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OTRA VEZ A LA ESCUELA

Gabriel Moraes

Escritor

Yo tengo cuarenta y nueve años… Hace tantos que fui a la escuela, advice que hasta mentira podría ser. Antes, cheap sus puertas eran fáciles de abrir de par en par, sovaldi sale ahora está protegida por altos muros, gruesas cadenas y tamaños candadotes.

Cuando vengo de trabajar, camino por la calle que pasa frente a la escuela, y me fijo que un vigilante la cuida a sol y luna con su machete envainado y su pistola que sólo asoma la cacha.

Yo lo veo y le sonrío, además del ademán de mi mano diciéndole adiós. En mis tiempos de edad escolar, el que la mantenía bien barrida y con la basura adentro de los botes, era Don Chico, famoso por su sombrero y su infaltable puro encendido, que dejaba prendido en nuestras pequeñas narices el fuerte olor a tabaco de su humo blanco.

En una de esas pasadas, casi cayendo las sombras de la noche, me acerqué hasta la entrada donde se paraba quieto como foto de página de diario el mentado vigilante.

Le extendí mi palma, abierta y franca, con el clásico saludo de buenas. Un poco desconfiado él me tendió la suya, sin perder de vista el maletín que se agarraba de mi hombro izquierdo.

Antes de que me lo dijera yo abrí el zípper y le mostré lo que llevaba adentro. Lo sentí un poco más con confianza hacia mí y le escribí en el aire, ayudándome con la voz, la siguiente frase: “ Aquí estudié yo… Desde primero hasta sexto grado…”.

Mire, me contestó, usté quizá anda tomado o endrogado y se quiere pasar de listo…

Yo ni lento ni perezoso, saqué mi documento de identificación y se lo dí, pronunciándole mi nombre y apellidos; ahí va a  ver que yo vivo cerca de aquí le dije.

Bueno y yo que vela tengo en este entierro… A fin de cuentas, que es lo que realmente desea uste me volvió a decir…

Tiene razón al desconfiar, pero usted ya me ha visto pasar anteriormente bastantes veces y lo único que quiero es que me haga un favor… Que me dé permiso de entrar a la escuela y respirar aquel ambiente de bullicio y algarabía de cipotes corriendo de acá para allá.

Poniéndose una mano en el mentón, casi cerrando un ojo y recorriéndome de pies a cabeza, se me quedó viendo fijamente, argumentándome que primero me iba a registrar por si llevaba un arma escondida, uno nunca sabe con qué gente se topa porque ahora hasta los viejos andan en malos pasos me dijo quitándome el maletín y colgándolo detrás de la puerta, vaya, pase… fue lo último que le oí.

Emocionado y temblándome el corazón, entré suavecito, como queriendo no romper el silencio y pensando en las horas inolvidables que viví por aquellos pasillos y aulas.

Entonces sucedió algo inaudito… Escuché que alguien lloraba, pero no me asusté porque era yo… al que le bajaban las lágrimas y afianzado de la enaguas de mi madre, no me quería soltar para que no me dejara solo en aquel cuarto lleno de asustados niños como yo.

Ella, con su enorme mirada de cariño que nunca he de olvidar, me tranquilizo y me entrego un cuaderno, un lápiz y el bendito silabario, junto con una moneda de a diez centavos que me dio el valor para no tenerle miedo a mi profesora.

Cuando la Sra. de Somoza pronunciaba la A, todos nosotros repetíamos AAAAA; ella decía E, y nosotros EEEEE.

Así fue como conocí a Renato, al lobo y los cabritos, el puente roto, el gigante, y a todas las vocales y letras donde, al cabo de largos diez meses, aprendí los fantásticos secretos de la lectura y la escritura.

Ya en segundo me atormentó con sus maldades un compañero de grado apodado “Pirulino”. Cuando pasaban lista y decía el profesor que nos disciplino: ¡Edmundo Cayetano Alfaro¡ y se oía la voz adelgazada del que respondía, ¡Presente! yo hablaba en mis adentros: …Ya vas a ver Pirulino, un día me las a pagar todas juntas.

Y el agravio era porque este Alfaro, una mañana, al halarme violentamente, como era más grande que yo, me rompió la camisa blanca, la veintiúnica con que iba a clases.

