, fruta fresca, crema, jugo y café. A lo único a lo que el inspector no le entró fue a las tortillas de maíz negro, delgaditas y muy diferentes a las que se estilan en El Salvador. Rafael tomó lo mismo. Jaime insistió en pagar la cuenta y su anfitrión cedió. Menos mal que le aceptaron su recién estrenada tarjeta de crédito. Eran casi las ocho de la mañana cuando salieron de ahí. A un lado del parqueo cubierto de grava se abrían las rosas y las hortensias. El grueso manto de nubes se había despejado y un sol convaleciente se alzaba sobre las montañas.

Antes de arrancar, Rafael puso un disco y de inmediato la guitarra llenó la cabina con sus acordes melodiosos. La voz se alzó, pura y dulce, con un dejo de íntima melancolía:

De nuevo perdí la ruta,

navego por los desiertos,

camino por mares muertos,

la noche entera se enluta.

El sol se metió en su gruta,

los mares se hunden mojados,

yo soy un nervio de atados,

un llanto largo y profundo.

No sé por qué me confundo

con tus amores cansados.

De noche muestra la luna

su rostro alumbrado y triste,

el cielo al fin se desviste,

la muerte mece su cuna.

Que al fin la mala fortuna

se vaya a dormir un rato,

se quite traje y zapatos,

se olvide de mi existencia.

Que yo frente a su sentencia

declaro mi desacato…

¿Quién es?  se encontró preguntando Jaime.

Es una cantante chilena. Se llama Elizabeth Morris  aclaró Rafael . Pero la canción es de un español: Pedro Aznar.

Jamás la había oído.

El conocimiento que Jaime tenía de la canción chilena se había detenido en los setenta, en Quilapayún e Inti-Illimani. Bueno, y en Los Ángeles Negros y en Los Galos, para ser justos. De ahí en más, todo era terra incognita. Pero no dijo nada. El disco siguió girando y la voz de la cantante, cálida y serena, lo envolvió con la extraña poesía de aquellas letras desconocidas. Rafael continuó conduciendo el Land Rover por la carretera Panamericana a través de una larga serie de curvas. Dejaron atrás el desvío a Sololá y Panajachel. Más adelante, de la carretera se desgajó la ruta hacia Chichicastenango. La línea de asfalto ascendía, ascendía a través de prolongadas curvas, y el aire era cada vez más fino y transparente, como hecho de vidrio.

El paisaje era magnífico y se apreció mejor a medida que las nubes se despejaron. Estaban a más de dos mil quinientos metros sobre el nivel del mar, según comprobó Jaime en el altímetro del reloj. Afuera el viento soplaba, limpiando el horizonte y helando los brotes de los árboles. Mientras Rafael conducía con los ojos fijos en la autopista, el inspector siguió el trayecto en un viejo mapa que conservaba de la época de la guerra.

Atravesaron aldeas soñolientas, más campos de cultivos y más bosques. El tráfico de furgones, camiones de volteo y lentos buses interdepartamentales no fue problema. Pasaron Nahualá, Chirijox y Santa Catarina Ixtahuacán hasta Cuatro Caminos. En aquel punto se dividían las rutas hacia Huehuetenango y Xela. Enfilaron hacia esta última y dejaron atrás Salcajá. La autopista empalmaba con el bulevar Manuel Lisandro Barillas. Pasaron el monumento del león y luego bordearon el redondel de la marimba. Rafael se internó con seguridad por la maraña de calles y poco después arribaban al Parque Centroamérica.

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