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Un ligero viaje a través del tiempo

Mauricio Vallejo Márquez

coordinador

Suplemento Tres mil

 

Existen momentos en que un libro llega a atraparme tanto que dejó cualquier cosa por leer y leer hasta devorar la novela, sick check los relatos o la poesía. Pero aquella noche en que me habló mi amigo Rafael Quiñonez para conversar, ¿Cómo iba a negarme?

No existe mejor forma de viajar en el tiempo que sentarte con esos hombres con los que compartiste niñez, cada uno va poniendo las cartas en el tablero, de los diferentes escenarios que compartimos, de la gente en común que andaba por nuestras veredas y por supuesto más de un profesor amigo o no amigo )por no decir mala onda), así como el complejo aliento de esos años.

Estudiamos juntos en el Colegio Cristóbal Colón y tenemos varios secretos por contar, tantos que una columna no fuera suficiente y tampoco tan amable por los protagonistas, entre los que nos sumamos nosotros. En fin, esos años con solo sentarnos a conversar con Quiñonez comenzaron a aflorar, y aunque ahora existan canas y barba podía cerrar los ojos y vernos deambulando por esos pasillos del Cristóbal. Recordar esas mañanas frías, del viento azotando los azulejos color amarillo, el busto del padre Vilaseca y toda la tribu. Como si el tiempo no pasara y pudiéramos surcar cada una de las plantas y ver de nuevo al profesor Carlos Zepeda en la primera planta como subdirector de tercer ciclo. Zepeda fue un estupendo tipo, recuerdo que entre las innumerables travesuras que hicimos con un compañero fue elaborar el pasquín que tenía como protagonista un profesor, el personaje me dio para crear muchos más en ese tiempo, pero en este pasquín era nuestro maestro, donde incluimos a todos los maestros del staff, entre ellos al propio profesor Zepeda. Entonces, un compañerito llamado Pierre Boris Cromeyer nos delató y entregó el pasquín al profesor. Creo que fue una de las pocas veces que sentí esas ansiedades del Externado. Nos llegaron a buscar y nos llevaron a la Dirección Técnica: nos iban a expulsar. El profesor Zepeda estaba en su papel de mantener la disciplina, pero había algo en el brillo de sus ojos que me hizo tener seguridad que la cosa no era tan grave. Los jovencitos eran artistas e hijos de artistas, así que tras una expulsión de tres días mi compañero volvió a su vida normal, mientras que yo perdí todos los privilegios ganados: dejé de anotar, de ser preferido para algunos maestros, en fin me sume a la tribu de otra manera.

Sin embargo, para Zepeda no había terminado ahí la historia. Cada vez que había que dibujar algo, al padre Vilaseca u otra estampa o escenario, ¿adivinen a quién llamaban? Sí, a su servidor.

Con Quiñonez así fuimos enumerando compañeros y compañeras, aventuras y desventuras y el recuerdo de una imagen siniestra que procuraba siempre la mezquindad, de quien me reservo el nombre.

Y así se nos fue la noche, recordando y recordando.

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