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Fotografía de Elvis Aviv Guzmán.

–Para discutir la nueva poesía–

Álvaro Rivera Larios

Escritor y poeta

 

Soy un centroamericano que posee tres antologías sobre la nueva poesía argentina, sovaldi pero tengo un problema con ellas: la primera fue editada en 1987, search la segunda en el 2001 y la tercera en el 2004. Si la edad del creador es el criterio para certificar que un texto es nuevo en el flujo constante de la producción lírica, está claro que hace unos cuantos añitos dejaron de ser jóvenes los nuevos poetas argentinos de 1987. Sin abandonar el ámbito de la juventud como criterio clasificatorio, tengo mis dudas respecto a los jóvenes poetas argentinos del 2004: la mitad de ellos ahora son cincuentones y la otra tiene 40 o a punto está de cumplirlos. Jovencitos ya no son, sin lugar a dudas, pero cabe preguntar si los poemas, en el plano del lenguaje, tienen el mismo tiempo que acumulan los cuerpos de sus creadores. Cuántos años dirían ustedes que tienen estos versos: “Y un ciervo rojo/ de cabeza estática/ vigila la memoria”. Qué edad les calculan a estos otros: “Todos los años/–suspendido de su propia baba–/ el idiota es llevado a pasear/ lejos de este único mundo”. Es fácil constatar la edad de los poetas, pero la juventud o vejez de sus poéticas no se determinan fácilmente.

Si borro el nombre del autor peruano de los siguientes dos versos (Vuelven las hormigas a animarse en tu boca / Vuelve la lágrima a la pradera de los peces disecados), muchos lectores tendrán dificultad para determinar si fueron escritos hace sesenta años o la semana pasada. Si yo dijera que los acaba de escribir en el 2016 un veinteañero de origen salvadoreño, a pocos les extrañaría que pudiesen ser incluidos en una antología de la lírica salvadoreña actual.

Hagamos otro ejercicio: Olvidemos las señas del autor del siguiente poema (del cual transcribo un fragmento) e inventémosle un nombre y otra edad (Carlos Arreches, 19 años, natural de Santiago de Maria). Luego, incluyamos estos versos –cuya autoría hemos falseado– en cualquiera de las antologías que agrupan a los poetas jóvenes de ahora.

“Pequeño pubis dame una solución para mi mundo

Para nuestros mundos contrahechos seminales dame

Paciencia y valor para hacer cosas ultra-filosóficas para tomarle

La medida al hombre dame una medida que carezca de una

Mancha de sangre pero estoy seguro estoy firme

Que no hay que no sentimos el fétido olor a muerte

A excrementos a héroes encadenados y pudriéndose

A pedazos

Quiero darte mi mundo interior quiero hacer

De nuestro acto sexual una especie de trasplante

Una lluvia de sudor lentamente caliente

Una destrucción ejecutoria de tu cariño que escucho

A la distancia pon mi cabeza en tu pequeña guillotina…”

Si comparan el lenguaje del fragmento que acaban de leer con el de algunas muestras de la joven lírica salvadoreña actual, percibirán esas semejanzas que solo son posibles en ramas que pertenecen al mismo árbol. Hablando en términos de juventud literaria, ya pueden adelantarse dos preguntas ¿Qué tan vieja es ahora la poesía de Mauricio Marquina o qué tan lozana es la de algunos poetas jóvenes de hoy? Hablo de la edad del lenguaje literario, no de la edad de los cuerpos que lo emplean. O dicho de otra manera: el tiempo de los textos y sus autores es uno y el tiempo de los estilos y las poéticas es otro. Ambos planos temporales no siempre coinciden y no siempre estan mecánicamente a merced de cambios generacionales. Un poema escrito hace cuarenta años no tiene por qué ser necesariamente viejo; en algunos casos, ciertos aspectos de su poética pueden conservar su vigencia, su vitalidad. La vitalidad de la poética de Marquina se advierte en el hecho de que algunos poetas jóvenes de la actualidad manejan un lenguaje semejante al suyo. Tal semejanza, tal continuidad, sin embargo no son completas.

Podría decirse que gran parte de la poesía que se escribe hoy en América Latina y en nuestro país se apoya en modelos literarios surgidos en la primera mitad del siglo XX.  Cernuda, Aleixandre, Gil de Biedma, Auden, Eliot, Paz, Vallejo, Parra, Neruda, Breton, etcétera, son el legado abierto del cual extraen variaciones personales los poetas de ahora. Aunque existan semejanza y continuidad entre esa lírica y la de hoy, lo que sí ha variado es el contexto histórico de una y de la otra.

El espíritu pionero que impulsaba a los poetas de la primera mitad del siglo XX se ha quedado sin el combustible de la ilusión del progreso ininterrumpido, sin aquel sueño que perseguía un nuevo arte para un nuevo mundo. Hoy todo es plural y modesto en una lírica que se reduce a inventariar fragmentos. Eliot, a pesar de mostrar pedazos e ironía, aún conservaba la mirada del águila. Esa ambición panorámica (la de un Dante, por ejemplo) ha desaparecido en una diversidad tolerante que vende las pequeñas y fragmentarias variaciones personales como si fueran rupturas semejantes a las de la época en que se vivieron las grandes conmociones estéticas y existenciales.

Al final de su vida, Octavio Paz dijo esto: “Hoy asistimos al crepúsculo de la estética del cambio. El arte y la literatura de este fin de siglo han perdido paulatinamente sus poderes de negación; desde hace años sus negaciones son repeticiones rituales, fórmulas sus rebeldías, ceremonias sus transgresiones. No es el fin del arte: es el fin de la idea de arte moderno. O sea: el fin de la estética fundada en el culto al cambio y la ruptura” (Octavio Paz, Obras Completas, Tomo 1, pág. 622, Círculo de lectores–Galaxia Guttenberg, Barcelona, 1999).

Dice Octavio Paz a continuación, en ese mismo escrito,  que “la estética” ha tomado nota con retraso del cambio de época en el mundo del arte y la literatura. Sus palabras fueron escritas en 1986, es decir, hace treinta años. Pues bien, en el mundo de los escritores salvadoreños, a la hora de enfocar la historia de nuestras letras, sigue vivo ese retraso reflexivo del que habla Paz.

Y sigue vivo por varias razones: porque los poetas no han desmontado los viejos esquemas interpretativos donde todavía se arrastra una visión lineal, mecanicista y “moderna” del cambio literario; porque los poetas enfocan las transformaciones estilísticas desde un punto de vista provinciano y, lo que es peor, vaciando de complejidad las dinámicas internas de nuestra misma lírica. Ese retraso de nuestra “estética” le impide articular una visión más compleja del pasado inmediato de nuestra tradición literaria y le impide a su vez situar las encrucijadas actuales de nuestra lírica en el horizonte del fin de una idea, la idea de una poesía fundada en el culto al cambio y la ruptura. Ya no podemos pues hablar ingenuamente de una nueva poesía. Para hacerlo hay que salvar esa brecha que se da entre nuestro viejo pensamiento y las manifestaciones artísticas de un periodo en el cual las negaciones son repeticiones rituales, fórmulas las rebeldías, ceremonias las transgresiones

 

 

 

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