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San Salvador matinal San Salvador matinal y más

Rafael Lara-Martínez
Tecnológico de Nuevo México
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Desde Comala siempre…

XVI

Al fin, salí del restaurante entre taxis que me ofrecían llevarme y música de discotecas vecinas que llenaba de ruido la noche. Regresé al hotel de la misma manera, caminando despacio por calles anchas y vacías a esa hora de las estrellas. Caí redondo en la cama y soñé que Fortunato se encontraba de paseo en una playa de la costa del bálsamo. Al remanso de un río, sentía lo siguiente:

Al descampado, ahí donde la montaña baja a lamer el mar. Ahí en el río encubierto de almendros, donde las ilamas hacen su nido. Ahí junto a peñas oscuras, compuestas de guijarros que brotan en erupción de las entrañas terrestres. Ahí en el claroscuro sin luna, donde la caída de hojas secas deja surcos tenues sobre las aguas. Ahí a la sombra complaciente sin espuma. Ahí donde las semillas imitan ojos de venado que ahuyentan augurios nefastos. Ahí donde el ramaje se confunde con tu figura, sin sudor ni mancha. Ahí en la poza serena que ningún animal terrestre marchita por su hondura. Ahí donde la cascada de tu pelo compite con el agua fresca. Ahí donde el río desconoce que será mar y ola batiente. Ahí donde las lomas ignoran que existe la planicie; la vegetación, el páramo. Ahí donde la mirada es estampa al fondo del estanque. Ahí nacen los sueños. Ahí muere el ensueño.

XVII

Al día siguiente desperté renovado por el silencio y la tranquilidad del lugar. Me agradó apreciar de la ventana el jardín verde y los árboles al fondo. Bajé al lobby y me dirigí al restaurante donde servían un buffet de desayuno. Debía sacar provecho del hotel. Me serví jugo, ensalada de frutas, café y omelette de queso y jamón. Revisaba mi cuaderno de apuntes cuando vi entrar a Lucania a lo lejos, al otro extremo de la amplia sala, quien animosa discutía con un desconocido. Un simple gesto de mano bastó para entender que no hablaría conmigo ya que se hallaba demasiado ocupada con su acompañante. Hacía planes para el día, el último que pasaría en el país, pues el día siguiente regresaría a EEUU.

Pensé en ir a los Planes de Renderos, una zona hacia el otro extremo de la ciudad situada en lo alto de una montaña. Tenía el doble atractivo de la vista amplia hacia la ciudad y el valle, a la vez de abrirse al turismo local por sus múltiples restaurantes, algunos improvisados, que ofrecían pupusas, unas tortillas de maíz rellenas, que juzgaba parte del fast food regional. Además, ahí se encontraba la antigua residencia de Salarrué, la que Fortunato le había prometido visitar a su musa, ahora convertida en casa del escritor.

Para salir del hotel sólo había dos opciones: tomar un taxi que era lo más rápido y razonable o caminar al menos un kilómetro hasta una parada de autobús. El taxi tomó la misma dirección que llevaba al aeropuerto. Del hotel al museo, luego dobló a la izquierda para circular por una avenida ancha, con árboles al centro, y una flamante escuela militar al lado.

En seguida transitó por una avenida menos gloriosa. Las casuchas invadían los andenes y las puertas de las casas se abrían casi en la calle. Esquivando transeúntes y vehículos pasó frente a una terminal de autobuses atestada de vendedores ambulantes más que de pasajeros. Unas cuadras más abajo, dobló a la derecha para avanzar holgado en la autopista que llevaba al aeropuerto. Pasamos al frente del restaurante que había visitado involuntariamente la noche de mi llegada. La calle seguía bajando hasta que el taxi viró de nuevo hacia la derecha para tomar la carretera hacia la cumbre, hacia Los Planes.

La calle era estrecha y ondulada ya que subía por cerros poblados de casas y de una vegetación frondosa. Se sentía el aroma del campo al salir de la ciudad, pese a que la población no disminuía. Las lomas y acantilados obligaban a que la presencia humana y su depredación se volvieran menos destructivas que en la planicie. Además, junto a algunas casuchas que se alzaban al inicio de la carretera y restaurantes que ofrecían panoramas hacia el valle, se levantaban propiedades majestuosas que daban amplia cabida a que la vegetación se reprodujera. Sólo percibía las entradas y los muros que escondían esas residencias suntuosas, imaginaba. Al deleite de la vista que se perdía entre lo verde, me agradaba el olor de las araucarias, de algunas coníferas disgregadas combinándose con la flora tropical y tupida de una montaña húmeda. Hacia un lado, el desfiladero se inclinaba a la ciudad; hacia el otro, al cerro de San Jacinto, a la carretera hacia el aeropuerto, hacia el mar lejano, y a un lago intermedio con islas al centro.

