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Ser estudiante, ser profesor de ciencias sociales (1)

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Estimados profesores y profesoras, treatment en este inicio del ciclo académico quiero decirles que nuestros estudiantes no pueden estar en mejores manos. Queridos compañeros estudiantes, treatment ustedes que son –deben ser- los nuevos “muchachos” del campus y la nación; ustedes que son los futuros colegas de sus profesores y que espero no olviden su condición ideológica de estudiantes para que, cuando su nombre tenga un prefijo prestigioso que no aparece en la partida de nacimiento, no se conviertan en pedantes eruditos o en petulantes afectados por la maldita maldición del ladino que, como mecanismo de control social cuando la hegemonía es fallida, incita a oprimir a sus iguales, ante todo a aquellos que amañan partidos o copian en los exámenes, pero no a los que roban millones; ustedes que por razones ideológicas, biológicas e históricas deben ser revolucionarios sólo por ser jóvenes, aunque aún ignoran la existencia de los compas de la guerra civil por la justicia social en El Salvador: debo decirles que dirigirme a ustedes no es usar –como si fuera una cadena nacional de televisión- la autoridad del cargo que tengo en préstamo, sino que es un honor vinculado al compromiso social que (a pesar de que no uso zapato derecho y el izquierdo lo tengo roto de la suela; a sabiendas de mis carencias administrativas, mi afición al desorden de papeles y mi actitud irreverente con los reglamentos) acepté como un homenaje tardío a las que fueran las gloriosas milicias y comandos urbanos integrados por jóvenes idénticos a ustedes, muchos de los cuales, como paradoja de la justicia, están desempleados o, en el más infame de los casos, en la pobreza más atroz después de haber sido, a toda prueba, valientes combatientes por la liberación nacional.

No podría ser otra la idea de partida por la sencilla razón de que, en mi opinión, todo lo que no parta del compromiso social de las ciencias sociales con los pobres, no tiene valor ético ni teórico en la redención de la utopía desde tales ciencias, en la construcción del pensamiento crítico salvadoreño y en el montaje de un modelo educativo basado en la confianza, no en las competencias del capital ni en la tiranía del tiempo. Sé que -como me dijeron, con académica indignación- no tengo la autoridad para hablar de educación porque no tengo un doctorado que me respalde ni mil citas bibliográficas que me bendigan, y esa sentencia debe ser válida porque, según parece, tengo muy malas y exiguas bases teóricas desde que, por libre albedrío y “sólo por joder” –diría Roque- al graduarme de sociología decidí formarme con los libros que me hubiera gustado haber sido formado (marxista) y tal parece que esa fue (a los ojos de la comunidad de intelectuales más encumbrados, pero que jamás han cambiado o movido el mundo ni un centímetro) una mala decisión que me ha puesto en el limbo de la tierra del olvido en la que no soy nadie: ni escritor, ni sociólogo, ni profesor, ni futbolista, ni ministro, ni nada. Sin embargo, obviaré esa sentencia por un instante, me aprovecharé del cargo para honrar el nombre de los estudiantes anónimos que son los verdaderos fundadores del pensamiento crítico en el país: los estudiantes de ciencias sociales de ayer.

Y cómo podría yo no tener a la confianza como la base del hecho educativo, si la educación que me formó –hasta convertirse en la única que conozco, para bien o para mal- ha sido la educación de los mítines estudiantiles rodeado de: “orejas”, revolucionarios, reaccionarios confesos y de verdades fulminantes dichas cara a cara sin pelos en la lengua ni en la mano derecha; la de los desvelos en la biblioteca nacional en la que la secretaria del ministro me dejaba quedarme de noche –sin que él lo sospechara- para que pudiera leer los libros que no podía comprar; la de los debates vocingleros defendiendo –con los libros de Marx bajo el brazo y “las venas abiertas” en la mano- la historia de las víctimas; y, claro está, la educación de los campamentos guerrilleros en los que la teoría se hacía práctica, la práctica se hacía teoría y ambas se hacían –como algo sociológicamente sui generis- compromiso social a cualquier precio: el de la juventud sin fiestas ni novias con permiso de los padres; el de la tortura de la cárcel clandestina con más ahogados que naufragados; el de la muerte sin novenarios con pan dulce, ni lápidas labradas que visitar cada 2 de noviembre, ni esquelas el diario; el de los hijos sin salir a pasear por temor a que nos capturaran junto a ellos.

Reconozco (como opción insurrecta que tomé voluntariamente y como limitante señalada, con el ceño, por la triple moral burguesa: la que se tiene, la que se dice tener, y la que se adquiere, como fiebre reumática, al llegar a un cargo público o al salir en viajes diplomáticos más caros que un centro de cómputo para niños pobres) que sólo conozco la didáctica de “las malas palabras” que dicen “cosas buenas”; la pedagogía del compromiso social feroz que no tiene horario ni títulos académicos; la educación de la creencia teologal de que la rigurosidad académica y la contextura revolucionaria no tienen nada que ver con la reprobación o con las líricas declaraciones de amor, sino con el esfuerzo consuetudinario y sincero al que hay darle las oportunidades necesarias, y creo que ese tipo de educación basada en la confianza no se puede trocar, bajo ninguna coartada, en un cargo administrativo o docente en el que se quiera ejercer la maldición del ladino disfrazada de burocracia constitucional.

Por eso sigo hablando como siempre he hablado, porque no le tengo miedo a las palabras y sé que lo de las “malas palabras” fue un invento colonial para estratificar, discriminar y controlar a los pobres, a los malos, a los feos -dijo Salarrué-; sigo vistiéndome tan mal como siempre porque me interesa el valor de uso, no el valor de cambio de la mercancía; sigo escribiendo tan mal como siempre he escrito, pero no desisto de hacerlo a pesar de las burlas de los que sí saben y que son los que deberían estar escribiendo; sigo usando los mismos fetiches que cuando era un estudiante y un rebelde social, aunque eso implique no tener las credenciales para ser considerado por muchos como un intelectual como ellos y, por tanto, no tener el carné de afiliación que me permita entrar en sus círculos virtuosos ni discutir con ellos y, menos aún, ser leídos por ellos.

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