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Trescientos sesenta y cinco

Harry Castel
Escritora y dramaturga

229. El mar
Aquel mar era inmenso. El turquesa del agua despedía destellos que rebotaban de ola en ola hasta perderse en el infinito. A sus espaldas un muro de enormes hojas, hospital enormes como todo en aquel lugar; no quería regresar a esa selva, sales jamás había visto cosas así: árboles de los que no se veía dónde terminaban, salve   hojas como manos enormes que brotaban aquí y allá directamente de ese suelo mullido, donde parecía que iba a hundirse cada vez que caminaba, animales parecidos a simios con enormes ojos redondos y sin pupilas, que colgaban de las ramas sin caerse ni siquiera cuando estaban dormidos, otros que de pronto volaban como por arte de magia, desplegando enormes alas sin plumas. Cinco días anduvo aterrado por esa selva, sin saber si saldría vivo de allí, temiendo de todo lo que por necesidad debía comer, sin saber si metía a su boca alimento o veneno, maldiciendo la hora en que su curiosidad lo había llevado a separarse de la expedición, con los pies ardiendo dentro de sus botas. Ahora que había llegado a aquella playa que no conocía, prefería quedarse allí y esperar a su buena o mala fortuna o al menos morir viendo al mar, ese mar que había causado todas sus penas  desde la primera vez que lo vio antes de que lo subieran en ese barco. El sol seguía elevándose en el cielo y el hombre sentía secarse su garganta, el resplandor de la arena le hacía doler los ojos, vio a sus espaldas la selva y pensó en volver… en ese momento, en el horizonte, se dibujó una vela.

230. Hogar
Esa mañana abrió los ojos y sonrió. No recordaba cuándo había sido la última vez que le pasaba eso: abrir los ojos y sonreír, disfrutó de la sonrisa porque le pareció una sensación recuperada. Saltó de la cama y se estiró, le dio gusto estirarse. Caminó descalza hasta la cocina, era domingo y sus hijos hacían horas extras con la almohada, desde el sillón la gata la miró con pereza y escuchó los ladridos del perro en el patio, apremiando se le abriera la puerta. Sonrió de nuevo, le gustaba mucho esta nueva sonrisa que venía sin compromiso, sin presiones, sin miedo. Encendió la cafetera y dejó entrar al perro. Se recogió el cabello frente al espejo, se dio cuenta que algunas canas asomaban en su cabeza, en realidad le gustaron, pensó en cómo se vería un buen mechón de canas al frente de su cabeza, ensayó un par de peinados para ella misma y se encontró bonita. Fue por café y se sentó en el sillón; disfrutó de la sala, del café, del sillón. Sonrió. Pensó en lo bueno que era vivir así: libre de alguien que la maltratara.

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