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Salvador Arias – renovando convicciones

Carla Teresa Arias Orozco

Economista

Este 10 de enero de 2019 se cumple un año de haberse iniciado el viaje sin regreso de mi padre, Salvador Arias, cuando tomó la decisión de irse de la humanidad que tanto amó.

Hace 360 días estoy intentando cómo vivir sin mi padre, sin aquel que siempre estuvo presente en nuestras vidas, quien nos enseñó com amor y comprensión a luchar por la justicia, junto con mi madre, nos guiaron por la vida.

¿Por qué es importante recordar un año desde su partida? En el caso de cualquier revolucionario, como mi padre, tenemos una responsabilidad social de rescatar nuestra historia a través de la vida de quienes, como él, contribuyeron a que ya no vivamos en dictadura y que tengamos instituciones democráticas para no dar espacio a la represión y a la demagogia.

Aunque gracias a los revolucionarios de El Salvador se ha recorrido un largo camino para construir democracia y justicia social, la revolución quedó inconclusa, aún está pendiente lo que mi padre llamó los siete circulos del subdesarrollo: la concentración y la acumulación del capital, la pobreza, la exclusión del acceso a los servicios básicos y de un deficiente nivel de conocimiento, subdesarrollo de las fuerzas productivas y de servicios, destrucciones de los recursos naturales y del medioambiente, dependencia extrema de la economía norteamericana y mundial, y poder de la burguesía oligárquica y la nueva burguesía gerencial del capital trasnacional. Por tanto, la lucha de clases no se ha superado y el sistema económico de explotación sigue siendo el mismo.

No me tocó vivir la época de conflicto social salvadoreño, como parte de la guerra fría, pero no soy ajena a las luchas del pueblo ni menos comprometida por una causa que debe ser común a todas las personas, la búsqueda de la igualdad, la paz y la justicia.

Muchos compatriotas y luchadores populares sacrificaron su vida y las de sus familias por la revolución social. Algunos iniciaron muy jóvenes desde el campo universitario o desde los sectores obreros y campesinos. Mi padre fue uno de ellos.

Con mucho esfuerzo personal hizo excelentemente estudios universitarios y consiguió un trabajo como auxiliar de investigación en el Ministerio de Agricultura, donde llegó a trabajar con Enrique Álvarez Córdova en la Reforma Agraria a pesar de no pertenecer a ningún partido político en el gobierno de los años 1970, es así que conoce muy de cerca los grandes problemas agrarios y de la vida rural del país.

Mi padre tomó conciencia de la efervescencia social por la represión y la miseria de los sectores populares y las discrepancias entre el gobierno militar del coronel Molina y la oligarquía por una transformación agraria.

Como resultado de sus propias convicciones de cambios profundos, y después de su experiencia con la revolución sandinista decidió volver a El Salvador y entrar de lleno en el proceso revolucionario salvadoreño.

Mi padre intentó asumir responsabilidades militares en la lucha revolucionaria; pero, por distintas razones, la dirigencia le pidió que hiciera trabajo político diplomático por la causa. Eso lo llevó a viajar a distintos países y hacer trabajo político internacional en favor de la insurgencia izquierdista en armas. A pesar de las limitaciones en comunicación y transporte él y sus compañeros se las arreglaban para funcionar bien, puesto que existía confianza entre ellos y sobre todo compromiso, y convicción por la causa en la que luchaban.

Esa mezcla de experiencia institucional y de conocimiento agrario, su formación de economista, su trayecto político y su convicción social, se mezclaron y le permitieron una compresión clara de los grandes problemas económicos y sociales del país. Es así que hasta sus últimos días de vida, criticó los atrasos y desigualdades y reivindicó las grandes causas sociales. Gracias a su estudio profundo se volvió un marxista leninista que creía en la democracia participativa, en la lucha de clases y sobre todo en la posibilidad de construir la transición hacia una sociedad socialista salvadoreña.

Ser político en estos tiempos es más fácil que cuando la clandestinidad estaba a la orden del día en el trabajo político. A pesar de que hay facilidades para hacer política y hacer notar nuestro descontento, organizarnos y hacer debates abiertos de contenido, ¿cuánta gente sería capaz de sacrificar su vida por la anciana que no tiene ni para comprar una tortilla o por los niños migrantes que mueren en la frontera de Estados Unidos?, ¿quién ahora levanta la voz sin importarle perder el trabajo, cierta estabilidad monetaria o abandonar a su familia por una causa justa?

El sistema nos mantiene ocupados, sin tiempo, trabajando para pagar deudas con miedo de perder lo poco que hemos logrado acumular. Nos dedicamos a criticar lo que no se hizo; pero, ¿qué hemos hecho nosotros para exigir que nuestros líderes estén a la altura, para que la democracia se fortaleza y no sé de paso a la corrupción? ¿Por qué priman el egoísmo y la superficialidad?

El sistema económico y sus instituciones funcionan a la perfección para absorbernos en su lógica mercantil, pero si buscamos cambios profundos tal vez deberíamos empezar con nuestra familia y nuestro entorno, fomentando la solidaridad, la sencillez y ser consecuentes con nuestros principios, enseñarle a los niños la diversidad, la igualdad y el respeto, hacer un quiebre y erradicar las costumbres que fomentan el clasismo, el machismo, el racismo.

La fuerza sigue estando en el pueblo, el pueblo organizado es agente de cambio, no podemos esperar a que todo llegue del cielo. Ahora más que nunca, solo el pueblo salva al pueblo.

La vida de sacrificio de otros que, como mi padre, nos precedieron, sirva de ejemplo para pensar en nuestra propia vida y en nuestro rol como profesionales, como políticos y como ciudadanos para buscar los cambios necesarios, sobre todo ahora en tiempos electorales. Por eso hay que seguir trabajando, como mi padre creyó hasta sus últimos días, por un nuevo modelo económico y social para transitar a un mundo mejor.

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