¿Prepago yo?

Esaú Hernández Rauda

Escritor

Volví a ver a Gabriela Granati doce años después.  La edad no le había sentado bien pero conservaba aquella elegancia que hizo a todos los que la conocimos tenerla siempre como un referente de  belleza. En su cara guardaba aquel vacío que en toda su vida nadie pudo llenar o ella se negaba a permitir que algún hombre lo hiciera bajo la falsa premisa que afortunadamente había aprendido a no querer a nadie. Su historia me había corroído mis instintos creativos por más de una década. En todos estos años el hilo de la madeja de su personaje se retorcía cada vez más en esas noches de hervores creativos y  siempre existió un pretexto ya fuera de sueño o de estilo. Sin embargo, sovaldi una noche de luna; por fin, viagra   su personaje venció al tedio y al abandono.

La vi por primera vez en el Café La cantata, en la calle del Mármara.  Se distinguía entre todas sus compañeras por su porte y andar altivo, una sonrisa coqueta y pícara acompañaba su rostro siempre. Su cara angelical  te endulzaba  con la mirada cuando menos una semana.  Era una diseñadora frustrada, por eso, su bolso, su cola, blusa y zapatos hacían juego siempre. Yo, con mi cara de bandolero, llegaba todos los días a hablar sobre política, deporte y literatura en el Café. Los que nos escuchaban nos respetaban pues decían que en nuestras discusiones no se  conocían los eufemismos.  Christian y Salvador, mis compañeros inseparables me la presentaron.  Ella me escrutó de pies a cabeza  y espetó un parco: “Parecés distinto a todos.” Desde entonces cultivamos una amistad muy cercana y con ella creamos una  ayuda mutua confidencial, yo resolvía sus problemas académicos, de mantenimientos de sus autos y apartamento, además, de otras necesidades de índole las ordenes por administrativo como pago de recibos,  y ella mis constantes problemas económicos.

Ella, impartía teléfono; pedía que se resolvieran pronto y no le importaban los costos.  Nos veíamos cuando nos quedaba un poco de tiempo y casi siempre conversábamos hasta el  amanecer. Nuestras conversaciones no permitían parpadear un instante, ni nos dejaban escuchar el canto de los gallos, nos levantábamos de prisa cuando el sol entraba por la ventana.  Creció entre nosotros una amistad sin reservas. Que hasta hoy no he logrado explicar, pues nunca hubo ningún secreto en cuanto a todas nuestras actividades. Tenía una gracia especial para hacer de sus tragedias un chiste. Y espetaba frases filosóficas con naturalidad. “No hay corazón más muerto que el corazón de un hombre rico,” Me dijo una madrugada. Luego cerró su reflexión con algo personal: “La ambición y la venganza son los desiertos más áridos del corazón humano.”

Una noche, me miró a los ojos y me dijo: Estoy pagando los pecados mi padre veintidós años después. No supe que contestarle. Tampoco supe quien fue su padre y porqué lo decía. En esas mañanas de correr y corre entre las calles atestadas de automóviles. Siempre me asaltaba la idea de que la había visto en otra vida o conocido antes.

Una mañana pasé por ella a su apartamento. En todo mi cuerpo sentía el escalofrió de   todas las miradas de sus vecinas. Yo, conocedor de su trabajo, me imaginé todas las críticas vertidas debido a mi apariencia. Todo el día pensé en aquel incidente y en la forma más amable de preguntarle sobre el status de sus clientes y por su supuesto si el negocio era rentable. En esa búsqueda se me pasó el día, nunca la encontré. Entonces, me fui por lo conocido: mi estilo franco y directo. Fue cuando, sin proponérmelo, camine por los senderos más escarpados de un corazón abandonado, en cada palabra, en cada ademán, no había más que el deseo de ser escuchada, expresar toda aquella carga emocional que le hacía el corazón grande y conciencia reseca.

La encontré en la puerta del café y sin más preámbulos le lancé la interrogante que fue la llave maestra para explorar su mundo. -¿Cómo están las tarifas de las prepago señora presidenta?-  Ella me miro con ojos de lince furioso y con rabia me gritó: ¡A mi apartamento! Entendí entonces que nuestra relación ya no se iba a basar en órdenes y dólares. -Nos vemos en una hora-, le dije. No me contestó, pero yo asumí que así sería. Camino a su apartamento compré dos hamburguesas y le pedí de favor a un policía  amigo que me estuviera mandando mensajes de texto y que si en algún momento presentía que estaba en problemas fuera a la dirección indicada.