Me la arreglaron en la casa, pero no hubo día a partir de esa fecha que no se repitiera lo mismo de mi mamá cosiéndome la manga y él arrancándomela después. ¡Qué iba yo a saber! … Que veinte años más tarde me lo encontraría de nuevo para vengarme de mi afrenta infantil.

Quien está tirando pelotillas de papel, dijo el mismo profe de segundo, aunque ahora estábamos un grado más arriba, y como Don Fernando Orellana era no vidente, yo me alcancé a apartar haciéndome a un lado del pupitre.

Y va agarrando a Pirulino, y como no usaba regla para castigarnos, le va dando cinco palmadas en las nalgas con las manotas que tenía.

Puta, dolían más sus nalgadas que los reglazos de madera… Sí lo sabré yo que probé de aquella su suave manera de amansarnos.

Yo me reía y gozaba al acordarme de la que le había caído al Edmundo por mi viveza, pero sólo lo hacía en la casa, porque en la Escuela, ay sí me veía… Era segura coscorroneada.

Atrápenlo ordenó el Director… Y salían en carrera un montón de alumnos tras los pasos del que debía ser corregido. Luis, uno que tocaba en cuarto conmigo era el perseguido y lo acorralaron en el grado. ¡Increíble¡ aventando mesas y sillas logró deshacerse de sus acosadores; alguien comentó que el mobiliario y las cosas quedaron como si un ciclón las había desparramado. Tal fue la gracia del que la dijo como el que la hizo que le quedó desde esa ocurrencia, el sobrenombre de Luis Ciclón.

Burgos y “El Chino”, alumnos del otro quinto, porque habían dos secciones, A y B, eran tan amigos de chibola y trompo, libre y arranca cebollas, que uno le ayudaba al otro, a repartir tortillas por la tarde.

Lo chistoso y singular era que tanto se querían que no había recreo donde no se somataran agarrándose a patadas y trompones, pero bien zampados, hasta con sangre saliendo de la boca o por las fosas nasales, ¡se daban de alma!

Ya en sexto, más para fuera que adentro, parado en la tarima preparada para la velada, oía bien clarito: “… Dos alas, quién tuviera dos alas para el vuelo… esta tarde en la cumbre casi las he tenido… este es el reino del pájaro y la nube…”

Vaya qué bien recitaba aquel muchacho, sin equivocarse nadita de nada, qué memoria de cipote, y al mismo tiempo que le echaban flores se escuchaba el aplauso entusiasta de los asistentes al acto.

Como número final, a todos los que nos ibamos nos hicieron pasar adelante, y luego de una pequeña pausa, junto con el sonido de los aparatos; profesores, alumnos y padres o madres de familia, poniéndose de pie, comenzaron a cantar: …” Adiós muchachos compañeros de la escuela…”

La garganta se me atoró no sé con qué, una ola suave de sentimientos y emociones inundaba mi pecho y los ojos se me llenaron de lágrimas, con la frente erguida y de vez en cuando acomodándome el pelo, sin titubear, yo también cantaba a manera de corresponder aquella calurosa y sincera despedida.

Una mano se posó en mi hombro y moviéndome un poquito, me volví para ver quién era…

¿Qué le pasa Don..?

¿Porqué está llorando?

Vamos no llore, a todos nos pasa lo mismo y hay recuerdos que son como la lluvia, que cuando llegan, caen donde sea y sobre quien sea, pero no le voy a contradecir que es bonito volver a revivir el pasado.

Mejor váyase para su casa que se está poniendo muy oscuro y por aquí es demasiado peligroso andar solo…

Perdone señor vigilante lo que pasa es que, divagando y desempolvando el ayer, se me fue el tiempo y no sentí las horas, tiene razón de lo que dice y  el que oye consejo llega a mi edad y yo quiero vivir más, así que ya me voy, pero antes de hacerlo, no me vaya a despreciar este billete de a dólar, yo sé que no alcanza para mucho, pero algo es algo.

Mire se lo voy a agarrar porque a caballo regalado no se le busca lado… y porque además de que no tengo nada, ya me está chillando la panza… Y que le vaya bien.

-Gracias, feliz noche.

-Feliz noche.

 

 

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