Monseñor

Guido Castro Duarte

Los preparativos de la ceremonia de beatificación de Monseñor Romero, sale decease seguramente lo tienen muy incómodo, troche troche por no decir molesto.

Se prepara una ceremonia en la que los puestos de honor están reservados, en muchos casos, para sus principales detractores y enemigos, y no porque no los ha perdonado desde siempre, sino porque a Monseñor, lo único que lo mantenía cómodo, era la soledad de la oración y el compartir con su pueblo, con el salvadoreño de a pie, con la gente humilde, en quienes sentía, se manifestaba la presencia del Señor.

Ciertamente, es un honor que la Iglesia, después de transitar por muchos caminos escabrosos, le reconoce su martirio, su santidad y su fidelidad a la Doctrina Social de la Iglesia. Pero Monseñor no lo necesita, en primer lugar porque Dios ya lo glorificó, y en segundo lugar, porque a Monseñor le incomodaban los homenajes y las zalamerías.

Monseñor era esencialmente humilde, lo que nunca le impidió ser valiente, y la virtud de la humildad es la más agradable a los ojos de Dios. Lo contrario es la soberbia, pecado capital que caracteriza a sus asesinos y detractores. Sin embargo, el protocolo pondrá ahora en primera fila a muchos de estos individuos, que por más de treinta años, han calificado a Monseñor de comunista. Y el destino los ha colocado en ese lugar para echarles en cara que el hombre, a quien tanto vilipendiaron, es ahora el salvadoreño más conocido y con más reconocimientos a nivel universal.

¿Qué pensarán sus asesinos, quienes todavía se mueven entre nosotros, ante estos acontecimientos? ¿Seguirán creyendo que actuaron correctamente al asesinarlo? Creo que sí.

Es difícil meterse en la mente y en la voluntad de los individuos, pero intentando escrutar la de sus asesinos, veamos los motivos que tuvieron para matarlo.

El sicario que disparó probablemente cumplió sin replicar una orden de matar, sin pensar en consecuencias porque se sentía protegido, y sin remordimiento porque había aprendido que aquellos que debía matar, simplemente eran enemigos del Estado, y por tanto, tenían que morir por el bien del país.

Pero los que ordenaron, planificaron y dieron cobertura al acto criminal, manejaban en su mente la idea que Monseñor era un instrumento de los comunistas, de los enemigos de la Patria, por el hecho que denunciaba la injusticia existente en el País y los abusos del gobierno.

Eran los tiempos de la Doctrina de la Seguridad Nacional, en los que la humanidad estaba dividida en dos bandos: los comunistas y los anti comunistas, quienes, para los que se sentía comunistas, eran llamados “los reaccionarios”.

En ambos bandos se pensaba que todos los miembros del otro bando debían estar muertos para hacer valer su hegemonía de clase o de grupo.

Los que mataron a Monseñor estaban en el bando de los anti comunistas y, por tanto, consideraban a Monseñor en el bando contrario. No fue precisamente el odio a la fe, en el sentido preciso de la palabra, lo que movió a sus asesinos a jalar el gatillo, pero fue su forma de vivir la fe la que ellos odiaron para llegar hasta la concreción de su martirio.

Sus asesinos no eran conocedores, ni mucho menos críticos, de las verdades de fe. No fue el análisis de sus homilías y cartas pastorales lo determinante para asesinarlo. Su  martirio no partió de un plan elaborado al detalle, más bien fue la oportunidad que encontraron la misma mañana del asesinato, cuando una esquela mortuoria revelaba el lugar donde estaría esa tarde celebrando la Santa Misa. Los chacales habían localizado a su presa. Todo fue rápido, burdo, grotesco, como todo los que hacía los asesinos de esa época oscura de la vida política de El Salvador, de una guerra que Monseñor vio venir, que advirtió, pero a la que nadie le hizo caso, un tiempo en el que la razón había sido exiliada, los poetas eran asesinados y los pastores eliminados.

Esa sed de sangre que dominaba a sus asesinos, los llevó a destruirlo materialmente como un animal peligroso, sin darse cuenta que lo estaban volviendo más fuerte y más luminoso. No se dieron cuenta que al matarlo le estaban dando una dimensión universal.

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