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Por el filo de la cordillera

Carlos Burgos

Fundador

Televisión educativa

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Caminaré más de 20 kilómetros a pie desde Jayaque a la cumbre por la calle de tierra y de aquí seguiría hasta  Teotepeque. Al llegar a la cumbre me detuve para observar los inmensos horizontes al borde de profundos desfiladeros  de la cordillera. Corría el año 1953.

–¿Qué observa, pharmacy amigo? – me preguntó un hombre que se dirigía en sentido contrario.

–Qué enormes son estos barrancos. ¿Cuánto falta para llegar a Teotepeque?

–Mucho. Si quiere llegar pronto no se detenga, and la calle cuesta abajo lo empujará.

–¿Cómo es el pueblo?

–Tranquilo, recipe le gustará. ¿Va a trabajar allí? – me dijo, amigablemente

–Sí, en la escuela.

–Cuídese de las alumnas grandes, los padres son delicados.

–¿Por qué dice eso?

–Porque el mundo está cambiando, hoy ellas toman la iniciativa – reímos.

Continué la ruta, aunque el sol aliado con el cansancio, trataban de socavar mi fortaleza. ¿Cómo se preparaba una clase? Yo nunca vi preparar clases a mis maestros, pero llevaban hojas con apuntes, libros, carteles y otros recursos. He conservado el cuaderno único de primaria donde anoté todas las clases. Tal vez logre detectar cómo se planifica y desarrolla una clase.

El camino tragaba mis pasos a un ritmo constante. Encontraba a personas que viajaban para Jayaque y Santa Tecla. Algunas llevaban caballos con diversos productos y cosas. Los saludaba casi en forma automática. Añoraba el refrigerio que mi madre me ofrecía a esta hora.

¿Cómo será Teotepeque? ¿Tendrá cipotas guapas? Solo sabía que allí producían bálsamo. El bálsamo que sanaba heridas y se exportaba. Además, era la cuna de Farabundo Martí, un revolucionario de principios de la década de los años treinta, y del maestro Cabrera, un extraordinario compositor de valses.

La mañana avanzaba, se levantaba el polvo que el sol había despertado. Una tenue nube oscura iba quedando tras mis pasos firmes y seguros. ¿Cómo será la escuelita a la que me han enviado? Ojalá no me vayan a rechazar los maestros al enterarse que no estudié pedagogía. Me estaba invadiendo la angustia pedagógica y el pesimismo quería dominarme, pero mi juventud me impulsaba. Había que aventarse. Si me habían nombrado es porque algo tenía que ofrecer.

Ya iba bañado en sudor, con la ropa cubierta de polvo, los brazos derritiendo lodo. El cabello, debajo de una gorra, dejaba rodar por mi rostro espesas gotas. Mi pañuelo era una hilacha de sudor enlodecido. Pero mi marcha no aminoraba.

Esperaba que los padres de familia fueran consecuentes con el trabajo escolar. Los niños serán mis primeros amigos. Jugaré con ellos, organizaré equipos deportivos, veladas, excursiones. No los castigaré ni los opacaré. Los dejaré brillar.

La meta se acercaba cuesta abajo con mucha inercia. De pronto comenzaron a aparecer las primeras casas como centinelas del pueblo. ¡Qué alegría! Pregunté por la dirección de la escuela, noté mucha curiosidad de la gente que advertía que yo era el nuevo profesor y se regó la noticia. Mientras seguía avanzando unos niños caminaron detrás de mí y otros se iban agregando. Los lugareños respondían con amabilidad mi saludo. De todas las casas salían a mirarme. Nunca me habían observado tanto.

Seguido por un grupo de cipotes llegué a la escuela situada frente a la plaza central, donde existía una torre con el campanario de la iglesia y su reloj público. Una profesora me recibió:

–Bienvenido, profesor, ya lo esperábamos.

–Gracias – le respondí –. ¿Dónde están los alumnos que atenderé?

–Con usted acaban de llegar – era el grupo que venía detrás de mí.

–¡Hola, niños!

–¡Hola, maestro! – respondieron en coro y me aplaudieron en larga ovación.

Tremenda conmoción: Por primera vez en mi vida, sin haber dado una clase, un grupo de niños salvadoreños me llamó maestro.

Ese acto me impresionó mucho. Esos niños estaban ávidos de saber. Conversando con ellos advertí su inmenso deseo de conocer los secretos de la palabra escrita, las relaciones numéricas y el mundo de la naturaleza y las cosas. Me rodearon con su natural curiosidad. Me había impactado su franca expresión: «¡Hola, maestro!».

(Continuará).

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