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Monseñor Romero: Mártir por el “odio a la Fe”

Renán Alcides Orellana

Cuando la máxima jerarquía de la Iglesia Católica enaltece la figura de Monseñor Romero, tadalafil reconociéndolo: Mártir, sales asesinado por los que profesan “odio a la Fe”, viagra un reguero de alegría y esperanza circula no sólo entre la feligresía católica, sino también en otras denominaciones cristianas y religiosas del mundo, que ven en las declaraciones del Papa Francisco, la inminente beatificación/canonización de Monseñor Oscar Arnulfo Romero, futuro San Romero de América. Desde luego, en El Salvador este regocijo no va con los autores intelectuales, materiales y encubridores, ni con los correligionarios de ARENA, que por obediencia partidaria callaron y hasta avalaron el crimen. Muchos de ellos se confiesan católicos -y lo son- y ahora quizás sufran real remordimiento ¿O no? Otros, muy pocos, rasgándose las vestiduras, tratan de lavarse las manos -igual que Pilato- con un falso “yo no fui”, muy difícil de creer. Hay que ponderar la figura de Monseñor Romero, por ahora. El país está en campaña electoral… Pero hoy, nada que reclamarles; son respetables sus principios morales, políticos y religiosos. El crimen  de Monseñor Romero -se dice- fue parte del trabajo partidario, en defensa de su “sistema de libertades”.  Y por eso, una de las consignas mortales, en aquella época convulsa, era: “haga patria, mate un cura”. Y no fue uno, fueron varios los sacerdotes vilmente asesinados. Ellos, al igual que Monseñor Romero, luchaban por la justicia y el respeto a los derechos humanos, virtudes que, desde tiempos inmemoriales, venían siendo mancilladas por la fuerza del poder político y económico.

Ellos buscaban la coherencia humana y cristiana, consecuentes con el principio de “coexistencia pacífica” que impulsara Juan XXIII, el Papa Bueno, a mediados del siglo pasado. Monseñor Romero, los miembros del clero y tantos catequistas que fueron asesinados, ejercían su ministerio sacerdotal y cristiano, promoviendo la convivencia armoniosa y pacífica en un ambiente de paz y justicia social. Era su compromiso cristiano de ser la voz de los sin voz; es decir, voceros de los más desposeídos que clamaban justicia, ante las arbitrariedades y abusos institucionales.

Aquel mensaje, unido a la acción, de estos principios, incomodó a los amos del poder; sobre todo, porque el pueblo, que desde siempre había sido víctima de la injusticia y las explotaciones impunes, comenzó a despertar de su prolongado letargo y, consecuente con los principios cristianos, demandó justicia total y respeto a los derechos humanos. Era incómodo el papel de denuncia evangélica de los activistas religiosos, que acompañaban al pueblo en sus demandas. “De eso, son responsables el “predicador comunista Romero” y sus seguidores”, vociferaban los dueños del poder. Y, sin dilaciones, se dictó la sentencia…

El 24 de marzo de 1980, mientras oficiaba una misa en la capilla del Hospital Divina Providencia, una bala explosiva procedente de un fusil calibre 22, equipado con mira telescópica y disparada por un tirador experto, le ocasionó la muerte. Muerte que evidenció luto general e incontables protestas a nivel nacional e internacional, con demandas posteriores por la impunidad del crimen.

La impunidad seguirá. Pero ahora, próximo a subir a los altares, Monseñor Romero, resucitado entre su pueblo -como Él lo profetizó- vive -vivirá para siempre- como el Santo tutelar de los más humildes y desposeídos. Y, sin duda también, perdonando a sus verdugos y a todos los que, por  “odio a la Fe”, por el Martirio proclamaron a San Romero, orgullo de El Salvador. (RAO).

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