Llegué al apartamento a la hora exacta. Al entrar, una de las muchachas que estaban en la sala dijo: “Llegó el eunuco de la reina.”  Ella no estaba pero en su cama estaba la carta de respuesta. La leí sin aliento y hasta hoy no me repongo de aquel incidente. La franqueza, la sinceridad y toda aquella carga emocional vertida en esas líneas, me asaltó en la íngrima banca del centro comercial doce años después y la volví a repasar en el espejo de la memoria, viéndola avanzar hacia mí a  darme un abrazo.

“¿Prepago yo? ¡Jamás! ¡Sustituta de lo insustituible tal vez! Los tiempos van cambiando y el idioma se vuelve más dinámico. Hace unos años las selfies no existían.  La globalización de los mercados, las tecnologías, las innovaciones, todo, todo pasa de moda en un instante.  En mis tiempos de adolescente todo era distinto, si adolecía de todo: de visión, de sentido común, hasta de sueños. Por eso he caído hasta donde estoy. Crecí en un hogar privado. Si, privado de amor, de comprensión, de tolerancia. Bueno, ya me estoy saliendo del tema, lo que iba a decir es a nivel coloquial, las llamaban damas de compañía, después eran masajistas. En aquellos días del stress y el corre, corre no había mejor aliciente que un masaje con final feliz. Fue por ese tiempo que apareció aquel término tan famoso: “eyaculación manual.” No  voy a decirte más de lo que sabes. Las tretas, las lisonjas y todo aquello fingido en este mundo vacío.  Entre billetes, quirófano, silicón y bisturí. Eso, es de tu conocimiento.

Las mujeres nos desvivimos por la moda y la riqueza. Holgura, luces y destellos. Todos los magnates que buscan lo fino, nos llevan y nos ensalzan pero es apariencia, es pura pantalla. Más bien nos arrastran a sus miserias. Tú crees que esos hombres que se ven  valientes, glamurosos, los   gánster de la calle, los comerciantes de muerte, políticos de pacotilla, evangelistas y falsos profetas, esos que bailan que matan, que consumen, que pagan todo lo que se les antoja, esos que pasean ufanos las mejores y más bellas mujeres, ya sean estas naturales o de cirugías. Ellos, pobres de corazón reseco no son tan valientes tampoco son fieras, son más bien unos seres pobres sin el más ínfimo resquicio de valentía. De moral y ética, ni un ápice.  Vergüenza, ni busques. De su altanería no hay nada. ¡Qué cosas, amigo! Yo mujer abatida, frágil y confusa tener que escuchar las desgracias, desdichas y males de estos mulos con dinero. Compadecerlos a ellos y consolarlos. Ya ves. Y allá, en un altar de discordia, en las casa de los pulcros, en los hogares de los santurrones, en la escuela de la sociedad diáfana nos llaman ninfómanas, golfas, amigas del glamour, damas de las camelias, magayas, en fin… prepagos.

¿A nosotras quien nos consuela? ¿Dolce y Gabbana? ¡No! ¿Nine West? ¡Tampoco! ¡A la Mercedes Benz le vale riata nuestras lágrimas! Esos lujos, ese closet lleno de zapatos, los carros que hacen juego con el color de mis sandalias no son más que una máscara terrible.  No siempre en las habitaciones hay pasión, la mayoría de veces el dolor y la soledad nublan todos los lechos donde moramos. Pero, quejarme no puedo. Hoy, mañana y siempre aceptaré con valentía lo que me ha tocado vivir. Por demás está decirte que, hoy como todos los días contenta haré todo. Y me sentiré la mujer más dichosa ante ellos aunque muera del tedio en mi apartamento infierno. Te dejo un dato: primero visitare mi mejor cliente, el santo. Luego, estaré donde el diputado honrado y por el último, en un  show lésbico con las representantes de los derechos de la mujer. Un abrazo, te veo en la universidad.”

El santo era su mejor cliente, le pagaba sus honorarios a través de una fundación de beneficencia que ella presidia. Era quien mejor pagaba pues su fama de sanador le dejaba altos dividendos provenientes de los más de sesenta mil miembros de su congregación. Antes de cada cruzada evangelística le era imprescindible contar con los servicios de Gabriela. Ella lo bañaba con una infusión de  hierbas aromáticas. Después le cubría su cuerpo con hojas de sábila y miel de castilla. Así dormía en posición fetal. En la mañana, antes del desayuno le contaba a Gabriela todas sus dudas y sus preocupaciones. “Me lleva el diablo, le dijo, este montón de gente pidiendo consejos y yo tengo más problemas  que ellos.” Hace diez años que no oro con sinceridad y en realidad creo que jamás he conocido a Cristo. Ella lo escuchaba en silencio mientras preparaba las dosis de morfina para aplicar a los supuestos sanados y  firmaba los cheques para los enfermos falsos. Hijo de puta, es ahijado del diablo, me decía.

