San Salvador matinal

Rafael Lara-Martínez
Tecnológico de Nuevo México
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Desde Comala siempre…

Hay rasgos que prolongan los sentimientos en la vegetación circundante. Entre los seres vivientes y el mundo se establece una simbiosis que hace del paisaje un cuerpo y de las siluetas una naturaleza continuada. La vida y el mundo se entrelazan en esta montaña. La fisonomía de la mano se riega sudorosa hacia la multitud de riachuelos que descienden aligerados al socavón del valle. En esas líneas ajadas se lee la depredación que afecta a los cerros y sus hondonadas. Como cuchillos que destazan las colinas, las arrugas penetran en surcos por su carne flácida y maleable.
Los contornos figuran músculos que se ciñen en su ejercicio cotidiano por mantenerse alzados sobre toda depresión y cárcava que ocurren cada época de lluvia. Lo recortado del paisaje evoca el fragmento de la matanza de 1863, otras tantas masacres, y los cuerpos mutilados de héroes y traidores. No importa; los amigos y enemigos se confunden en la muerte y en la vegetación que los absorbe. Ahí renacen según los mitos. Los cuerpos cercenados se insinúan de varias formas. Son piedras hendidas y marcadas por jeroglíficos ilegibles; son árboles retorcidos. Es la propia montaña en sus declives y laderas que se entrecruzan sin un orden fijo aparente. Pero sus oscilaciones obedecen a una secuencia rítmica casi musical.
La historia imprime su violencia en la geografía. Por eso existen tantos desniveles en el paisaje como en lo social. La geografía habla de accidentes similares al tránsito de la ciudad. Las elevaciones y pendientes calcan las diferencias sociales. El anhelo que este país considera propuesta comunista radical, significaría hacer de las montañas una planicie sin más límite que el horizonte. Igualaría todos los desniveles, geográficos y económicos. No se trata de pre-determinismo sino de correspondencia y de diálogo entre lo viviente y su sustento material. La montaña engendra la pareja humana en movimiento, de igual manera que engendra las plantas en crecimiento y los rasgos vivos de los cerros.
Los mitos que había traducido Fortunato del náhuat al castellano narraban que las plantas comestibles, la flora y la fauna se habían extraído del fondo de la tierra. Los cerros eran huecos y en su centro albergaban moradas de mundos paralelos al nuestro. En vez de dones caídos del cielo como el maná, las dádivas Divinas remontaban de la depresión geográfica más íntima hacia la superficie.
De lo hondo de las cuevas, la flora surgía como vellosidad de los terrenos baldíos. Las hojas eran vello de la piel de la tierra. Los animales y los humanos la imitaban, salvo que poseían dotes de desplazarse, de razonar y hablar. Todo lo existente emanaba de las profundidades telúricas cuyo símbolo era la serpiente. Hasta los Dioses brotaban como frutas de los árboles que hundían sus raíces en la tierra. Uno de los astros máximos, Venus, se insinuaba entre los manglares. Alumbraba desde los lodazales.
En este mundo mítico ancestral, irreconocido en los museos, las esferas se habían invertido. Lo superior imitaba lo inferior. Así la historia y su violencia se esculpían con saña y hachazo en la naturaleza. Y la tierra no era sólo la “madre” que resguardaba a su prole. Era la terra-terror que se volvía terremoto, erupción volcánica y destrucción súbita como las matanzas que Lucania documentaba desde el siglo XIX hasta el presente. Era el agua que se evaporaba en nube hasta precipitarse de nuevo en inundación.
—Ya estamos por llegar a Los Planes.
El taxista interrumpió mis elucubraciones, mientras de la parte trasera del vehículo observaba los pinares que rodeaban un hospital para personas con enfermedades respiratorias. Luego algunos restaurantes mezclados con tiendas, muros de casas alejadas de la carretera, caminos que conducirían a otras viviendas, hasta llegar al desvío que conducía al parque y a la zona turística.
—Sígase de largo hasta La Puerta del Diablo, le pedí, luego volvemos a una casa que queda enfrente de la iglesia.
Atravesamos el parque, una arboleda frondosa que contrastaba con el desgaste citadino. Sólo la manera en que ciertos troncos se enrollaban parecía guardar el recuerdo de la historia. Las estrías de la corteza eran códices que en sus hendiduras transcribían la tortura pretérita y reciente de cuerpos cercenados. Sus grietas suplían la falta de un monumento nacional al “torturado anónimo”. Los maderos reiteraban el tema hasta el cansancio bajo tonos distintos, a contrapunto, como en fuga. Hacia el centro, las ramas lloraban al encorvarse ante el peso de las enredaderas que colgaban tristes hasta escarbar su tumba en el suelo.
Al cabo, llegamos a nuestro destino, La Puerta del Diablo. Era un acantilado de cuevas y piedras con una vista maravillosa hacia el mar, hacia unos volcanes gemelos cuyo nombre remedaba los senos de una mujer —acaso mutilados también. En el socavón se extendía un pueblo blanco como la cal y la espuma distante, al cual las primeras visiones racionales se acercaban como descenso hacia los infiernos y hacia el pretérito abolido. Había un efluvio en ese paisaje que obligaba a proyectar subjetividades, incluso de quienes se reclamaban de la ciencia exacta.
Le extendí un billete de cinco dólares al taxista para que tomara algo y comiera una pupusa en alguna de las escasas ventas en ese lugar fuera del circuito comercial, mientras me decidía a hacer una corta caminata por uno de esos peñones. Quería observar el precipicio de cerca para sentir el vértigo de la mirada. Pensaba que en alguna de esas rocas de las que brotaba una vegetación escasa y con raíces retorcidas a la vista, se inscribían signos del cuerpo de Fortunato, sobre todo si había muerto.
Al borde de ese despeñadero se me antojaba saltar al vuelo para confundirme con la piedra triturando el cuerpo como grano de maíz, en ese vahído conclusivo, o para regar esas plantas suculentas a hojas hinchadas, que a cuenta gotas extraían el zumo de la roca. Sería uno más de los caídos de 1863 cuya sangre humedece el trópico y glorifica a los héroes nacionales. Sentía un impulso desmesurado por indagar las piedras, como si intuyera que en su materialidad inerte encontraría signos del amigo extraviado. Debía captar la voluntad de la piedra. En su archivo se transcribían memorias remotas.

 

 

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