Morir juntos

Rafael Lara-Martínez 

New Mexico Tech, 

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Desde Comala siempre…

 

Uno de los pasatiempos preferidos de F. T. era recorrer el país.  Había viajado a oriente y occidente, pese a los breves quince años.  Sus amigos lo habían invitado a lugares que llevaban nombres en emblema.  Fuese un reptil que se desenrollaba en la cima de una cerro.  Otro anfibio que anidaba en la arena negra tibia.  El relieve de la costa y de las montañas serpenteaba en dos direcciones.  Hacia el horizonte ondulado; hacia la cúspide y la hondonada verticales.  Del misterio hondo y encerrado por la espuma, fluía a la hojarasca espinosa.  Ese vaivén no sólo subía y bajaba en intercambio.  También se movía en la distancia al acarrear el oleaje de lomas hacia el mar.  La espuma balbuciente ocultaba los cráteres más elevados.

F. T. sabía que las mareas las provocaban las fases de la Luna al menstruar.  Como los volcanes eructaban lava bajo el mismo influjo.  Sus actos anunciaban un mundo convulsivo que brotaba del suelo.  Las estrellas surgían en erupción hasta evaporarse como el agua y descender de nuevo a tierra.  Llovían a enterrarse, florecer y dar frutos.  Así le contaban de niño en el pueblo materno, donde lo real siempre lo traducía la metáfora.  Los cafetos teñidos de flores blancas reflejaban la nieve lejana que jamás caería en el trópico.  Pese a la bruma de invierno.  En forma de pera, las guayabas imitaban constelaciones preñadas.  Mujeres en parto.  Luchaban una guerra tan encarnizada como la armada de la patria.  Subvertían sus términos que, de quitar vidas, las otorgaban también en la sangre.  Ellas se la concedían a quienes luego estafarían toda defensa.  Lo había observado en un pueblo cuya tradición la respaldaba un baño de vapor a la hora en cifra.  El enigma lo captaban amanecer y atardecer al desplegarse el lucero más brillante.  Le habían referido que en esos instantes se transitaba entre los mundos paralelos que existían sin comunicación constante.  Empero, no bastaba observarlos de la lejanía.  Había que vivirlos en carne propia como si en ambos intervalos se arriesgara el destino.

—Es sencillo, le refería la tortillera que le entregaba comida a la familia cada mañana.  Muchachito, ¿Ud. cree que yo molería el maíz de noche?  Soy nixtamalera, me levanto temprano, antes de salir el sol y también me acuesto al anochecer.  Mi rutina la guía el lucero.  Fíjese nada más cómo se divide el tiempo, entre el trabajo y el descanso.  Y por eso no soy la misma, ni ando siempre de tortillera.

—¿Yo también puedo ser como Ud. y cambiar?, inquirió el niño.

—Eso está muy difícil, porque Ud. es varón y no lo regula la Luna.

—¿Cómo es eso?, explíqueme porfa; no le entiendo.

—Pues mire, fíjese que cada mes chorreo.  Me invade la Luna.  Se me escurre una tinta roja, como si se muriera el niño que llevo adentro.  Eso no le pasará a Ud. nunca.  Así que ya le digo, debe buscar otra forma de morir distinta de la mía, si quiere cambiar como yo.  Mire el lucero con ganas para averiguar qué le conviene.  Luego me cuenta.

Por varias semanas, el joven se embebió al observar la estrella, mañana y noche.  Casi hablaba con ella, preguntándole la mejor manera de proceder.  De comportarse a diario para lograr el cambio.  Hasta que un atardecer en celajes, el designio fatal se lo mostró el lucero.  Había comprobado que en esa comarca la vida era frágil.  Desde la loma que alojaba la casa de familia, veía con asombro las chozas de lamina y cartón al lado del río.  En el barranco, bastaba una lluvia torrencial que arrasaba esas viviendas precarias.  No se inundaban los terrenos, sino las vidas humanas las ahogaban la desolación y la angustia ante la pérdida.  Los llantos componían poemas en lamentación que estremecían la ternura juvenil.  Imaginaba un mundo repartido entre la cima y la barranca.  Entre el agua que se deslizaba y el sumidero.  El pozo que encerraba la miseria.  La pobreza sólo podía compartirla en la muerte.  Eso creía.

Al deceso se encontraría con esos niños cuyo llanto lo conmovía sin cese.  En eco, el suyo era un simple susurro.  Sus gemidos carecían de la dolencia vital que nutría la aflicción de la barranca.  Pensó entonces que la horca le otorgaría ese derrumbe que lo conduciría hacia el verdadero conocimiento del entorno.  Ante todo al volverse vegetal.  Se dirigió al garaje donde se guardaban los lazos y, con el más consistente y rugoso, hizo el nudo que marcaría el péndulo de sus últimas horas.  El lugar más propicio se lo ofrecía el guayabo.  No sólo lo atraía el aroma de las flores a pétalos en felpa.  Le agradaban los cuentos de hadas que asociaban su fruta al cuerpo humano descabezado.  Reencarnado en esa forma perulera bastante misteriosa.  Apenas balanceó unos segundos su anhelo de tumba en arbusto, cuando escuchó que lo llamaba una joven arisca que llegaba de repente con la cocinera.

—Niño, ¿qué hace ahí?  No sea tonto, se va a lastimar.  Véngase conmigo.

Obediente se quitó la soga del cuello, que ella le acarició diciéndole.

—Ya ve, hasta un morete le salió por andar de atrevido.  Lo voy a llevar a su cuarto para que descanse y se reponga.

Sosegado, se dejó llevar casi de la mano hasta el cuarto, donde ella trató de adormecerlo cantándole una canción tradicional que aconsejaba cerrar los ojos, diluir la voluntad en el vacío, antes de vagar en los sueños.

—Ahí se morirá de a de veras, le aseguró.

—¿Cómo?, inquirió, eso es imposible.

—De verdad, ¿quiere que le enseñe?

—Sí, claro, respondió, fijando los ojos en ella en signo de aprobación.

—Bueno, pero luego no me vaya a salir con cuentos.  Acuéstese bocarriba, pero a la orilla para que me ponga a su lado.  Va a ver cómo se muere; le voy a ayudar.  Y si Ud. me hace lo mismo, yo también moriré.

Al acostarse, se levantó la falda hasta la cintura y movió la mano de F. T. hacia sus muslos, viceversa, las suyas a los de él.  Y comenzó  a acariciarlo, a la vez que le insinuaba rozarla de igual manera.

—Ya verás, le dijo cambiando de tono, que ésta es otra forma de morir.  De morirnos juntos, sin necesidad de matarnos.  Es una dulce muerte de la que nunca te recobrarás.  Y te aseguro —mi chelito— que sólo la vas a recordar en muchos años.  Ya de viejo, cuando yo vuelta calaca venga a buscarte de nuevo.  No importa dónde vivás.  Ahí llegaré a acariciarte para morirme de nuevo con vos.  Porque siempre estaremos juntos.  Los dos enterrados en el olvido.  Nadie se acordará de vos, ni de mí.  Ni yo de vos, ni vos de mí.  Tachados ambos en el limbo de la memoria.  Borrados de todo recuerdo, salvo quizás del obsequio del guayabo que bordaste con tu sangre en coagulo.

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