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Tres asuntos a tomar en cuenta en la presente coyuntura

Luis Armando González

La coyuntura actual –en el último trimestre de 2017— es propicia para detenerse, aunque sea someramente, en tres asuntos que están en el ambiente y que, de una otra manera, inciden en la manera en que las personas expuestas a ellos perciben la realidad que les rodea. Estos tres asuntos (o temas) son puestos en circulación no solo por comunicadores (periodistas, opinólogos, comentaristas, etc.), sino también por figuras políticas, intelectuales y empresariales que tienen voz en el debate público. Conviene detenerse en esos asuntos, pues la coyuntura se comprende mejor si se los toma en cuenta.

Primer asunto: la prioridad de la elección presidencial. Especialmente, desde las filas de la derecha se está haciendo prevalecer en el debate público el tema de la elección presidencial de 2019, relegando a un segundo plano la inmediata jornada electoral de 2018, en la que se juega una nueva correlación legislativa, lo mismo que el afianzamiento o relevos en la gestión de los gobiernos locales. Lo lógico sería, dada la importancia de la Asamblea Legislativa para el rumbo del país, que el asunto central en la atención pública fuera la composición de ella a partir de 2018.

Sin embargo, este debate ha sido anulado por el dedicado a la promoción de una “pre campaña” presidencial fuera de todo sentido político. Así, en el imaginario social se están fijando desde ya a los posibles candidatos presidenciales para 2019, sacando del foco de atención lo que es actualmente importante: por el lado de las elecciones para diputados, la selección de los mejores candidatos y candidatas, y la elaboración de las plataformas legislativas más viables y realistas; y por el lado de los alcaldes y los concejos municipales, la selección de las personas más idóneas y la elaboración de las plataformas de desarrollo local más apegadas a las necesidades de los municipios.

Segundo asunto: el uso de la inseguridad con la finalidad de deslegitimar al gobierno. A quienes proceden de esta manera, poco les interesa la dinámica histórica de la violencia o sus causas reales (socio económicas, culturales o psicológicas). Simplemente, utilizan sus vaivenes como motivo para atacar al gobierno, sabedores como lo son de que la seguridad-inseguridad es un asunto de incidencia política indudable. (Hay quienes están usando la expresión “violencia social” como si fuera una invención creativa de última generación).

La más reciente arremetida proveniente de sus filas tiene que ver con el incremento de las actividades criminales de las últimas semanas: en su interpretación, la causa de ese incremento es el despliegue del ejército en algunos puntos estratégicos de la capital. Hace dos años, aproximadamente, la causa del auge criminal de entonces era otra: la debilidad del Estado (en ese contexto, muchos de los críticos del gobierno de entonces y de ahora fueron felices con la tesis del “Estado fallido”). En aquellos años el gobierno “daba lástima” ante el crimen, era “incapaz” de hacerle frente, y el muertómetro se encargaba de poner en evidencia su debilidad ante unos criminales que hacían de las suyas impunemente.

En la actualidad, el gobierno es “represivo”, “autoritario” y “viola los derechos humanos” de los criminales…. Y éstos, no han tenido más remedio que reaccionar ante la violencia represiva que padecen. O sea que, de pronto, con estas argumentaciones, se borran las cifras del accionar criminal desde 1997 hasta 2016: es hasta ahora que asesinan, extorsionan y atemorizan a la población….

Y lo hacen, según los críticos, porque el gobierno los persigue. Es tan alucinante esta forma de ver las cosas que, llevados a un extremo especulativo de grandes proporciones hay quienes no sólo hablan de una “guerra social” (sin que se sepa qué quieren decir con ello) o han convertido a los criminales en un “movimiento social”, sino que aplican categorías políticas a grupos criminales que hacen lo que han hecho ese tipo de grupos desde siempre: apropiarse mediante la fuerza del patrimonio de otros.

Claro está, al aplicarles criterios políticos los ven como una “fuerza insurgente”, con derecho a desmovilizarse y a convertirse en un partido político. Es algo alucinante, pero así andan las cosas en ciertos ambientes. Hay quienes incluso no caen en la cuenta de que muchas de las actividades territoriales y políticas (chantajes, compra de favores políticos, movilización con fines electorales) de esos grupos no son invento de ellos: los narcotraficantes colombianos y mexicanos lo hicieron y lo hacen con maestría.

Tercer asunto: los relevos generacionales. Se ha puesto de moda, junto con el tema de la juventud –“juventudes”1, se dice ahora violentando las exigencias mínimas del lenguaje—, el tema de los relevos generacionales, especialmente en los “bloqueos” que supuestamente imponen las “viejas generaciones”. Es decir, si un joven es cuestionado o puesto en jaque, lo primero que se les ocurre a muchos es afirmar que eso sucede porque esa persona es joven y porque quienes lo ponen en jaque o cuestionan quieren impedir el “relevo generacional”.

Es posible que sea por eso. Pero, ¿y si es por sus planteamientos, por sus decisiones y acciones? Quizás los que hablan de los obstáculos al relevo generacional deberían detenerse a considerar otros factores, antes de lanzar juicios definitivos sobre asuntos que seguramente tienen más de una arista.

También deberían ser más cautos a la hora de suponer que un “relevo generacional” en política es, automáticamente, el remedio a sus “males”. Y lo mismo con el tema de los jóvenes: nadie puede estar seguro de que una persona, por ser joven, lo hará mejor que sus mayores (y en la política salvadoreña hay un par de ejemplos de jóvenes que, al acceder a una diputación, repitieron los errores de sus padres).

Renglón aparte merece la reflexión acerca de quienes, adultos con poder de algún tipo en sus manos, claman por un relevo generacional en la política, pero en los ambientes en los que tienen poder bloquean ese relevo, impidiendo que jóvenes que no les son afectos se desarrollen y aporten lo suyo en su campo de trabajo. Y es que si hay algo que caracteriza a muchos de los críticos que pululan por todos lados es que siempre quieren corregir los errores de otros, diciéndoles cómo deben hacer las cosas… pero son incapaces de darse cuenta de sus errores (y de instituciones que representan) y por consiguiente de corregirlos. Pero esta es harina de otro costal.

Por último, también se puede anotar aquí la actitud, bastante natural, de quienes siempre creen tener la razón y que los demás –quienes tienen opiniones distintas— están siempre equivocados. Es raro que alguien sea consciente –o admita— sus propios errores y limitaciones.

Lo que es inadmisible es que personas que se dedican a hacer a análisis –y que presuntamente tienen las credenciales académicas y éticas para hacerlo— asuman que determinadas figuras públicas tienen absoluta razón en todo lo que hacen y dicen (además de ser absolutamente virtuosas, íntegras, inteligentes, capaces y transparentes), mientras que sus oponentes están siempre en el error (además de ser absolutamente viciosos, corruptos y tontos). Con ello, hacen manifiesta una preocupante incapacidad para el ejercicio de la crítica, cayendo en un maniqueísmo –buenos/malos, verdad/error, inteligentes/tontos, jóvenes/viejos, transparentes/corruptos— que impide el debate racional de los problemas nacionales.

Al asumir de antemano que la razón está de un lado de manera exclusiva, se privan de caer en la cuenta de las limitaciones y proclividad al error de los seres humanos; y por el otro lado se privan de ponderar la dosis de razón que pueda haber en quienes ocupan el bando opuesto. Pero el maqueísmo nunca pasa de moda en El Salvador, y muchos de los análisis que circulan en el país –algunos de ellos suscritos por instituciones o personas de prestigio académico— reflejan lo fácil que es caer en sus redes.

San Salvador, 20 de octubre de 2017

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