A medio camino le propuse al taxista detenerse un momento. Lo invité a tomar un refresco en un lugar improvisado, un simple techo de lámina acanalada sostenido por una estructura de madera, sin paredes, y mesas de plástico. Su atractivo lo constituía una vista panorámica de la ciudad, la cual claramente se distinguía en miniatura y movimiento continuo. Como en este país todo contrastaba, a la derecha del changarro, había un restaurante de lujo bordeado de un muro de piedra y de altos arbustos a hojas de colores que lo coronaban. A la izquierda, bajaba una cuesta bastante inclinada hacia una colonia de cierto lujo cuyos techos se desdibujaban entre la fronda.

Era interesante cómo la montaña descendía en ondulaciones cada vez menos pronunciadas, traslapando colinas y verdes variables según se cubriera de árboles, matorrales o pasto hasta enderezarse en el valle. Ahí pululaba el hormigueo de la ciudad. Recordaba cuántas veces había bebido cerveza en este lugar, discutiendo con Fortunato los temas más diversos, de la política a la literatura, planes de construcción en los alrededores y proyectos de escritura.

De esos encuentros ahora sólo quedaba su desaparición repentina y mi viaje hacia el extranjero. Una breve memoria sensorial me retraía hacia el pasado. Mientras sentía el olor de las botanas que preparaba el mesero, al fondo sonaba la misma música de Maná como si en tantos años ese sitio permaneciera fuera del cambio.

Escuchaba el estribillo “cuando F. V. moría, Los Planes se ahogaban en llanto […] solo en el olvido” y sentía el olor inconfundible de los jutes, unos diminutos escargots de la zona, cuando apareció una pareja de niños. Los seguía su mamá quien me pidió un dólar. Me conmovió ver que uno era tullido, así que le extendí el billete sin pensarlo mucho a lo cual ella replicó.

—Si me da cinco dólares en lugar de uno, mi hijo le lee la suerte. Me alcé de hombros, volteé a ver al taxista que bebía refresco y pensé que no era mucho dinero por una breve recomendación que tal vez resultaría entretenida.

—Está bien, se los voy a dar.

Accedí, al tiempo que el chico sin decir una palabra se acercó a mí, me miró directo a los ojos por unos segundos, me volteó la mano la cual examinó y, en seguida, le susurró algo a su madre en el oído, quien se dirigió a mí de la manera siguiente.

—Con todas mis disculpas, dice que Ud. está loco. Va en dos direcciones contrarias. Sube y baja; para Los Planes y para San Salvador. Se ve entero pero no lo está. Hay una parte suya que falta, que no está aquí. A saber adónde anda vagando. Está más revuelto que una pupusa de queso con frijoles, como leche cortada, arriba la crema y abajo el suero. Por eso con Ud. no se atina. Tiene dos caras, la que le vemos y otra atrás, escondida entre el pelo. Dice que le llevará mucho tiempo juntar esas dos partes suyas. Quizás nunca lo logre. Lo raro es que ni Ud. se da cuenta cabal del problema. Por alguna pena antigua anda pagando hoy los platos rotos. La lleva muy hondo. Su cara es una máscara que si se la quita aparece su otro Yo, el que lo mortifica. Mire, enséñeme la mano. Mire esta línea dice que ya está muerto, por los cortes, pero aquí se continúa sin rumbo, como que sigue viviendo. Es raro.

—Mil gracias, le extendí un billete de cinco dólares y me despedí.

—¡Bonita manera de ganarse la vida!, comentó el taxista. Le inventó un buen cuento.

—Sí, pero se veía desamparada, había que ayudarle le respondí, mientras pensaba que en algo había atinado la señora. A lo mejor ese otro rostro del cual hablaba era Fortunato.

Le sugerí la taxista que al terminar nuestra bebida siguiéramos hacia Los Planes. Nos llevó unos minutos hacerlo y subir por la

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