PERO QUIÉNES SOMOS

Edenilson Rivera

Poeta

 

Las voces, doctor primero, cialis nacen bajo el suelo de San Salvador; luego se yerguen y dominan el hálito de podredumbre sobre el ambiente y sobre las cúspides de los viejos edificios, que, pese a los lamentos, aún se sostienen y combaten con el tiempo.

Hay una lucha secreta en la ciudad contra el germen maligno que nos alimenta. La incertidumbre abate los rostros, los posee y los conduce cegados en permanente sopor, sin saber a qué asirse ni adónde afincar un poco de esperanza.

Mi carne, aun así de temblorosa, está con los míos, estos hermanos míos que no conozco, con los que he compartido una historia y un aire envenenados. Qué poder oscuro nos ha embrutecido: no lo sabemos. Nuestra cultura no se sostiene; nuestro rostro cívico no existe. En parte, nos matamos porque no sabemos quiénes somos.

Queremos, por lo menos, intervalos de luz para intentar salir de esta ceguera, para sacar muestra cabeza de esta ciénaga de barbarie.

Busco un reflejo en el rostro de mis conciudadanos, pero no logro descifrar nada, como un espejo ciego que desalienta a quien busca encontrar en él algo de su yo, algo de su identidad. Ese espejo termina acentuando las sensaciones de estar perdido y en desasosiego. Pero esta no es una apología de la derrota. Algunas gentes, como hoy, también intentan canciones, prédicas; otras buscan el cultivo de la poesía y quieren servirla a los otros. Hasta que celebremos la verdadera belleza de nuestros jardines, hasta entonces, tal vez, lograremos fraguar los endurecidos corazones.

Todo El Salvador es un vórtice de dolor y de delirio: qué contradicción de estos atributos con su nombre. He oído decir que el dolor transforma al ser humano; pero no se puede vivir de modo permanente en él, como nosotros, que, en vez de transformarnos, nos hemos vuelto indolentes, desquiciados, ante la faz ubicua de la muerte. Mi corazón aúlla en secreto y se une a las venas febriles de esta ciudad.

Hoy he venido a esta plaza para intentar encontrarme con los otros. Pero,  apenas, veo el asomo de algo que luego vuelve a ocultarse. Y veo a los niños que mojan sus manos en la fuente, en ellas todo vive y canta en silencio. Tal vez, podamos darles un poco de agua pura de belleza, en la poesía, en el arte, en el conocimiento verdadero de la historia, de nuestros símbolos: esto debería alimentarlos, pero no lo hace porque estos valores, estos bienes espirituales, se han convertido en imágenes sin vida en los viejos libros y calendarios de otro tiempo, ese tiempo que se nos ha escapado; y, así, nos hemos convertido en deudos, en culpables de un tiempo que aún no han vivido y que los espera con los brazos repletos de incertidumbres.

Ha dicho un filósofo que la verdadera vida está ausente. Pero no podernos esperar por ella mucho tiempo, en razón de que perpetuamente morimos –y nos matamos– en la espera.

El día se apaga, cerrará todos sus párpados: ¿cuánto será nuestro cultivo de muerte de hoy? Si tenemos un muerto menos que ayer o mañana, no seremos por ello menos macabros. Cuántos ciudadanos creyeron ver la muerte lejana en las mórbidas noticias y, luego, inexpugnablemente, les cayó encima, como una catástrofe. Nuestra tragedia, para los que aún quedamos vivos, será esa misma, y será otra, y más tarde la veremos y la creeremos lejana con un rostro amarillo de las mórbidas noticias.

Veo dos grandes estampas en la fachada del Palacio Nacional: una es la de un gran poeta; otra, la de un revolucionario emblemático: ambas son símbolos de un pueblo hermano, un pueblo que cultiva, celebra y respeta a sus hijos ilustres en la conciencia de sus ciudadanos. Ese pueblo hermano tiene la poesía y la lucha como sangre y alimento. Pero nosotros, qué tenemos en la sangre, qué nos llevamos diariamente a la boca: nos recorre muerte, comemos muerte.

Sería tan simple comenzar a emular a ese pueblo hermano. Pero, ¿qué han hecho las embrutecidas mentes que han dirigido históricamente nuestra nación? ¿Qué hacen las miopes mentes de hoy? Nos han conducido a un abismo a cavar nuestro interminable cementerio.

Un hombre sacude frente a mí su tristeza, o quizá su tedio existencial con un poco de alcohol. Será que busca un lenitivo para despistar brevemente su conciencia. De qué es representación todo esto: creo que de lo que pretendemos ser y no somos, y en esencia no sabemos quiénes somos ni sabemos nada de nosotros mismos.

Pero, ¿qué logramos si sólo distraemos nuestra conciencia? Quizás, un poco de fuga, sí, y esto es símbolo también de que queremos fugarnos de aquí, queremos fugarnos de todo.

Algunos ofrecen impúdicamente su cuerpo en plena plaza pública, nuestra memorable plaza cívica: nos comerciamos en todo, comerciamos con todo, ya lo dijo uno de nuestros mejores poetas (cuyos restos, de paso, no sabemos dónde están: así somos de grandes, así somos de sucios y desmemoriados). ¿Habremos vendido también nuestra conciencia?

Veo en la fuente una pequeña luz bajo el agua: eso querría ser aunque solo fuese por un breve momento, por un instante congelado. Querría ser esa luz, querría ser esa agua para mis desconocidos hermanos.

Me levanto y me voy de esta plaza, queriendo contener en mí todo el tiempo. Cerca de esta plaza, hay una cripta que resguarda los restos de un hombre santo que combate en silencio contra nuestro olvido y nuestra desmemoria. Creo que ese hombre aún percibe nuestro inmenso y perenne dolor y que querría con su Palabra salvar de la muerte a todo El Salvador.

 

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