El diputado, por su parte, la llamaba dos veces por mes para que le bailara “El Mono de alambre” pues era la única forma que encontraba para sonreír. Además, le solicitaba dos compañeras para que escribieran cuanta propuesta de ley se les ocurriera, por descabellada que fuera. Siempre las aprobaba y sin ningún debate ni derecho a veto las publicaba en el mural personal en la habitación del fondo. Debido a que esa práctica se empezó a conocer en algunos sectores de la prensa. Para evitar un escándalo le recomendaron  ubicarse en un lugar discreto. Ella y sus compañeras se fueron al Hotel Jerusalén y ocuparon la habitación treinta y uno.  En ella se organizaban convenciones sobre los derechos de la mujer y la liberación femenina, allí se ventilaban los más austeros proyectos de ley y también se sabía de antemano cuantos iban a ser los sanados en las cruzadas de sanación del santo.

En la universidad todo era normal, yo todos días en el café hablando de política y de literatura. Ella, llegaba esporádicamente y me entregaba el dinero del mantenimiento de sus cinco vehículos, sus tres casas y los pagos de sus cuentas de teléfono, internet, mis honorarios por masajes y depilaciones. Mi bono por contarle chistes. Mientras la ciudad hervía de historias y gentes apuradas nosotros nos perdíamos en el marasmo de nuestras inverosímiles vidas, ella bregando entre hombres desconsolados y yo tratando de hacer hablar los muertos.

La aciaga mañana que tuve que partir para siempre, según creía, de aquel paraíso de gente maravillosa, de locos se hacen alto a su locura para verte con ojos de ternura, de muertos que sonríen en tus manos, monos que tocan flautas y mujeres sonrientes que sin remordimiento ha abortado hasta cinco bebes antes de cumplir sus veinte años,  de todo aquello que llegué a amar y sin ser mío. La vi entrar al café con la cara desencajada. “voy a pagarte los chistes que me contarás en el mes próximo”, me dijo.  ¿Prepago yo? Le dije sin mirarla. Esos te los cuento después y no te cobro, por hoy, déjalo así, será mejor así de parco, como el primer encuentro. No tuve valor de despedirme, ni de ella, ni de nadie.

Volví a aquella ciudad de sombras y penumbras doce años después , todo aquello guardado en el espejo de mi memoria, era nada más historia y remembranza. Estaba allí en busca de una doctora amiga para reconstruir algunos episodios de nuestra vida y con ellos salir de un atolladero de forma y fondo en una novela mal construida de un romance mal hecho entre ella y yo.  Fui al centro comercial donde solíamos mirarnos, en una banca solitaria en aquellos tiempos. Pensé esperarla como en la esperaba esas tardes de bochorno. El centro comercial estaba allí, más grande que en aquellos años de estudiante, las ventas de palomitas de maíz   y los café habían desaparecido, la única que estaba allí era la banca íngrima y solitaria. No encontré  a ninguno de  mis amigos, todos estaban desperdigados por medios y cementerios del mundo. De la doctora jamás supe, su rastro se perdió hasta en las redes sociales. Ahora, estaba solo en aquella ciudad tan distinta, hasta que alguien me dijo: “hola Marmota”. Era ella. Tenía unos ochenta libras demás  pero conservaba sus facciones altaneras de las mujeres romanas del siglo XIX, vestida con una falda color  rosa, hasta los tobillos y un delantal blanco, su cabeza cubierta con un manto blanco. Supe por su apariencia que era una líder religiosa.  Nos abrazamos largo y fuerte como dos osos melancólicos, luego de un  prolongado silencio le solté la pregunta sin anestesia: ¿Te saliste del negocio? Ella me miró directo a los ojos y me dijo: “Los caballeros no tienen memoria.” Luego de breves recuerdos se despidió con una frase muy propia: ¡Nos vemos en el infierno! No tuve corazón para contestarle: ¡Con ese cuerpo y con ese atuendo nadie te sigue pero ni al cielo!

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